Authors: Matthew G. Lewis
Aquí concluyó Inés, y el marqués replicó a sus palabras en términos igualmente sinceros y afectuosos. Lorenzo manifestó su satisfacción ante la perspectiva de emparentar tan estrechamente con un hombre por el que siempre había sentido la más alta estima. La bula del papa había dispensado efectivamente a Inés de sus vínculos religiosos; por consiguiente, el matrimonio se celebró tan pronto como se hicieron los necesarios preparativos, pues el marqués deseaba que la ceremonia se celebrase con todo el esplendor y publicidad posibles. Cumplida ésta, y tras recibir la esposa los parabienes de todo Madrid, salió con su esposo hacia su castillo de Andalucía. Lorenzo les acompañó, así como la marquesa de Villa–Franca y su hermosa hija. No es necesario decir que Theodore formó parte de la comitiva, y que la alegría que le causó la boda de su amo fue indescriptible. Antes de la marcha, el marqués, para reparar en cierta medida su pasada negligencia, hizo indagaciones acerca de Elvira. Viendo que tanto ella como su hija habían recibido muchos servicios de Leonela y de Jacinta, mostró su respeto a la memoria de su cuñada haciendo a ambas mujeres valiosos presentes. Lorenzo siguió su ejemplo. Leonela se sintió sumamente halagada con las atenciones de nobles tan distinguidos, y Jacinta bendijo la hora en que su casa se pobló de apariciones.
Por su parte, Inés no dejó de recompensar a sus compañeras de convento. La valerosa madre Santa Úrsula, a quien debía su libertad, fue nombrada, a petición de Inés, superiora de las Damas de la Caridad, una de las mejores y más opulentas sociedades de toda España. Berta y Cornelia, no queriendo abandonar a su amiga, fueron designadas para desempeñar cargos muy principales en el mismo establecimiento. En cuanto a las monjas que habían ayudado a la superiora en la persecución de Inés, Camila, retenida en la cama por su enfermedad, había perecido en las llamas que habían arrasado el convento de Santa Clara. Mariana, Alix y Violante, así como otras dos, habían caído víctimas de la furia popular. Las otras tres que en el convento habían defendido la sentencia de la superiora, fueron severamente reprendidas y desterradas a casas religiosas de oscuras y distantes provincias. Allí languidecieron en espacio de unos años, avergonzadas de su anterior debilidad, y evitadas por sus compañeras, que las miraron con aversión y desdén.
Tampoco se consintió que la fidelidad de Flora quedase sin recompensa. Consultados sus deseos, declaró que estaba impaciente por volver a visitar su tierra natal. Así que se le procuró un pasaje para Cuba, adonde llegó sin novedad, cargada de regalos de Raimundo y de Lorenzo.
Cumplidas las deudas de gratitud, Inés quedó en libertad para proseguir su plan favorito. Alojados en la misma casa, Lorenzo y Virginia estaban juntos constantemente. Cuanto más la veía él, más convencido estaba de sus méritos. Por su parte, ella se esforzaba en complacerle, lo que era imposible que no consiguiese. Lorenzo contemplaba con admiración su hermosa persona, sus elegantes modales, sus innumerables talentos y su dulce disposición. Igualmente, se sentía muy halagado al notar su predisposición en favor suyo, cosa que ella no tenía habilidad suficiente para ocultar. Sin embargo, los sentimientos de Lorenzo no participaban de ese carácter ardiente que había distinguido su afecto por Antonia. La imagen de la amable y desventurada joven aún vivía en su corazón, y neutralizaba todos los esfuerzos de Virginia por desplazarla. Sin embargo, cuando el duque propuso que se celebrase formalmente el matrimonio que él deseaba, el sobrino rechazó el ofrecimiento. Las insistentes súplicas de sus amigos y los méritos de la dama vencieron la repugnancia a entablar un nuevo compromiso. Hizo la proposición al marqués de Villa–Franca, y éste le aceptó con alegría y gratitud. Virginia se convirtió en su esposa, y no le dio motivo para que se arrepintiese de la elección. Su estima por ella aumentó de día en día. Sus incesantes esfuerzos por complacerle no pudieron por menos de dar resultado. Su afecto adoptó colores más fuertes y cálidos. La imagen de Antonia se fue borrando gradualmente de su pecho; y Virginia se convirtió en la única dueña de su corazón, que bien merecía poseer de manera exclusiva.
