El monje (43 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Se trataba de una lámpara que había encendida delante de la imagen de Santa Clara. Ante ella había varias mujeres, sus blancos vestidos tremolaban en la corriente de aire que corría por los abovedados pasadizos. Deseoso de saber qué era lo que las había congregado en este lugar melancólico, Lorenzo se acercó con sigilo. Las desconocidas parecían sumidas en grave conversación. No oyeron los pasos de Lorenzo, y éste se acercó sin ser advertido, hasta que pudo oír con claridad sus voces.

—Os digo —dijo la que estaba hablando cuando él llegó, y a la que escuchaban las demás con gran atención—, os digo que les he visto con mis propios ojos; he huido escalera abajo; me han perseguido, y he escapado de sus manos por puro milagro. De no ser por la lámpara, no os habría encontrado.

—¿Y qué puede haberles traído aquí? —dijo otra con voz temblorosa—. ¿Creéis que nos buscan?

—Quiera Dios que sean infundados todos mis recelos —respondió la primera—. ¡Pero me temo que son asesinos! ¡Si nos descubren, estamos perdidas! En cuanto a mí, mi muerte es segura: mi parentesco con la priora será suficiente crimen para condenarme; y aunque estas criptas me han protegido hasta ahora...

Aquí, al alzar la vista, sus ojos descubrieron a Lorenzo, que se había ido aproximando lentamente.

—¡Los asesinos! —gritó.

Se incorporó de un salto del pedestal de la imagen donde había estado sentada, y trató de huir corriendo. Sus compañeras, al mismo tiempo, profirieron un grito de terror, mientras Lorenzo detenía a la fugitiva por el brazo. Asustada y desesperada, cayó de rodillas ante él.

—¡Piedad! —exclamó—. ¡Por Jesucristo, piedad! ¡Soy inocente, soy inocente!

La voz, mientras hablaba, casi se le estrangulaba de terror. El resplandor de la lámpara le dio de lleno en la cara, que tenía desvelada, y Lorenzo reconoció a la hermosa Virginia de Villa–Franca. Se apresuró a levantarla del suelo, y le rogó que tuviese ánimo. Prometió protegerla de los alborotadores, le aseguró que el refugio aún era secreto, y que podía confiar en su intención de defenderla hasta la última gota de su sangre. Durante esta conversación, las monjas se habían arrojado en diversas actitudes: una se había arrodillado y suplicaba al Cielo; otra había ocultado el rostro en el regazo de su vecina, algunas escuchaban inmóviles y temerosas el discurso del supuesto asesino, mientras otras se abrazaban a la imagen de Santa Clara e imploraban su protección con gritos frenéticos. Al darse cuenta de su error, se congregaron alrededor de Lorenzo y le colmaron de bendiciones. Este averiguó que, al oír las amenazas de la chusma, y aterradas por las crueldades que habían visto infligir a la superiora desde las torres del convento, muchas pensionistas y monjas se habían refugiado en la cripta. Entre las primeras reconoció a la encantadora Virginia. Pariente de la priora, tenía más motivos que las otras para temer a los alborotadores, y ahora suplicó a Lorenzo fervientemente que no la abandonase a su furia. Sus compañeras, la mayoría mujeres de noble familia, le hicieron las mismas súplicas, a las que accedió de buen grado. Prometió no abandonarlas hasta verlas a todas a salvo y en brazos de sus familias. Pero les aconsejó que esperasen y no saliesen del sepulcro hasta que se hubiese calmado algo la furia popular y la llegada de la fuerza militar hubiera dispersado a la multitud.

—¡Ojalá —exclamó Virginia— me encontrara ya a salvo en brazos de mi madre! ¿Qué decís, señor, tardaremos mucho en poder abandonar este sitio? ¡Cada instante que paso aquí, sufro una tortura!

—Confío en que no mucho —dijo—; pero hasta que podáis salir sin peligro, este sepulcro os será un refugio impenetrable. Aquí no corréis ningún riesgo de ser descubierta, y os aconsejo que permanezcáis tranquila dos o tres horas.

