—
Mistress
Cassley —dijo la dama a tiempo que se sentaba—. Tenia un negocio de papeles pintados. Pero la dura necesidad...
Y
mistress
Cassley hizo un gesto significativo.
—Y dígame,
mistress
Cassley: ¿a qué debo el honor de su visita? —preguntó T. X., que no había podido adivinarlo.
—Pues verá usted, señor. Yo tengo hospedada en mi casa una joven señorita, tan respetable como la que más. Y le aseguro, señor, que yo entiendo bastante de respetabilidad, pues he tenido pupilos profesionales y he sido también ama de llaves de un doctor.
—Veo que está usted facultada para hablar de respetabilidad —dijo T. X. sonriendo—. Y ¿qué le ocurre a esa joven señorita de que me habla? A propósito: ¿cuál es su domicilio?
—Marylebone Road, ochenta y seis, A.
T. X. dio un salto.
—¿Sí? —preguntó—. Y ¿qué le ha pasado a la joven?
—Según mis noticias, trabaja a las órdenes de un tal mister Kara en concepto de mecanógrafa. Vino a mi casa hará cuatro meses.
—No importa cuándo vino —interrumpió T. X., impaciente—. ¿Ha recibido usted un recado de esa señorita?
—Sí, señor —contestó
mistress
Cassley, inclinándose confidencialmente hacia adelante y hablando en el tono misterioso que indudablemente creía que debía acompañar a toda revelación hecha a la Policía—. Esta señorita me dijo: «Si alguna noche, a las ocho, no estoy de vuelta en casa, vaya a buscar a T. X. y dígale...» Hizo una pausa dramática.
—Sí, sí —dijo T. X.—. ¡Por el amor de Dios, siga usted, señora!
—«...Dígale que Belinda Mary...» El detective se puso en pie de un salto.
—¡Belinda Mary! —exclamó.
En seguida lo comprendió. La muchacha que sabía el griego moderno y que trabajaba como secretaria de Kara estaba allí con algún objeto. Kara tenía algo de su madre, algo de importancia vital y de lo que no se separaría, y la hija había adoptado aquel método para rescatarlo.
Mistress
Cassley seguía hablando teatralmente, pero T. X. ya no la atendía. Su corazón se aceleró ante la idea de que Belinda Mary hubiese pensado en él.
El comisario llamó por teléfono a Mansus y le dio unas breves instrucciones.
—Usted va a quedarse aquí —ordenó a la atónita
mistress
Cassley—. Yo tengo que hacer algunas pesquisas.
* * *
Kara estaba en su casa, pero acostado. T. X. recordó que aquel hombre extraordinario se acostaba invariablemente temprano y solía recibir visitas en su fortaleza nocturna. Le hicieron pasar casi en seguida, y Kara le recibió fumando en la cama y vestido con su pijama de seda. El calor de la habitación era insoportable, aun en aquella cruel noche de febrero.
—¡Qué agradable sorpresa! —dijo Kara, sentándose en la cama—. Supongo que no le importará mi
déshabillé
.
T. X. entró en materia sin preámbulos.
—¿Dónde está
miss
Holland? —preguntó rápidamente.
—¿
Miss
Holland? —repitió Kara, alzando las cejas en un gesto de asombro—. ¿Y me viene usted a mí con esa pregunta, mi querido señor? Pues estará en su casa, o en el teatro, o en el «cine»... No sé a qué dedica sus veladas.
—No está en casa, y tengo motivos para creer que no ha salido de ésta.
—¡Qué suspicaz es usted,
mister
Meredith!
Kara hizo sonar el timbre y apareció Fisher con una taza de café en una bandeja.
—Fisher —le dijo su amo—,
mister
Meredith está ansioso de conocer el paradero de
miss
Holland. Ten la bondad de decírselo, porque tú conoces mejor sus costumbres que yo.
—Que yo sepa, señor —contestó Fisher deferentemente—, salió de casa alrededor de las cinco treinta, su hora de costumbre. Poco antes de las cinco me envió a llevar una carta, y cuando volví no estaba ya su abrigo y su sombrero, por lo que supuse que se habría marchado.
—¿La vio usted salir? —preguntó T. X.
—No, señor; rara vez la veo salir.
Miss
Holland no está sujeta a un horario fijo, y puede salir y entrar cuando le place. Si se me permite dar mi opinión, creo que la encontrará usted en su casa, señor.
Kara hizo un gesto de asentimiento y amenazó jocosamente con el dedo a T. X.
—Y todo esto es por no tener yo las bellezas de mi casa cubiertas con un velo, como hacemos en Oriente, sobre todo teniendo trato con un policía tan susceptible como usted.
T. X. devolvió la broma. A nada conducía provocar un alboroto. Después de unas convencionales frases amables, se despidió. Encontró a
mistress
Cassley oyendo embobada a Mansus contarle las magníficas hazañas que constituían su hoja de servicios.
—Puede usted volver a su casa. La acompañará un funcionario, que me informará luego. Lo más probable es que cuando llegue usted ya haya regresado la señorita. Habrá tenido dificultad para encontrar un autobús en una noche tan mala como ésta.
