Authors: Matthew G. Lewis
Los monjes abandonaron la abadía a las doce de la noche. Matilde iba entre los que formaban el coro, y dirigía los cánticos. Ambrosio se quedó solo y en absoluta libertad para seguir sus inclinaciones. Convencido de que no quedaba nadie atrás que espiase sus movimientos o turbase sus placeres, se encaminó apresuradamente hacia la parte oeste del convento. Su corazón latía con una esperanza no desprovista de ansiedad; cruzó el jardín, abrió la cerradura que daba acceso al cementerio, y unos minutos después se hallaba ante la cripta. Aquí se detuvo. Miró a su alrededor con recelo, consciente de que su negocio no era apto para otros ojos que los suyos. Mientras vacilaba, oyó el chillido melancólico del mochuelo. El viento hacía retemblar sonoramente las ventanas del vecino convento y, al llegar a él, le traía las débiles notas del cántico de los coros. Abrió la puerta cautelosamente, temeroso de que le oyeran: entró, y cerró tras de sí. Guiado por la luz de la lámpara recorrió los largos pasadizos, cuyas vueltas y revueltas le había enseñado Matilde, y llegó a la bóveda secreta donde se hallaba dormida su amada.
No era fácil, ni mucho menos, descubrir la entrada. Pero esto no fue obstáculo para Ambrosio, que durante el funeral de Antonia había tomado nota mentalmente con todo cuidado para no equivocarse. Encontró la puerta, que tenía abierta la cerradura, la abrió, y descendió a la mazmorra. Se acercó a la humilde tumba en la que descansaba Antonia. Se había provisto de una palanca de hierro y una piqueta, pero esta precaución resultó innecesaria. La reja estaba ligeramente levantada hacia arriba. La abrió, colocó la lámpara en el borde, y se asomó en silencio a la tumba. Al lado de tres pútridos cadáveres semidescompuestos, dormía la belleza. Un vivo rubor, anuncio de la inminente reanimación, se había extendido ya por sus mejillas; y envuelta en su mortaja, tendida en su féretro, parecía sonreír a las imágenes de la muerte que la rodeaban. Mientras contemplaba los huesos putrefactos y las repugnantes figuras que quizá fueron en otro tiempo dulces y amables, Ambrosio pensó en Elvira, reducida por él a ese mismo estado. Y al surgir en su memoria esta acción horrenda, se sintió invadido por un horror tenebroso. Sin embargo, esto mismo le alentó en su resolución de destruir el honor de Antonia.
—¡Por ti, belleza fatal! —murmuró el monje, mientras contemplaba a su desventurada presa—. Por ti, he cometido este homicidio, me he vendido a las torturas eternas. Ahora estás en mi poder: el producto de mi crimen será, al menos, mío. No esperes que tus súplicas formuladas con melodía sin par, tus luminosos ojos arrasados en lágrimas, y tus manos elevadas en gesto de súplica, como cuando imploras en penitencia el perdón de la Virgen; no esperes que tu conmovedora inocencia, tu hermoso pesar, ni todas tus artes deprecatorias, te libren de mis abrazos. Antes de que despunte el día, mía habrás de ser, ¡y lo serás!
La sacó de la tumba, exánime todavía. Se sentó en un banco de piedra y, sosteniéndola en brazos, la observó impaciente, deseoso de descubrir algún síntoma de recuperación. Apenas podía dominar sus pasiones lo bastante como para abstenerse de gozar de ella aunque estuviese insensible. Su natural lujuria había aumentado en fogosidad con las dificultades que habían impedido su satisfacción, así como por la prolongada abstinencia de mujer, ya que desde el momento en que no quiso escuchar las protestas de amor de Matilde, ésta le había rechazado de sus brazos para siempre.
—No soy una prostituta, Ambrosio —le había dicho cuando, en la plenitud de su lujuria, le pidió sus favores con más vehemencia de lo habitual—; ahora ya no soy más que vuestra amiga, no quiero ser vuestra amante. Dejad, pues, de pedirme que satisfaga vuestros deseos, ya que esto me ofende. Cuando vuestro corazón era mío, yo me sentía dichosa con vuestros abrazos. Esos tiempos han pasado: mi persona os resulta ahora indiferente; y no es amor, sino necesidad, lo que hace que busquéis mi goce. No puedo acceder a una petición tan humillante para mi orgullo.
