El monje (51 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Con una angustia casi demasiado grande para un cuerpo mortal, esperó la hora de que le sometieran a suplicio otra vez. Se dedicó a trazar utópicos planes para escapar del castigo presente y futuro. Del primero no era posible; del segundo, la desesperación le hacía olvidar el único camino. Mientras la razón le obligaba a reconocer la existencia de Dios, la conciencia le hacía dudar de lo infinito de su bondad. No creía que un pecador como él pudiera encontrar misericordia. El no había sido arrastrado hacia el error: la ignorancia no le podía proporcionar ninguna excusa. Había visto el vicio en sus verdaderos colores. Antes de cometer aquellos crímenes, había medido escrupulosamente su peso; y no obstante, los había cometido.

—¿Perdón? —gritó, en un acceso de frenesí—. ¡Oh, no puede haber perdón para mí!

Convencido de esto, en vez de humillarse en penitencia, lamentar su culpa y dedicar las pocas horas que le quedaban a aplacar la ira del Cielo, se abandonaba a los transportes de una rabia desesperada. Sentía el castigo de sus crímenes; no el haberlos cometido. Y la angustia de su pecho se desahogaba en inútiles suspiros, vanas lamentaciones, blasfemias y desesperación. Tan pronto como los escasos rayos de luz que penetraban entre los barrotes de su ventana desaparecían gradualmente, y en su lugar brillaba el pálido resplandor de la lámpara, sentía redoblarse sus terrores, y sus ideas se volvían más tenebrosas, más solemnes, más desalentadas. Le asustaba la llegada del sueño: no bien cerraba los ojos, cansados de llorar y de velar, comenzaban a surgir ante ellos espantosas visiones en las que su mente se había demorado durante el día. Se veía a sí mismo en regiones sulfurosas y ardientes cavernas, rodeado de demonios designados para atormentarle, los cuales le sometían a diversas torturas, cada una de ellas más espantosa que la anterior. En medio de estos horrendos escenarios, vagaban los espectros de Elvira y de su hija. Ambos le acusaban de sus muertes, contaban los crímenes de Ambrosio a los demonios, y les instaban a infligir tormentos de crueldad aún más refinada. Tales eran los cuadros que flotaban ante sus ojos en sueños, y no se desvanecían hasta que el descanso se rompía con los excesos del dolor. Entonces se levantaba del suelo en el que se había tendido, con la frente bañada de un sudor frío y los ojos desorbitados y frenéticos; y sólo lograba cambiar la terrible certidumbre por conjeturas apenas más soportables. Paseaba por el calabozo con pasos desordenados. Miraba con terror la oscuridad que le rodeaba, y gritaba a menudo:

—¡Oh, qué espantosa es la noche para el culpable!

Estaba en ciernes el día de su segundo interrogatorio. Le habían obligado a beber cordiales, cuyas virtudes estaban calculadas para restituir las fuerzas corporales y permitirle soportar más tiempo el suplicio. La víspera del temido día, los miedos por lo que iba a ocurrir mañana no le dejaron dormir. Sus terrores eran tan violentos que casi le anularon los poderes mentales. Permaneció sentado como un estúpido junto a la mesa en la que ardía lúgubremente la lámpara. La desesperación le tenía reducidas las facultades a la idiotez, y durante varias horas fue incapaz de hablar, de moverse, e incluso de pensar.

—¡Alzad los ojos, Ambrosio! —dijo una voz cuyo acento le era muy familiar.

El monje se sobresaltó, y alzó sus ojos melancólicos. Matilde estaba ante él. Se había quitado el hábito religioso. Ahora llevaba un vestido femenino, a la vez elegante y espléndido: una multitud de diamantes centelleaban en su atuendo, y tenía el cabello ceñido por una corona de rosas. En su mano derecha llevaba un libro pequeño. Una animada expresión de alegría resplandecía en su semblante. Pero incluso ésta contenía una especie de imperiosa majestad que inspiró al monje gran temor, y reprimió en cierto modo sus transportes al verla.