Se pidió a Scotland Yard un agente que acompañó a
mistress
Cassley a su domicilio. T. X. consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto.
—Ocurra lo que ocurra, tengo que ver al amigo Lexman. Avise usted a todos los mejores hombres de nuestra sección que estén prevenidos para cualquier eventualidad. Esta va a ser una de mis noches más agitadas.
Kara se dejó caer sobre la almohada con un gesto de desprecio, y su cerebro continuó trabajando activamente. Ignoraba qué seria lo que hubiese puesto en marcha el tren de sus pensamientos, pero en aquel momento su mente estaba ya muy lejos. Le había hecho retroceder una docena de años, transportándole a una sucia cabaña en la campiña de Durazo: le representaba la cara lívida de un joven jefe albanés, que por un capricho de Kara había perdido todo lo que la vida tiene para un hombre: los ojos cargados de odio del padre de la muchacha que, con los brazos cruzados, miraba las figuras maniatadas que yacían en el suelo; las vigas ennegrecidas por el humo de aquella cabaña y las sombras que bailaban en el techo; aquella terrible hora de espera que él pasó atado a un poste al lado de una vela que parpadeaba y chisporroteaba, acercando su llamita cada vez más al montoncito de pólvora, del que partía el rastro hacia la máquina infernal instalada debajo de sus pies.
Se acordaba bien de aquel día, porque era la Candelaria, y entonces hacía años. Recordaba también otras cosas más agradables: el ruido de cascos en el rocoso camino, la caída de la puerta ante los golpes de los gendarmes turcos enviados para rescatarle. Recordaba con salvaje alegría el espectáculo de sus frustrados asesinos retorciéndose en el patíbulo de Pezzaro, y... oyó el timbre de la puerta de la calle.
¿Sería T. X. que volvía? Kara bajó de la cama, se acercó a la puerta, la entreabrió y escuchó. T. X., con un mandamiento judicial, sería un motivo de pánico, sobre todo si... Pero Kara se encogió de hombros. Había logrado persuadir a T. X., anulando sus sospechas.
La voz que sonó en el vestíbulo era fuerte y malhumorada. ¿De quién se trataría? Luego oyó los pasos de Fisher en la escalera y el criado entró en la habitación.
—Señor, es
mister
Gathercole.
Kara lanzó un profundo suspiro y sonrió cordialmente.
—Sí, le recibiré. Pregúntale si no le importa que le reciba en mi alcoba.
—Le dije que estaba usted acostado, señor, ¡y ha empleado un lenguaje...!
Kara rió.
—Que suba —ordenó; y cuando Fisher se disponía a salir de la alcoba le llamó nuevamente.
—A propósito, Fisher: después que se haya ido
mister
Gathercole, tú también te iras. Supongo que tendrás algo que hacer, y no te necesito hasta mañana.
—Muy bien, señor —contestó el criado.
Semejante permiso era sumamente agradable para él. Ciertamente tenía mucho que hacer, y aquella noche de libertad venía muy oportunamente.
—Bueno; pero... —añadió Kara titubeando— quizá valga más que esperes hasta las once. Tráeme algunos sándwiches y un vaso grande de leche. O mejor todavía, déjalos en una bandeja en el hall.
—Muy bien, señor —dijo el hombre, y desapareció.
Abajo, en el vestíbulo, la grotesca figura de reluciente sombrero y barba hirsuta paseaba nerviosamente, hablando consigo mismo y mirando con reprobación a todos los objetos que le rodeaban.
—
Mister
Kara le ruega que suba, señor —dijo Fisher.
—¡Hombre, qué bondadoso es
mister
Kara! —dijo con hostilidad el visitante—. Se digna recibir a un erudito y un caballero que ha estado tres años metido en este sucio asunto. He envejecido a su servicio. ¿Entiende usted lo que esto significa?
—Sí, señor —contestó Fisher.
—¡Mire aquí!
El hombre proyectó su rostro hacia adelante.
—¿Ve usted estos pelos grises en mi barba? —El turbado Fisher hizo un signo afirmativo.
—¿Son grises? —rugió retador el visitante.
—Sí, señor.
—¿Verdaderamente grises? —insistió el otro—. ¡Arránqueme uno y mírelo de cerca!
Fisher se echó atrás, sonriendo débilmente.
—No puedo hacer semejante cosa, señor.
—¡Ah! No puede usted... Bueno; pues condúzcame.
Fisher echó a andar escaleras arriba. Esta vez el viajero no traía libros. Su brazo izquierdo pendía inerte por su lado. Fisher abrió la puerta de la alcoba y anunció a «
mister
Gathercole», y Kara se acercó sonriendo a su agente, que, con el sombrero de copa todavía encasquetado en la cabeza y los faldones del abrigo golpeándole las rodillas, tenía un especto realmente notable.
Fisher cerró la puerta tras de ellos y volvió a cumplir sus deberes en el vestíbulo. Diez minutos después oyó abrirse la puerta y le llegó la voz tonante del viajero. Subió la escalera a su encuentro y le vio interpelando al señor de la casa con sus modales estrafalarios.