Súbitamente privado de los placeres cuyo hábito los había vuelto tan necesarios, el monje sintió esta abstinencia de manera rigurosa. Naturalmente inclinado a la satisfacción de los sentidos, en el pleno vigor de su virilidad y el ardor de su sangre, había dejado que su temperamento alcanzase tal preponderancia que su lujuria casi rayaba en la locura. De su afecto por Antonia no quedaba ya más que la partícula más grosera. Anhelaba la posesión de su persona; y aun la tenebrosidad de la cripta, el silencio reinante y la resistencia que esperaba de ella parecían conferir un nuevo incentivo a sus fieras y desatadas ansias.
Gradualmente, sintió cómo en el pecho que descansaba contra el suyo volvía el calor de la vida. El corazón de Antonia empezaba a latir otra vez. Su sangre circulaba más deprisa, y sus labios temblaron. Finalmente, abrió los ojos, pero vencida y aturdida por los efectos de la fuerte droga, los volvió a cerrar inmediatamente. Ambrosio la vigilaba con atención, sin que se le escapase un solo movimiento. Al comprobar que había vuelto totalmente a la vida, la estrechó embargado contra su pecho y la besó con fuerza en los labios. Este gesto súbito bastó para disipar los vapores que ofuscaban la razón de Antonia. Se incorporó apresuradamente y miró con ojos extraviados a su alrededor. Las extrañas imágenes que percibió en torno suyo contribuyeron a confundirla más. Se llevó una mano a la cabeza, como para sosegar su imaginación desordenada. Por último, la bajó, y recorrió por segunda vez la mazmorra con la mirada. Luego sus ojos se fijaron en el rostro del abad.
—¿Dónde estoy? —preguntó de pronto—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde está mi madre? ¡Me pareció haberla visto! ¡Oh, un sueño, un sueño espantoso me habló...! Pero ¿dónde estoy? ¡Dejadme! ¡No puedo permanecer aquí!
Trató de levantarse, pero el monje se lo impidió.
—¡Calmaos, hermosa Antonia! —replicó—. No os amenaza ningún peligro: confiad en mi protección. ¿Por qué me miráis tan seria? ¿No me conocéis? ¿No conocéis a vuestro amigo? ¿A Ambrosio?
—¿Ambrosio? ¿Mi amigo? ¡Ah, sí, sí! Recuerdo... Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Quién me ha traído aquí? ¿Por qué estáis conmigo? ¡Oh! ¡Flora me dijo que tuviese cuidado...! Aquí no hay más que tumbas, ¡y esqueletos! ¡Este lugar me da miedo! ¡Mi buen Ambrosio, sacadme de aquí, pues me recuerda mi espantoso sueño! Me pareció que estaba muerta, y que yacía en mi tumba. ¡Buen Ambrosio, sacadme de aquí! ¿Es que no queréis? ¡Oh! ¿Es que no queréis? ¡No me miréis así! ¡Vuestros ojos llameantes me aterran! ¡Perdonadme, padre! ¡Oh, por Dios, perdonadme!
—¿Por qué estos terrores, Antonia? —replicó el abad, rodeándola con sus brazos, y cubriéndole el pecho de besos que en vano luchaba ella por evitar—. ¿Qué teméis de mí, del que tanto os adora? ¿Qué importa donde estéis? Este sepulcro me parece el jardín del amor, y su lobreguez, la protectora noche de misterio que él extiende sobre nuestros goces. ¡Sí, mi dulce muchacha! ¡Sí! Vuestras venas arderán con el fuego que recorre las mías, y mis transportes se doblarán cuando los compartáis vos.
Mientras hablaba así, repetía sus abrazos y se entregaba a las libertades más indecentes. Ni aun la ignorancia de Antonia podía estar ciega a la desenvoltura de su conducta. Consciente de su peligro, logró zafarse de sus brazos, y siendo la mortaja su único vestido, se la envolvió estrechamente alrededor de su cuerpo.