El resto de sus vidas, Raimundo e Inés y Lorenzo y Virginia fueron tan felices como pueden serlo los mortales nacidos para el dolor y juguetes del desencanto. Los intensos sufrimientos que habían soportado les hicieron juzgar livianos los de la vida ordinaria. Habían sentido los dardos más afilados del carcaj de la desventura; los restantes parecían embotados en comparación. Después de resistir las tormentas más rigurosas del destino, consideraron con serenidad, sus terrores. Y si alguna vez sufrieron algún viento casual, les pareció tan suave como el céfiro que sopla blandamente sobre un mar de verano.
—He was a fell despightfull Friend:
Hell holds none worse in baleful bower below;
By pride, and wit, and rage, and rancor keened;
Of Man alike, if good or bad the Foe.
THOMSON
El día siguiente a la muerte de Antonia, todo Madrid fue escenario de consternación y estupor. Un arquero que había presenciado la aventura del sepulcro había relatado indiscretamente las circunstancias del asesinato, y había contado también quién era el asesino. El alboroto que desencadenó esta noticia entre los creyentes fue sin igual. La mayoría no lo creyó, y fue en persona a la abadía para confirmar el hecho. Ansiosos por evitar la vergüenza a la que la mala conducta del superior exponía a toda la comunidad, los monjes aseguraron a los visitantes que Ambrosio no podía recibirles como siempre simplemente por enfermedad. Este recurso fue infructuoso. Al repetir día tras día la misma excusa, la historia del arquero fue adquiriendo verosimilitud poco a poco. Sus partidarios le abandonaron. Nadie abrigó ya dudas de que era culpable; y los que antes le habían alabado con más ardor eran ahora los que más vociferaban condenándole.
Mientras se discutía en Madrid con la mayor aspereza su inocencia o su culpa, Ambrosio era presa de los tormentos de su conciencia criminal y de los terrores del castigo que se cernían sobre él. Cuando pensaba en qué altura se encontraba hacía poco, y lo universalmente respetado y honrado que había sido, en paz con todo el mundo y consigo mismo, apenas podía creer que fuese efectivamente el culpable cuyos crímenes y destino le hacían estremecer. Pero habían transcurrido algunas semanas desde que fuera puro y virtuoso, respetado por los más sabios y nobles de Madrid y venerado por el pueblo con un fervor que rayaba la idolatría. Ahora, se encontraba manchado con los pecados más abominables y monstruosos, era objeto de universal execración, prisionero del Santo Oficio, y probablemente estaba condenado a perecer bajo las torturas más severas. No podía esperar engañar a los jueces. Las pruebas de su culpa eran demasiado sólidas. El hecho de hallarse en el sepulcro a hora tardía, su confusión al ser descubierto, la daga que en su primera alarma había confesado haber ocultado, y la sangre de Antonia que había salpicado su hábito, le señalaban suficientemente como el asesino. Aguardaba con angustia el día del interrogatorio. No tenía nada que le consolase en su desdicha. La religión no podía inspirarle fortaleza. Si leía los libros de moral que habían puesto en sus manos, no veía en ellos otra cosa que la enormidad de sus delitos; si intentaba rezar, recordaba que no merecía la protección del Cielo, y juzgaba sus crímenes tan monstruosos, que anulaban incluso la infinita bondad de Dios. Pensaba que para cualquier otro pecador podía haber esperanza, pero que para él no había ninguna. Estremeciéndose ante su pasado, angustiado por el presente y asustado por el futuro; así pasó los pocos días previos al designado para su juicio.