—¿Vos aquí, Matilde? —exclamó al fin—. ¿Cómo habéis logrado entrar? ¿Dónde están vuestras cadenas? ¿Qué significa esta magnificencia, y el gozo que irradian vuestros ojos? ¿Se han ablandado vuestros jueces? ¿Hay alguna posibilidad de que escape yo? Contestadme, por compasión, y decidme qué debo esperar o temer.

—¡Ambrosio! —respondió con aire de autoritaria dignidad—. He burlado la furia de la Inquisición. Soy libre: en unos momentos habré puesto reinos entre esa mazmorra y yo. Sin embargo, he comprado mi libertad a un alto precio; ¡a un precio espantoso! ¿Os atrevéis a pagar lo mismo, Ambrosio? ¿Os atrevéis a salvar sin temor los límites que separan a los hombres de los ángeles...? Calláis... Me miráis con ojos de alarma y de recelo. Leo vuestros pensamientos, y os confieso que son justos. Sí, Ambrosio: lo he sacrificado todo por la vida y la libertad. ¡Ya no soy una aspirante al Cielo! He renunciado al servicio de Dios; me he alistado bajo las banderas de sus enemigos. Ya no puedo volverme atrás. Sin embargo, aunque pudiese, no lo haría. ¡Oh, amigo mío, en medio de qué suplicios iba a expirar! ¡Morir entre maldiciones y execraciones! ¡Sufrir los insultos de una chusma enfurecida! ¡Verme expuesta a todas las mortificaciones de la vergüenza y de la infamia! ¿Quién puede pensar sin horror en semejante destino? Dejad entonces que me alegre de mi cambio. He vendido una felicidad incierta y lejana por otra segura y presente. He preservado una vida que de otro modo habría perdido en la tortura. ¡Y he conseguido el poder de procurarme todas las dichas que pueden hacer la vida deliciosa! Los espíritus infernales me obedecen como su soberana. Con su ayuda, pasaré mis días en todos los refinamientos del lujo y la voluptuosidad. Gozaré sin limitación de los placeres de los sentidos. Saciaré toda pasión hasta la plenitud, ¡y luego ordenaré a mis siervos que inventen otras nuevas que revivan y estimulen mis hastiados apetitos! Voy, impaciente, a ejercer mi recién ganado dominio. Anhelo encontrarme en libertad. Nada me detendría un instante más en este recinto abominable, sino la esperanza de convenceros para que sigáis mi ejemplo. Ambrosio, os amo todavía. Nuestra mutua culpa y peligro os han hecho aún más querido a mis ojos, y me alegraría muchísimo salvaros de vuestra inminente destrucción. Decidíos, pues, por vuestro bien, y renunciad, a cambio de unos beneficios inmediatos y ciertos, a las esperanzas de una salvación difícil de obtener, y quizá completamente errónea. Desechad los prejuicios de las almas vulgares. ¡Abandonad a Dios, que os ha abandonado, y elevaos al plano de los seres superiores!

Calló, esperando la respuesta del monje. Éste se estremeció en el momento de hablar.

—¡Matilde! —dijo, tras un largo silencio, con voz baja e insegura—. ¿Qué precio habéis pagado por vuestra libertad?

Matilde contestó con firmeza e intrepidez:

—¡Ambrosio, he pagado mi alma!

—¡Desdichada, qué habéis hecho! ¡Dentro de pocos años, qué espantosos serán vuestros sufrimientos!