—¡Quitadme las manos, padre! —gritó, con su honesta indignación templada por la alarma ante su situación indefensa—. ¿Por qué me habéis traído a este lugar? ¡Su aspecto me hace estremecer de horror! ¡Sacadme de aquí, si tenéis algún sentido de la compasión y la humanidad! Dejadme que regrese a la casa que no sé cómo he abandonado, pues ni quiero ni debo permanecer aquí un instante más.
Aunque el monje se sintió algo indeciso ante el tono en que pronunció estas palabras, no produjo en él otro efecto que el de sorpresa. Le cogió la mano, la obligó a sentarse sobre sus rodillas, y mirándola con ojos lujuriosos, le replicó así:
—Serenaos, Antonia. De nada vale la resistencia, y no reprimiré más tiempo la pasión que siento por vos. Se os tiene por muerta: la sociedad os ha perdido para siempre. Aquí os poseo sólo yo. Estáis absolutamente en mi poder, y ardo en deseos que satisfago ahora mismo, o muero. Pero sólo a vos quisiera deber mi felicidad.
¡Mi
hermosa muchacha!
¡Mi
adorable Antonia! ¡Dejad que os instruya en goces que aún desconocéis, y os enseñe a sentir en mis brazos placeres que pronto voy a disfrutar yo en los vuestros! Vamos, es pueril este forcejeo —añadió, viendo que rechazaba sus caricias y luchaba por escapar de sus manos—. No contáis con ninguna ayuda cercana. Ni el cielo ni la tierra os salvarán de mis brazos. Así que, ¿por qué rechazáis placeres tan dulces y tan sublimes? Nadie nos ve. Nuestros amores pueden ser secretos para todo el mundo: el amor y la ocasión os invitan a que os abandonéis a vuestras pasiones. ¡Ceded a ellas, Antonia mía! ¡Ceded a ellas, mi adorable muchacha! ¡Rodeadme ardientemente con vuestros brazos, juntad vuestros labios con los míos! Entre todos sus dones, ¿os ha negado la naturaleza el más precioso, la sensibilidad del placer? ¡Oh! ¡Imposible! ¡Cada rasgo, gesto y movimiento proclama que estáis hecha para gozar y ser gozada! No apartéis de mí esos ojos suplicantes. Consultad vuestros propios encantos. Ellos os demostrarán que soy insensible a las súplicas. ¿Puedo renunciar a estos miembros tan blancos, tan suaves, tan delicados; a estos pechos abundantes, redondos, llenos y elásticos; a estos labios repletos de tan inagotable dulzura? ¿Puedo renunciar a estos tesoros, y dejarlos para que los goce otro? No, Antonia; ¡jamás, jamás! ¡Os lo juro por este beso, y éste! ¡Y éste!
La pasión del fraile se volvía más ardiente por instantes, y el terror de Antonia más intenso.
Luchaba por librarse de sus brazos, pero sus esfuerzos eran vanos; y viendo que la conducta de Ambrosio se volvía cada vez más libertina, pidió auxilio gritando con todas sus fuerzas. El aspecto de la cripta, el pálido resplandor de la lámpara, la oscuridad reinante, la visión de la tumba y los restos mortales que sus ojos descubrían en todas partes, eran poco apropiados para que le inspirasen las emociones que agitaban al fraile. Incluso las caricias de éste la aterraban por su furia, y no le producían otro sentimiento que el de miedo. Y al contrario, la alarma de ella, su evidente aversión y su incesante resistencia, no parecían sino inflamar aún más los deseos del monje y añadir fuerza a su brutalidad. Los alaridos de Antonia no eran oídos. Sin embargo, siguió gritando sin dejar de hacer todos los esfuerzos por escapar, hasta que, extenuada y sin aliento, se desprendió de los brazos del monje y cayó de rodillas, donde apeló una vez más a los ruegos y las súplicas. Este recurso no tuvo más éxito que el anterior. Al contrario, aprovechando la ocasión, el raptor se dejó caer a su lado: la estrechó contra su pecho, casi muerta de terror, y demasiado desfallecida para luchar. Sofocó los gritos de Antonia con sus besos, la trató con la rudeza de un bárbaro sin escrúpulos, siguió tomándose cada vez más libertades, y en la violencia de su lujurioso delirio, hirió y magulló sus tiernos miembros. Insensible a sus lágrimas y gritos y súplicas, se fue posesionando gradualmente de su persona, y no desistió de su presa hasta que hubo consumado su crimen y deshonrado a Antonia.
