El misterio de la vela doblada (18 page)

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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

—No, por supuesto —contestó T. X., recobrando parte de su propio dominio—. Aparte del hecho de que ayudaría usted a la comisión de un delito, no haría más que prepararse un trastorno para el porvenir. Si ese anónimo consigue, con tanta facilidad veinte libras, le faltará tiempo para pedir cuarenta. Pero ¿por qué no regresa usted a su hogar? No hay acusación contra usted, ni la menor sombra de sospecha.

—Porque estoy resuelta a hacer lo que me he propuesto —contestó Belinda Mary en tono decidido.

—Seguramente podría usted confiarme su dirección —insistió él—. Sobre todo, después de lo que ha pasado entre nosotros, Belinda Mary, después de los años que hace que nos conocemos.

—Voy a bajar del coche —dijo ella lentamente.

—Pero ¿cómo diablos voy a poder ayudarla? —protestó T. X.

—No use palabras gruesas —le corrigió ella con bastante severidad—. El único medio para ayudarme es ser amable y simpático.

—¿Quiere usted que me eche a llorar? —preguntó él, sarcástico.

—No le pido nada que le resulte doloroso o repugne sus sentimientos naturales. Sólo le pido que sea un caballero.

—Muchas gracias por su amabilidad —dijo T. X., y se echó atrás en su asiento, como la imagen de la resignación.

—Me parece que está usted haciéndome caras, ahí en la oscuridad —observó ella, acusadora.

—Dios me libre de hacer cosas tan bajas —se apresuró a replicar el comisario—. ¿Por qué cree usted eso?

—Porque yo le estaba sacando la lengua —confesó Belinda Mary; y el conductor oyó a su espalda una explosión de carcajadas que durante algún tiempo dominaron los jadeos de su asmático motor.

A las doce de aquella noche, en cierto suburbio de Londres, un hombre enfundado en un largo abrigo se deslizaba sigilosamente por un jardín. Se abría paso cautelosamente a lo largo del muro de la casa, y al llegar al antepecho de una ventana alargó la mano y palpó con cierta esperanza, pero sin ninguna seguridad. Encontró un sobre, que sus dedos, extraordinariamente sensibles por una larga práctica en usos delictivos, le dijeron en seguida que no contenía nada mas sustancioso que una carta. Retrocedió por el jardín y se unió a su compañero, que le esperaba debajo de un farol cercano.

—¿Soltó la mosca? —preguntó ávidamente.

—Todavía no lo sé —gruñó el hombre del jardín. Abrió el sobre y leyó las breves líneas escritas.

—No ha soltado el dinero, pero va a soltarlo. Me cita para mañana por la tarde en la esquina de las calles Oxford y Regent.

—¿A qué hora?

—A las seis. Entregará el dinero al hombre que se le acerque con un número de la Westminster Gazzete en la mano.

—¡Cuidado! —exclamó el otro—. Eso es un lazo.

—Esta mujer no entiende de lazos. Está terriblemente asustada.

El que había estado esperando se mordió las uñas y miró con aprensión a derecha e izquierda.

—¡Bonito papel el nuestro! —refunfuñó—. Íbamos a ganar miles de libras y nos contentamos con sacar veinte.

—Cuestión de suerte —contestó filosóficamente el otro—; pero no creas que me ha vuelto la espalda. Además, por algo se empieza, Enrique. Yo te aseguro que de aquí sacamos por lo menos ciento o doscientas.

* * *

A las seis de la tarde siguiente, un hombre vestido con abrigo negro y con un sombrero de fieltro encasquetado hasta los ojos estaba en pie, distraídamente, cerca de la parada de autobuses de la calle Regent, golpeándose suavemente la mano izquierda con un ejemplar muy doblado de la Westminster Gazzete que tenía en la derecha.

Para que a nadie cupiera duda de la clase de periódico que llevaba, se mantenía lo más cerca posible de un farol, y en tal posición, que su cara recibiera el mínimo de luz, y en cambio, cayera el máximo sobre aquel respetable órgano de opinión. Minutos antes de las seis vio venir a una muchacha y se acercó a su encuentro. Con gran sorpresa suya, ella pasó a su lado sin mirarle, y cuando él se volvía para seguirla le cogió con fuerza del brazo una mano hostil.


Mister
Fisher, si no me equivoco, ¿verdad? —dijo una voz agradable.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el hombre, echándose atrás.

—Va usted a estarse quieto —dijo el cortés inspector Mansus—, pues, de lo contrario, me obligará a recurrir a la violencia.

Mister
Fisher reflexionó rápidamente y se dejó conducir al «auto» que los esperaba.

Hizo su aparición en el despacho de T. X., y éste le saludó muy efusivamente, como a un antiguo amigo.

—¿Qué tal, qué tal,
mister
Fisher? —preguntó—. Porque supongo que continúa usted siendo
mister
Fisher, y no
mister
Enrique Gilcott ni
mister
Jorge Porten. Fisher sonrió con deferencia, como en sus buenos tiempos.

—Usted, señor, sigue tan bromista como siempre.