—¡Hombre débil, cuando pase esta noche, cuán espantosos serán los vuestros! ¿Recordáis los que habéis soportado ya? Mañana deberéis sufrir tormentos doblemente intensos. ¿Recordáis los horrores de las llamas? ¡Pasado mañana seréis una víctima más de la hoguera! ¿Qué será entonces de vos? ¿Aún os atrevéis a esperar vuestro perdón? ¿Aún os dejáis seducir por esas falsas visiones de salvación? ¡Pensad en vuestros crímenes! ¡Pensad en vuestra lujuria, en vuestro perjurio, inhumanidad e hipocresía! ¡Pensad en la sangre inocente que clama venganza ante el trono de Dios; y luego, pensad en la esperanza que podéis esperar! ¡Soñáis con el Cielo, suspiráis por la luz y los reinos de paz y placer! ¡Absurdo! Abrid los ojos, Ambrosio, y sed prudente. Vuestro destino es el Infierno. ¡Estáis destinado a la condenación eterna! Nada os espera al otro lado de la tumba, sino un abismo de llamas devoradoras. ¿Acaso queréis ir cuanto antes a ese abismo? ¿Queréis estrechar esa perdición en vuestros brazos antes de lo necesario? ¿Queréis zambulliros en esas llamas, cuando tenéis posibilidad de evitarlas todavía? Eso es una locura. No, no, Ambrosio. Dejaos aconsejar por mí. Comprad, con un instante de valor, la dicha de unos años. Gozad del presente, y olvidad lo que el futuro arrastra detrás.

—Matilde, vuestros consejos son peligrosos: no me atrevo, no quiero seguirlos. No puedo renunciar a mi derecho a la salvación. Mis crímenes son monstruosos. Pero Dios es misericordioso; así que no quiero desesperar del perdón.

—¿Ésa es vuestra decisión? Entonces no tengo nada más que decir. Corro al goce y la libertad, y os dejo a la muerte y los tormentos eternos.

—¡Aguardad un instante, Matilde! Vos mandáis a los demonios infernales; podéis obligarlos a abrir estas puertas. Podéis salvarme de estas cadenas que me agobian. ¡Salvadme, os lo suplico, y alejadme de esta morada abominable!

—Me pedís la única merced que mi poder no puede conceder. Me está prohibido ayudar a un religioso y partidario de Dios: renunciad a esos títulos, y ordenadme.

—No quiero entregar mi alma a la perdición.

—Persistís en vuestra obstinación; será hasta que os encontréis en la hoguera; entonces os arrepentiréis de vuestro error, y desearéis escapar cuando no tenga remedio. Os dejo... Sin embargo, antes de que llegue la hora de la muerte, la prudencia debería iluminaros, escuchad cómo podéis reparar esta falta presente. Os dejo este libro. Leed las cuatro primeras líneas a partir de la séptima página. El espíritu que habéis visto ya una vez se presentará inmediatamente ante vos. Si sois prudente, nos veremos de nuevo. Si no, ¡adiós para siempre!

Dejó caer el libro en el suelo. Una nube de fuego azul se enroscó alrededor de ella. Alzó la mano para despedirse de Ambrosio, y desapareció. Al disiparse súbitamente el momentáneo resplandor que las llamas difundieron en la mazmorra, pareció aumentar su natural oscuridad. La lámpara solitaria apenas daba luz suficiente para guiar al monje a una silla. Se dejó caer en su asiento, cruzó los brazos, y apoyando la cabeza sobre la mesa, se sumió en perplejas e inconexas reflexiones.

Aún se encontraba en esta actitud cuando se abrió la puerta sacándole de su estupor. Le llamaban a comparecer ante el Inquisidor General. Se levantó, y siguió a su carcelero con pasos doloridos. Le condujeron a la misma sala, le colocaron ante los mismos interrogadores, y le fue preguntado de nuevo si deseaba confesar. Contestó como la vez anterior, que no teniendo ningún crimen, no podía reconocer ninguno. Pero cuando los verdugos se disponían a someterle a suplicio, y recordó los que ya le habían infligido, su entereza flaqueó por completo. Olvidando las consecuencias, y deseoso sólo de escapar a los terrores del momento presente, hizo una amplia confesión. Reveló todas las circunstancias de su culpa y reconoció no sólo los crímenes que se le imputaban, sino aquellos de los que nunca se llegó a sospechar. Al interrogársele sobre la huida de Matilde, que había creado gran confusión, confesó que se había vendido a Satanás, y que su fuga se debía a un acto de brujería. Incluso aseguró a sus jueces que por su parte jamás había entrado en pactos con los espíritus infernales. Pero la amenaza de ser torturado le hizo declararse brujo y hereje, y cualquier otro título que los inquisidores quisieran atribuirle. Como resultado de esta confesión, su sentencia fue dictada inmediatamente. Se le ordenó que se preparase para morir en el Auto de Fe, el cual se celebraría a las doce de la noche. Se había elegido esta hora con idea de que el horror de las llamas, aumentado por la oscuridad de la noche, produjera un mayor efecto en el espíritu de la gente.