No bien hubo dado cumplimiento a sus designios, se estremeció ante los medios con los que los había llevado a efecto. El mismo exceso de su anterior ansiedad por poseer a Antonia contribuyó ahora a aumentar su repugnancia, y un secreto impulso le hizo comprender cuán ruin e innoble era el crimen que acababa de cometer. Se levantó de un salto de sus brazos. La que hasta ese momento había sido objeto de su adoración, ahora no despertaba en su corazón otro sentimiento que el de aversión y de ira. Se apartó de ella; y si sus ojos se posaban involuntariamente en su figura, era sólo para lanzarle miradas de odio. La desdichada se había desmayado antes de la consumación de su deshonra, y sólo recobró la vida para darse cuenta de su desventura. Permaneció tendida en el suelo, en muda desesperación. Las lágrimas le resbalaban lentamente por las mejillas, y su pecho se estremecía con los constantes sollozos. Oprimida de dolor, siguió un rato en este estado de embotamiento. Por último, se levantó con dificultad y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta, dispuesta a abandonar la mazmorra.
El ruido de sus pasos sacó al monje de su tenebrosa apatía. Se levantó rápidamente de la tumba en la que se había apoyado, mientras sus ojos vagaban por las imágenes de corrupción que les rodeaban; persiguió a su víctima con brutalidad, y no tardó en alcanzarla. La cogió por el brazo, y la obligó violentamente a regresar a la mazmorra.
—¿Adónde vais? —exclamó con dureza—. ¡Regresad al instante!
Antonia tembló ante la furia de su semblante.
—¿Qué más queréis? —dijo ella con timidez—. ¿No habéis consumado mi ruina? ¿No me habéis arruinado, arruinado para siempre? ¿No ha quedado saciada vuestra crueldad, o aún debo sufrir más? ¡Dejadme ir! ¡Dejadme regresar a mi casa, y que llore allí mi vergüenza y mi aflicción!
—¿Regresar a vuestra casa? —repitió el monje, con un gesto de burla y de desprecio. Luego, con los ojos llameantes de pasión, exclamó—: Pues qué, ¿me vais a denunciar ante el mundo? ¿Me vais a acusar de hipócrita, violador, traidor, monstruo de crueldad, lujurioso e ingrato? ¡No, no, no! ¡Sé muy bien el peso de mis delitos; vuestras quejas serían demasiado justas, y mis crímenes demasiado evidentes! No saldréis de aquí para decir a Madrid que soy un villano, que mi conciencia está cargada de pecados y que no puedo esperar el perdón del cielo. ¡Desdichada muchacha, tendréis que quedaros aquí conmigo! ¡Aquí, entre estas tumbas desoladas, estas imágenes de la muerte, estos cadáveres corrompidos y nauseabundos! ¡Aquí os quedaréis a presenciar mis sufrimientos, a presenciar lo que es morir en los horrores de la desesperación y exhalar el último gemido entre blasfemias y maldiciones! ¿Y quién soy yo para agradecer esto? ¿Qué me sedujo para cometer estos crímenes, cuyo solo recuerdo me hace estremecer? ¡Bruja fatal! ¿No ha sido vuestra belleza? ¿No habéis hundido mi alma en la infamia? ¿No me habéis convertido en un hipócrita perjuro, un violador, un asesino? Es más, en este momento, ¿no me hace esa mirada angélica desesperar de alcanzar el perdón de Dios? ¡Oh! ¡Cuando esté ante el trono de su justicia, esa mirada bastará para condenarme! ¡Le diréis a mi Juez que erais feliz hasta que
yo
os vi; que erais inocente hasta que
yo
os manché! ¡Iréis con esos ojos llenos de lágrimas, esas mejillas pálidas y demacradas, esas manos alzadas en un gesto de súplica, como cuando me pedisteis esa compasión que yo no os he dado! ¡Entonces se presentará el espectro de vuestra madre y me arrojará a los infiernos, a las llamas, a las furias, a los tormentos eternos! ¡Y seréis vos quien me acusará! ¡Seréis vos la causa de mi eterna agonía! ¡Vos, desdichada muchacha! ¡Vos!