Supongo que habrá sido la señorita quien me ha entregado.

—Se ha entregado usted mismo, mi pobre Fisher —dijo T. X., poniéndole un papel ante los ojos—. Puede usted disimular su letra y en su extrema modestia, fingir que ignora la lengua inglesa; pero con lo que ha de tener usted un cuidado exquisito en lo por venir es... con sus manos cuando escriba semejantes epístolas.

—¿Mis manos? —preguntó, no sin cierto asombro, Fisher.

—Se le olvidó a usted el pequeño detalle de lavarse las manos, y claro está, dejó usted señalada la huella de su pulgar. Parece mentira que ignore usted la importancia que en Scotland Yard damos a las huellas dactilares.

—Ya veo. Y ¿de qué se me acusa, señor?

—Yo me limito a la acusación convencional contra el que está en libertad provisional y no ha comparecido ante la Policía.

Fisher suspiró.

—Bueno, eso sólo significa doce meses. ¿Me va usted también a acusar de eso? —preguntó, señalando el papel.

T. X. negó con la cabeza.

—No le tengo a usted mala voluntad, a pesar de que ha querido asustar a
miss
Bartholomew. Sí; sé que es
miss
Bartholomew, y lo he sabido siempre. Esta señorita vive ahora allí por un motivo que no nos importa a usted ni a mí. No le acusaré a usted de tentativa de chantaje, y a cambio de esta lenidad por parte mía espero que usted me cuente todo lo que sepa del asesinato de Kara. Por supuesto, no le agradaría que yo le acusara a usted de ese crimen, ¿verdad?

—No, señor; pero si usted lo hiciera, yo podría demostrar mi inocencia. Pasé toda la velada en la cocina.

—A excepción de un cuarto de hora.

—Cierto, señor. Un cuarto de hora en que salí a ver a un compañero.

—¿El compañero con quien preparaba usted este golpe?

Fisher titubeó.

—Sí, señor. Lo preparábamos entre los dos; pero no había nada malo en ello..., al menos en lo que a nosotros afectaba. No tengo inconveniente en confesar que yo planeaba una cosa grande. No lo voy a descubrir ahora, porque me metería en un lío; pero si usted me promete que no me perseguirá, por ello, le contaré toda la historia.

—¿Contra quién planeaban ustedes ese golpe?

—Contra
mister
Kara, señor.

—Adelante con su relato —le animó T. X.

El relato resultó breve y vulgar. Fisher había encontrado a un hombre que, a su vez, conocía a otro que era turco o albanés. Se habían enterado de que Kara tenía la costumbre de guardar en casa grandes sumas de dinero y habían planeado un robo. En dos palabras, ésta era la historia. El plan se torció por algo. Cuando Fisher llegó a los incidentes que ocurrieron la noche del crimen, T. X. siguió su relato con avidez.

—Llegó el señor viejo —continuó Fisher—, y yo le hice pasar a la alcoba. Le oí salir, subí y me quedé a mitad de la escalera mientras él se despedía de
mister
Kara, que tenía la puerta abierta.

—¿Oyó usted hablar a
mister
Kara?

—Me parece que sí, señor. De todos modos, el señor viejo estaba muy complacido.

—¿Por qué dice usted «el señor viejo»? No era viejo.

—Exactamente, no, señor; pero tenía los modales irritables de los viejos, y por eso se me metió en la cabeza que era un señor viejo. En realidad tendría unos cuarenta y cinco años; acaso llegase a los cincuenta.

—Todo esto ya me lo ha dicho usted. ¿Había algo peculiar en él?

—Nada, señor, excepto que tenía un brazo artificial.

—¿El derecho o el izquierdo?

—El izquierdo.

—¿Está usted seguro?

—Lo puedo jurar, señor.

—Muy bien. Adelante.

—Bajó la escalera, salió y no le he vuelto a ver. Cuando llegó usted y descubrió el crimen, como yo tenía en marcha mi pequeño plan y podía herirme con una astilla que usted hiciera saltar, me asusté terriblemente. Bajé al hall, y lo primero que vi fue una carta en la mesa, una carta dirigida a mí.

Hizo una pausa y T. X. le animó nuevamente.

—No pude comprender cómo llegó hasta allí; pero puesto que yo había pasado casi toda la noche en la cocina, excepto cuando salí a decir a mi camarada que el trabajo había que hacerlo aquella noche, pudo muy bien estar allí la carta antes que usted llegara. Abrí el sobre, sólo había escritas unas palabras, y le aseguro que, a pesar de ser pocas, me hicieron subir el corazón a la garganta.

—¿Qué decían? —preguntó T. X.

—Jamás las olvidaré, señor. Se me han quedado grabadas en la cabeza. La nota empezaba con las cifras «A.C.274».

—¿Lo cual significa...?

—El número que yo tenia en el penal de Dartmoor.

—¿Qué decía la nota?