Y llegó ese día. A las nueve de la mañana, se abrió la puerta de su celda y, entrando su carcelero, le ordenó que le siguiese. Le obedeció tembloroso. Fue conducido a un recinto espacioso, tapizado con paños negros. Ante la mesa había sentados tres hombres con expresión grave, también vestidos de negro. Uno de ellos era el Inquisidor General, a quien la importancia del caso había inducido a intervenir personalmente. En otra mesa más pequeña, a poca distancia, se hallaba sentado el secretario, provisto de todos los necesarios utensilios de escribir. Se le hizo seña a Ambrosio de que avanzase y tomase asiento en el extremo inferior de la mesa. Al mirar hacia abajo descubrió diversos instrumentos de hierro esparcidos por el suelo. Sus formas eran extrañas, pero su aprensión le hizo adivinar inmediatamente que se trataba de ingenios de tortura. Se puso pálido, y con mucha dificultad evitó caerse al suelo sin conocimiento.
Reinaba un profundo silencio, salvo cuando los inquisidores se susurraban misteriosamente algunas palabras. Transcurrió cerca de una hora, y a cada segundo los temores de Ambrosio se hacían más punzantes. Por último, una pequeña puerta, en el extremo opuesto a la entrada, chirrió pesadamente sobre sus goznes. Apareció un oficial, seguido inmediatamente de la hermosa Matilde. Los cabellos le caían en desorden. Tenía las mejillas pálidas y los ojos hundidos, y ojerosos. Dirigió una triste mirada a Ambrosio. Él le devolvió otra de aversión y reproche, La colocaron frente a él. Sonó tres veces una campanilla. Era la señal de apertura del juicio, y los inquisidores iniciaron su trabajo.
En estos juicios no se mencionan ni la acusación ni el nombre del acusado. A los acusados sólo se les pregunta si quieren confesar; si contestan que no tienen ningún crimen del que hacer confesión, son sometidos a tortura sin demora. Esto se repite a intervalos, tanto si los sospechosos se confiesan culpables como si se cansa y agota la perseverancia de los interrogadores. Pero sin un reconocimiento directo de su culpa, la Inquisición jamás pronuncia la sentencia final de sus prisioneros. En general, se permite que transcurra mucho tiempo antes de interrogarles. Pero el proceso de Ambrosio se había acelerado debido a un solemne Auto de Fe que iba a tener lugar a los pocos días, y en el cual los inquisidores pretendían incluir al culpable, dando así testimonio patente de su celo.
El abad no había sido acusado sólo de violación y homicidio: se le imputó además el crimen de brujería, así como a Matilde. A ésta la habían detenido como cómplice del asesinato de Antonia. Al registrar su celda, se encontraron varios instrumentos y libros sospechosos que justificaban la acusación de que se le hacía objeto. Para incriminar al monje, se presentó el espejo brillante que Matilde había dejado accidentalmente en la habitación de él. Las extrañas figuras que tenía grabadas atrajeron la atención de don Ramírez, cuando registraron la celda del abad. Así que se lo llevó consigo. Se lo mostró al Inquisidor General, el cual, tras examinarlo un rato, cogió una pequeña crucecita de oro que colgaba de su cíngulo y la depositó sobre el espejo. Instantáneamente se oyó un gran ruido semejante al estallido de un trueno, y el acero se quebró en mil pedazos. Esta circunstancia confirmó la sospecha de que el monje practicaba la magia. Incluso se supuso que su anterior influencia sobre los espíritus de las gentes se debía atribuir enteramente a la brujería.