—¡No más Patagonia —rugió—, no más Tierra de Fuego!
Hubo una pausa.
—Ciertamente —dijo luego, sin duda contestando a una pregunta de Kara—, pero no Patagonia.
Siguió una nueva pausa, y Fisher, que esperaba al pie de la escalera, se preguntó por qué estaría tan amable el viajero.
—Supongo que no habrá dificultades para cobrar este cheque, ¿verdad? —preguntó el visitante sardónicamente, y rió a grandes carcajadas mientras cerraba la puerta.
Bajó la escalera hablando consigo mismo y saludó a Fisher al verle.
—¡Al diablo todos los griegos! —exclamó jovialmente, y Fisher no pudo hacer más que volver la cabeza en suave gesto de reprensión, defendiendo al amo que le pagaba.
El viajero apoyó su mano derecha en el hombro del criado
—Nunca se fíe usted de un griego —le dijo—. Haga siempre que le paguen por adelantado. ¿Entiende usted?
—Sí, señor; pero, indudablemente, usted sabe que
mister
Kara es muy generoso en cuestiones de dinero.
—No lo crea, pobre hombre, no lo crea —replicó el otro—. Mire usted...
En aquel momento les llegó de la alcoba de Kara un clang amortiguado.
—¿Qué es eso? —preguntó el visitante, algo sorprendido.
—Es
mister
Kara, que echa el cerrojo de acero —contestó Fisher, sonriendo—, lo cual quiere decir que no hay que molestarle hasta...
El criado miró el reloj.
—... hasta las once, por lo menos.
El visitante abrió la puerta de la calle sin ayuda, la cerró tras de sí, dando un portazo, y desapareció en la oscuridad de la noche.
Fisher, con las manos en los bolsillos, quedó mirando la puerta con gesto de reprobación.
—Y usted es un viejo estrafalario —murmuró, y miró de nuevo su reloj.
Faltaban cinco minutos para las diez.
—Si a usted no le importa venir —dijo T. X.—, estoy seguro de que Lexman se alegrará de verle. Es usted muy amable al tomarse interés por este asunto.
El jefe superior de Policía gruñó algo sobre que le pagaban para que se tomase interés por todo, y en compañía de T. X. recorrió uno de los aparentemente interminables pasillos de Scotland Yard.
—No tiene usted que preocuparse más por el perdón —observó—. Esta noche he cenado con el amigo Bartholomew y me ha prometido que mañana quedará todo arreglado.
—¿Entonces no hay necesidad de detener a Lexman esta noche? —preguntó T. X.
—Ninguna en absoluto —contestó el jefe superior.
Hubo una pausa.
—A propósito: ¿mencionó Bartholomew a Belinda Mary?
Sir
Jorge miró asombrado a su subordinado.
—Y ¿quién demonios es Belinda Mary? —preguntó.
T. X. enrojeció.
—Belinda Mary —contestó un poco atropelladamente— es la hija de Bartholomew.
—¡Caramba! Pues ahora que usted lo dice... En efecto, está en Francia.
—¡Ah! ¿Sí? —preguntó inocentemente T. X.
Llegaban entonces al despacho que ocupaba Mansus, y encontraron a aquel hombre admirable esperando.
A los dos minutos, los tres policías estaban discutiendo con cierta animación y gran diferencia de criterio, al menos en lo que a T. X. afectaba, una serie de fraudes que se habían cometido en Midlands, y que nada tenían que ver con el motivo de su reunión aquella noche.
—Su amigo se retrasa —dijo sir Jorge.
—¡Ahí está! —gritó T. X., levantándose de un salto.
Había oído ruido de pasos en el pasillo, y salió del despacho para recibir al que venía.
Durante unos momentos estuvo apretando las manos de aquel hombre triste, demasiado conmovido para hablar.
—Amigo mío —dijo al fin—, no puede usted imaginarse cuánto me alegro de verle...
Juan Lexman tardó en contestar.
—Siento haberle metido en este asunto, T. X. —dijo serenamente.
—¡Qué tontería! —protestó el detective—. Venga, que está aquí el jefe superior.
T. X. cogió del brazo a Lexman y le condujo al despacho del inspector.
Había un cambio en Juan Lexman, un cambio que no se descubría fácilmente. El rostro estaba más envejecido, la boca fija en un gesto de amargura, los ojos algo más hundidos. Iba vestido de etiqueta, y pensó T. X. que tenía el aspecto de un típico gentleman inglés, pulcro y correcto.
T. X., que le contemplaba con atención, no percibía en él cambios mayores que la cicatriz de una antigua herida en un lado de su boca, impecablemente afeitada, que no debió de ser más que superficial.
—Tengo que dar a ustedes una explicación de este traje —dijo Lexman, quitándose el abrigo y depositándolo en el respaldo de una silla—. El hecho es que estaba tan aburrido esta noche que resolví salir a matar el tiempo, me vestí y me metí en un teatro..., y me aburrí más que antes.