—«¡Fuera de aquí en seguida!» No sé quién la puso allí; pero, evidentemente, me había espiado, y no tuve más remedio que salir huyendo. Esta es toda la historia desde el principio hasta el fin. Encontré por casualidad a
miss
Holland...; mejor dicho,
miss
Bartholomew, y la seguí hasta su casa de Portman Place. Esto ocurrió la noche que usted fue allí.

Con gran disgusto por su parte, T. X. notó que se ruborizaba.

—Y ¿no sabe usted más? —preguntó.

—Nada más, señor.

***

—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo Belinda Mary cuando se vieron a la mañana siguiente en el Green Park.

—Si va usted a preguntarme si he hecho pesquisas sobre el paradero de usted, le ruego que se abstenga de ello.

Aquella mañana la joven estaba radiantemente hermosa. El aire fresco le había dado color al rostro, y al caminar al lado de su compañero con los modales libres y descuidados de la juventud, parecía un epítome de la vida que estallaba en yemas en todos los árboles del parque.

—A propósito: su padre ha vuelto a Londres y está ansioso de verla.

Ella hizo un gesto.

—Espero que no le habrá usted hablado de mí.

—Sí, le he hablado —contestó T. X., compungido—. También he convocado a todos las periodistas y les he hecho una descripción completa de las fugas de usted...

Ella le miró con inmensa picardía.

—Tiene usted los modales de uno de los primeros cristianos mártires —le dijo—. ¡Pobre! ¿Le gustaría que le arrojaran a las fieras? Sin embargo, tiene usted todo lo que hace amable la vida.

—¡Ah! —exclamó T. X.

—Naturalmente que lo tiene usted. Una posición espléndida. Todo el mundo habla de usted con envidia. Tiene usted una esposa y unos hijos que le adoran...

El detective se paró en seco y miró a Belinda como si fuera un insecto raro.

—¿Cuántos hijos tengo? —preguntó incrédulamente.

—¿No es usted casado? —preguntó ella a su vez con la mayor inocencia.

Él hizo un ruido raro con la garganta.

—Pues mire usted, yo siempre le he creído casado —continuó Belinda Mary—. Muy a menudo me lo he representado en su hogar leyendo a sus hijos esos interesantísimos relatos de Caperucita Roja y la Bella Durmiente del Bosque Él se agarró a la barandilla para no caerse.

—¿Quiere que nos sentemos? —preguntó débilmente.

Ella se sentó a su lado, medio vuelta hacia él, muy recatada y absolutamente adorable.

—Naturalmente —dijo él—; está usted acertada en un punto, pero completamente equivocada en lo de los hijos.

—¿Está usted casado? —preguntó ella, ya sin sombra de picardía.

—¿No lo sabía?

Ella tragó algo.

—Claro está que no me importa, pero espero que será usted muy feliz.

—Absolutamente feliz —contestó T. X., complacido—. Tiene usted que venir a verme un sábado por la tarde, en que me dedico a recolectar patatas. Soy el mismísimo demonio cuando me dejan solo en la huerta.

—¿Continuamos? —preguntó Belinda. T. X. habría jurado ver lágrimas en sus ojos, y en el acto se arrepintió de su broma.

—¿Se ha molestado usted por lo que le he dicho? —preguntó.

—¡Oh! No.

—Quiero decir que no crea nada de lo que le he dicho, de que estoy casado y todo eso de las patatas.

—En realidad, no me interesa mucho —replicó ella encogiéndose de hombros—. Usted se ha portado muy bien conmigo, y yo sería muy mala si no le estuviera muy agradecida. Naturalmente, eso de que esté usted casado o no a mí no me afecta, ¿verdad?

—Claro que no. Y supongo que tampoco usted será casada, ¿verdad?

—¡Casada yo! —exclamó ella con amargura—. ¡Y es usted el detective tan perspicaz que dicen!

Apenas había pronunciado estas palabras comprendió su terrible error. Al segundo se encontró en los brazos de T. X., que la besaba con frenesí, con gran escándalo de un viejo guarda, un chiquillo de cara sucia y un cisne majestuoso, que parecía despreciar los procedimientos que veía con su ojo amarillo y maligno.

—Belinda Mary —dijo T. X. al separarse—, tienes que despedirte de tu retiro, dondequiera que esté, y volver a las incomodidades de la casa de tu padre en Portman Place. Ya sé por qué no puedes volver todavía. Tienes un huésped y adivino de quién se trata.

—A ver —dijo ella retadora.

—Me parece que tu madre ha vuelto a Inglaterra —insinuó él. Belinda le miró con desdén.

—¡Por Dios, Tommy! —le dijo con disgusto—. No imaginarás que yo tenga escondida a mi madre en un arrabal sin que ella se lo cuente a todo el mundo.

Habían llegado a Whitehall y él se despidió.

—Podías cumplir con tu deber y suspender el tráfico para que yo cruzara la calle —dijo Belinda.

—Pero, querida niña —protestó él—, ¿suspender el tráfico?

—Naturalmente. ¿No eres policía?

—Sólo cuando voy de uniforme —dijo él apresuradamente, y cogiéndola del brazo la hizo cruzar a la acera opuesta.

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