Dejaron a Ambrosio solo, más muerto que vivo, en su calabozo. El instante en que pronunciaron esta terrible sentencia estuvo a punto de resultar el de su disolución. Pensó en el día siguiente con desesperación, y sus terrores aumentaron a medida que se acercaba la medianoche. Unas veces se sumía en tenebroso silencio, otras, llevado de una pasión delirante, se retorcía las manos y maldecía la hora en que vio la luz por primera vez. En uno de esos momentos, sus ojos cayeron sobre el misterioso regalo de Matilde. Instantáneamente se le cortaron los arrebatos de furor. Se quedó mirando el libro fijamente. Lo cogió, pero inmediatamente lo arrojó lejos de sí con horror. Se puso a pasear nervioso por el calabozo; luego se detuvo, y clavó la mirada en el lugar donde había ido a parar el libro. Pensó que aquí, al menos, habría un remedio para el destino que tanto le asustaba. Se inclinó y lo cogió por segunda vez. Durante un rato permaneció indeciso y tembloroso: deseaba fervientemente probar el encantamiento, aunque temía sus consecuencias. El recuerdo de su sentencia le hizo vencer al fin su indecisión. Abrió el volumen; pero su agitación era tan grande que al principio buscó inútilmente la página que Matilde le había dicho. Avergonzado de sí mismo, apeló a todo el valor que le quedaba. Abrió por la página séptima. Empezó a leer en voz alta. Pero sus ojos se apartaban de cuando en cuando del libro y buscaban en torno suyo al espíritu que deseaba aunque temía ver. No obstante, persistió en su propósito; y con voz insegura y repetidas interrupciones, consiguió terminar las cuatro primeras líneas de la página.

Estaban en una lengua cuyo conocimiento le era totalmente ajeno. Apenas hubo pronunciado la última palabra, cuando los efectos del encantamiento se hicieron evidentes. Se oyó un sonoro estallido. La prisión se estremeció hasta sus cimientos. Un relámpago inundó de luz la celda; y un instante después, envuelto en un remolino sulfúreo, se apareció Lucifer ante él por segunda vez. Pero no fue igual que cuando lo invocó Matilde. En aquella ocasión, había adoptado la forma seráfica para engañar a Ambrosio. Ahora surgió con toda la fealdad que le correspondía desde su caída del cielo: sus miembros abrasados mostraban aún la huella de la fulminación del Todopoderoso; una oscuridad chamuscada se extendía por todo su cuerpo gigantesco; sus manos y sus pies estaban armados de largas garras; la furia relampagueaba en sus ojos, capaces de paralizar el corazón más esforzado; sobre sus hombros se cimbreaban dos enormes alas negras, y en lugar de cabellos tenía serpientes vivas que se retorcían alrededor de su frente emitiendo silbidos espantosos. En una mano llevaba un pergamino y en la otra una pluma de hierro. El relámpago seguía destellando a su alrededor, y el trueno, con repetidos estallidos, parecía anunciar la disolución de la naturaleza.

Aterrado ante esta aparición tan distinta de la que había esperado, Ambrosio se quedó mirando al Demonio, incapaz de proferir una palabra. Cesó el trueno: un silencio universal reinaba en la mazmorra.

—¿Para qué soy invocado aquí? —dijo el Demonio, con una voz que
las brumas sulfurosas habían empañado hasta la ronquera I.

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