—¿Dos o tres horas? —exclamó sor Elena—. ¡Si permanezco una hora más en esta cripta me moriré de miedo! Ni todos los tesoros del mundo me convencerían para soportar de nuevo lo que he sufrido desde que he entrado en este lugar. ¡Virgen bendita! Estar en este sitio melancólico en plena noche, rodeada por los cadáveres polvorientos de mis difuntas compañeras, y esperar a cada instante ser destrozada por sus espectros que vagan a mi alrededor, y lloran, y gimen, y se lamentan con acentos que me hielan la sangre... ¡Jesucristo! ¡Me harán enloquecer!

—Excusadme —replicó Lorenzo— si me sorprendo de que mientras estáis amenazada por peligros reales seáis capaz de rendiros ante peligros imaginarios. Estos terrores son pueriles y sin fundamento. Desechadlos, santa hermana. He prometido defenderos de los alborotadores, pero contra los ataques de la superstición debéis valeros por vos misma. La idea de los espectros es ridícula en extremo. Y si seguís dejándoos llevar por quiméricos terrores...

—¿Quiméricos? —exclamaron las monjas al unísono—. ¡Pero si nosotras mismas lo hemos oído, señor! ¡Todas lo hemos oído! Era algo que se repetía, y sonaba cada vez más lastimero y profundo. Jamás nos convenceréis de que nos hemos equivocado todas. No, de ningún modo. De haber sido sólo rumores creados por la fantasía...

—¡Escuchad! ¡Escuchad! —interrumpió Virginia con voz aterrada—. ¡El Señor nos proteja! ¡Ya se oye otra vez!

Las monjas juntaron las manos, y cayeron de rodillas. Lorenzo miró en torno suyo con ansiedad, a punto de rendirse a los miedos que ya habían hecho presa en las mujeres. Reinaba un silencio universal. Examinó la cripta, pero no pudo ver nada. Se dispuso a interpelar a las monjas y reprocharles sus pueriles aprensiones, cuando le llamó la atención un gemido profundo, prolongado.

—¿Qué es eso? —inquirió, sobresaltado.

—¡Ved, señor! —dijo Elvira—. ¡Ahora podréis convenceros! ¡Vos mismo habéis oído ese lamento! Juzgad ahora si son imaginarios nuestros terrores. Desde que estamos aquí, esos gemidos se vienen repitiendo casi cada cinco minutos. Indudablemente proceden de algún alma en pena que desea que se rece por ella para que salga del purgatorio. Pero ninguna de las que estamos aquí se atreve a preguntarle nada. En cuanto a mí, si viese una aparición, estoy segura de que me moriría del susto.

Acababa de decir esto, cuando se oyó un segundo gemido aún más claro. Las monjas se santiguaron y se apresuraron a repetir sus jaculatorias contra los malos espíritus. Lorenzo escuchó con atención. Le pareció incluso que podía distinguir sonidos como si hablasen entre lamentos. Pero la distancia los volvía ininteligibles. El rumor parecía provenir del centro de la cripta en la que se encontraban él y las monjas, y de la que salían multitud de pasadizos en distintas direcciones, a modo de una estrella. La curiosidad de Lorenzo, siempre despierta, le espoleó a desentrañar el misterio. Pidió que guardasen silencio. Las monjas obedecieron. Callaron todas, hasta que la quietud volvió a ser turbada por el lamento, que se repitió varias veces sucesivamente. Notó que se hacía más audible, a medida que avanzaba siguiendo el rumor, hasta que llegó al altar de Santa Clara.

—El sonido viene de aquí —dijo Lorenzo—. ¿De quién es esta imagen?

Elena, a quien había sido dirigida la pregunta, calló un momento. De pronto, juntó las manos.

—¡Sí! —exclamó—. Eso debe de ser. He descubierto el significado de esos gemidos.

Las monjas la rodearon, y le pidieron ansiosamente que se explicase. Ella contestó gravemente que, desde tiempo inmemorial, la imagen había tenido fama de hacer milagros. De aquí infería ella que la santa se sentía afectada por el incendio del convento que ella protegía, y expresaba su pesar con audibles lamentaciones. Lorenzo, que no tenía la misma fe en la milagrosa santa, no consideró tan satisfactoria la solución del misterio como las monjas, que la suscribieron sin vacilación. En un punto, es cierto, sí coincidía con Elena. Sospechaba que los gemidos provenían de la imagen: cuanto más escuchaba, más se reafirmaba en esta idea. Se acercó a la imagen con el fin de examinarla más de cerca. Pero al ver su intención, las monjas le suplicaron por el amor de Dios que no lo hiciese, ya que si tocaba la estatua su muerte sería inevitable.