Decididos a hacerle confesar no sólo los crímenes que había cometido, sino también aquellos de los que era inocente, los inquisidores iniciaron su interrogatorio. Aunque tenía miedo a las torturas, y más aún a una muerte que le arrojaría a los tormentos eternos, el abad proclamó su pureza con voz firme y decidida. Matilde siguió su ejemplo, aunque habló asustada y temblorosa. Tras haberle exhortado en vano a que confesase, los inquisidores ordenaron que se le sometiese a tortura. La orden fue ejecutada inmediatamente, y Ambrosio sufrió los más violentos dolores que jamás haya inventado la humana crueldad; sin embargo, es tan espantosa la muerte cuando la acompaña la culpa que tuvo la suficiente entereza para persistir en su negativa. En consecuencia, redoblaron sus agonías, y no le dejaron hasta que, vencido por el exceso de dolor, el desmayo le rescató de las manos de sus atormentadores.
Se ordenó que se sometiera a tortura a Matilde. Pero aterrada ante la visión de los sufrimientos del fraile, se le desmoronó totalmente el valor. Cayó de rodillas, confesó su comunicación con los espíritus infernales, y que había presenciado el asesinato de Antonia a manos de Ambrosio. En cuanto al crimen de brujería, se declaró la única culpable, siendo Ambrosio perfectamente inocente. Esta última declaración no fue creída. El abad había recobrado el conocimiento a tiempo de oír la confesión de su cómplice. Pero estaba muy débil por lo que había soportado para ser capaz esta vez de resistir nuevos suplicios. Se le mandó de nuevo a su celda, aunque primero se le informó de que, tan pronto como recobrase la fuerza suficiente, debía prepararse para una segunda sesión. Los inquisidores esperaban encontrarle esta vez menos endurecido y obstinado. A Matilde se le anunció que debía expiar su crimen en la hoguera del próximo Auto de Fe. Todas sus lágrimas y súplicas no pudieron valer para que le fuese mitigada su sentencia, y la sacaron a la fuerza de la sala del tribunal.
De nuevo en el calabozo, los sufrimientos corporales de Ambrosio fueron mucho más soportables que los de su espíritu. Sus miembros dislocados, sus uñas arrancadas de las manos y los pies, los dedos aplastados y rotos por la presión de los tornillos, eran sobrepasados con mucho por la angustia y la agitación de su alma y la vehemencia de sus terrores. Veía que, culpable o inocente, sus jueces estaban dispuestos a condenarle. Recordando lo que su negación le había costado, le aterraba la idea de que le sometiesen a suplicio otra vez, y casi se inclinaba a confesar sus crímenes. Pero pensó en las consecuencias de su confesión, y se sintió nuevamente indeciso. Su muerte, una muerte de lo más espantosa, sería inevitable: había escuchado la sentencia de Matilde, y no dudaba que le esperaba algo similar. Le estremeció la proximidad del Auto de Fe, la idea de morir en la hoguera, con lo que escaparía sólo de los tormentos transitorios para caer en otros más sutiles y duraderos. Con los ojos de la mente, contempló, aterrado, los espacios más allá de la tumba. No podía ocultársele cuán justamente debía temer la venganza del Cielo. En este laberinto de terrores, bien le habría gustado refugiarse en las tinieblas del ateísmo; bien le habría gustado negar la inmortalidad del alma y haberse convencido de que, una vez cerrados sus ojos, no volverían a abrirse más, aniquilándose al mismo tiempo el cuerpo y el alma. Pero incluso este recurso le estaba vedado; sus conocimientos eran demasiado amplios, y su entendimiento demasiado sólido y justo, para permitirle refugio en la falacia. No podía evitar sentir la existencia de Dios. Aquellas verdades que en otro tiempo fueron su consuelo, ahora se presentaban ante él con las luces más resplandecientes, pero sólo para arrastrarle a la locura. Destruían sus infundadas esperanzas de escapar al castigo; y disipados por el irresistible resplandor de la verdad y la convicción, los vapores engañosos de la filosofía se deshacían como un sueño.