—¿Y en qué consiste el peligro? —inquirió.

—¡Madre de Dios! ¿En qué? —replicó Elena, deseosa siempre de contar alguna milagrosa aventura—. ¡Si hubieseis oído la centésima parte de las maravillosas historias concernientes a esta imagen, que la superiora solía contar! Nos aseguraba una y otra vez que como nos atreviéramos a poner en ella un dedo tan sólo, podíamos esperar las más fatales consecuencias. Entre otras cosas, nos dijo que una noche entró en esta cripta un ladrón, el cual reparó en un rubí de inestimable valor. ¿Lo veis, señor? Le brilla en el tercer dedo de la mano que sostiene la corona de espinas. Esta joya excitó naturalmente la codicia del villano. Decidió apoderarse de ella. Con ese fin subió al pedestal. Se cogió al brazo derecho de la santa para sostenerse, y alargó la mano hacia el anillo. ¡Cuál no sería su sorpresa, cuando vio que la estatua alzaba la mano en actitud de amenaza, y oyó de sus labios pronunciar su eterna perdición! Sobrecogido de miedo y consternación, desistió de su intento y se dispuso a abandonar el sepulcro. Pero en esto también fracasó. No pudo huir. Le fue imposible separar la mano con que sujetaba al brazo derecho de la estatua. En vano forcejeó. Se quedó prendido a la imagen, hasta que una angustia insoportable y febril le recorrió las venas y le impulsó a gritar pidiendo auxilio. El sepulcro se llenó de espectadores. El villano confesó su sacrilegio, y sólo fue posible librarle cortándole la mano. Desde entonces, esa mano ha permanecido pegada a la imagen. El ladrón se volvió ermitaño, y a partir de entonces llevó una vida ejemplar. Pero se cumplió el decreto de la santa, y dice la tradición que aún sigue ese hombre rondando por este sepulcro e implorando el perdón de Santa Clara con gemidos y lamentaciones. Y ahora que pienso en ello, los gemidos que hemos oído bien pueden haber sido proferidos por el espíritu del pecador. Pero no estoy muy segura. Todo lo que puedo decir es que desde entonces nadie se ha atrevido a tocar la imagen. ¡De modo que no seáis temerario, buen señor! Por el amor del cielo, desistid de vuestro propósito, y no os expongáis innecesariamente a una muerte cierta.

Poco convencido de que fuese tan cierta su muerte como Elena parecía creer, Lorenzo persistió en su resolución. Las monjas le suplicaron que renunciase en términos lastimeros, e incluso le señalaron la mano del ladrón, que efectivamente, aún se veía sobre el brazo de la imagen. Esta prueba, imaginaban, le convencería. Muy lejos de suceder así, se escandalizaron enormemente cuando él manifestó su sospecha de que aquellos dedos secos y arrugados habían sido puestos por orden de la priora. A pesar de sus súplicas y amenazas, se acercó a la estatua, saltó la verja de hierro que la protegía y sometió a la santa a un detenido reconocimiento. Al principio, la imagen parecía de piedra, pero tras una atenta inspección, resultó no estar hecha de otro material que madera policromada. La empujó y trató de moverla. Pero parecía formar una sola pieza con la base sobre la que se asentaba. La siguió estudiando una y otra vez. Sin embargo, no encontraba clave alguna que le llevase a la solución de este misterio, por el que las monjas se sentían ahora igualmente curiosas, al ver que tocaba la estatua con impunidad. Lorenzo se detuvo y escuchó: los gemidos se repetían a intervalos, y se convenció de que se hallaba en el lugar más próximo a ellos. Meditó sobre este hecho singular, y volvió a estudiar la estatua con ojos inquisitivos. De repente, se fijó en la mano arrugada. Le sorprendió que una advertencia tan particular no obedeciese a una razón para que no tocasen el brazo de la imagen. Volvió a subir al pedestal; examinó el objeto de su atención, y descubrió un pequeño botón de hierro oculto en el hombro de la santa, y que se suponía había sido la mano del ladrón. Este descubrimiento le animó. Aplicó sus dedos en el botón, y apretó con fuerza. Inmediatamente se oyó un ruido en el interior de la estatua, como si se soltase una cadena tensa. Sobresaltadas ante el ruido, las atemorizadas monjas retrocedieron, dispuestas a huir de la cripta al primer asomo de peligro. Al permanecer todo quieto y tranquilo, se agruparon de nuevo en torno a Lorenzo, y observaron con curiosidad.

Viendo que no ocurría nada tras este descubrimiento volvió a bajar. Al quitar la mano de la santa, ésta tembló, lo que provocó nuevos terrores en las espectadoras, que creyeron que la estatua cobraba vida. La idea de Lorenzo sobre el particular fue muy distinta. En seguida comprendió que el ruido que había oído había sido ocasionado al soltarse una cadena que sujetaba la imagen a su pedestal. Trató una vez más de moverla, y lo logró sin demasiado esfuerzo. La colocó en el suelo, y luego vio que el pedestal estaba hueco, y su abertura cerrada por una pesada reja de hierro.

Esto excitó tal curiosidad general, que las hermanas olvidaron sus peligros reales e imaginarios. Lorenzo procedió a levantar la reja, a lo que le ayudaron las monjas con todas sus fuerzas. Lo consiguieron sin mucha dificultad. Un profundo abismo se abrió ahora ante ellos, cuya densa oscuridad se esforzó el ojo en penetrar inútilmente. Los rayos de la lámpara eran demasiado débiles para que sirviesen de algo. No se distinguía nada, salvo un tramo de toscos escalones que se hundían en el abismo y se perdían inmediatamente en la negrura. Ya no se oían los gemidos. Pero todos estaban convencidos de que procedían de esta caverna. Al inclinarse sobre ella, a Lorenzo le pareció distinguir un apagado resplandor en la negrura. Miró atentamente hacia aquel punto, y tuvo la certeza de que era una luz que unas veces aumentaba y otras disminuía. Comunicó este detalle a las monjas. Estas captaron también el resplandor. Pero cuando les dijo su intención de descender a la caverna, todas se opusieron a tal idea. Sin embargo, sus protestas no lograron disuadirle. Ninguna tuvo el valor de acompañarle; por otra parte no consintió él en privarlas de la lámpara. Así que se dispuso a llevar a cabo su propósito solo y completamente a oscuras, mientras las monjas se contentaban con ofrecer plegarias por el éxito y seguridad de Lorenzo.

Los peldaños eran tan estrechos e irregulares que bajarlos era como descender por un precipicio. La oscuridad; que le envolvía hacía sus pasos inseguros. Se vio obligado a avanzar con gran precaución para no poner un pie en falso y caer en el abismo que se abría debajo de él. A punto estuvo de ocurrirle esto varias veces. Sin embargo, llegó a suelo firme antes de lo que había creído. Descubrió que la densa oscuridad y las impenetrables brumas que reinaban en la caverna le habían inducido a creerla mucho más profunda de lo que era en realidad. Llegó al pie de la escalera sin percance. Se detuvo, y miró en torno suyo, en busca del resplandor que antes le había llamado la atención. Pero no vio nada. Todo era completa tiniebla. Escuchó, por si oía gemidos. Pero su oído no captó ruido alguno, salvo el murmullo distante de las monjas, arriba, que rezaban en voz baja. Estaba indeciso, sin saber hacia qué lado dirigir sus pasos. Finalmente, decidió proseguir, pero despacio, temiendo alejarse del lugar que buscaba, en vez de aproximarse. Los gemidos parecían indicar que había alguien que sufría, o que al menos se hallaba en apuros, y esperaba poder aliviarle sus miserias. Una voz quejumbrosa sonó al fin, a no mucha distancia de donde estaba él. Se dirigió hacia allí animado. Se hacía más audible a medida que avanzaba; y no tardó en descubrir nuevamente el resplandor, que un muro saliente le había ocultado hasta ahora.

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