El monje (23 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

A breath revives him, and a breath o'er–throws

POPE

Aquí concluyó el marqués el relato de sus aventuras. Lorenzo, antes de poder decidir su respuesta, reflexionó unos momentos. Por último, rompió el silencio.

—Raimundo —dijo, tomándole la mano—, el estricto honor me obligaría a lavar con vuestra sangre la mancha que habéis arrojado sobre mi familia. Pero las circunstancias de vuestro caso me impiden consideraros un enemigo. La tentación era demasiado grande para resistirla. Es la superstición de mi familia lo que ha causado estas desventuras, y son más culpables que vos y que Inés. No se puede anular lo que ha pasado entre los dos, pero podéis repararlo uniéndoos con mi hermana. Siempre habéis sido, y aún seguís siendo, mi más querido y hasta único amigo. Siento por Inés el más sincero afecto; y no hay nadie a quien yo podría entregar a mi hermana más gustosamente que a vos. Proseguid vuestro plan, Raimundo os acompañaré mañana por la noche, y yo mismo la llevaré a casa del cardenal. Mi presencia sancionará su conducta y evitará que incurra en culpa por huir del convento.

El marqués le dio las gracias en términos no poco efusivos. Luego, Lorenzo le informó que no tenía por qué esperar nada más de la enemistad de doña Rodolfa. Hacía ya cinco meses que, en un exceso de pasión, había sufrido una embolia y había expirado en el curso de unas horas. Luego pasó a contarle los intereses de Antonia. El marqués se quedó enormemente sorprendido al oír hablar de estos nuevos parientes. Su padre había alimentado su odio a Elvira hasta la tumba, y no llegó a hacer la más mínima alusión a la viuda de su hijo mayor. Don Raimundo aseguró a su amigo que no se equivocaba al suponerle dispuesto a reconocer a su cuñada y su amable hija. Los preparativos para el rapto le impedirían visitarlas al día siguiente. Pero, entretanto, pidió a Lorenzo que les asegurase su amistad y proporcionase a Elvira, en su nombre, cualquier suma que necesitase. Prometió hacerlo así el joven, tan pronto como conociese el lugar de su residencia. Luego se despidió de su futuro hermano y regresó al palacio de Medina.

Estaba ya a punto de romper el día, cuando el marqués se retiró a su aposento. Consciente de que su relato le iba a llevar varias horas, y deseando evitar interrupciones, había ordenado a sus asistentes, al llegar al palacio, que no le esperasen levantados. Por consiguiente, se quedó algo sorprendido cuando entró en su antecámara, al encontrar a Theodore instalado allí. El paje estaba sentado junto a una mesa, con una pluma en la mano, tan totalmente ocupado en su trabajo que no se dio cuenta de la entrada de su señor. El marqués se detuvo a observarle. Theodore escribió unas líneas, se paró y tachó parte de lo escrito. Luego siguió escribiendo, sonrió. Por último, dejó la pluma, saltó de la silla, y juntó las manos con alegría.

—¡Eso es! —exclamó—. ¡Ahora queda precioso!

Sus efusiones fueron interrumpidas por una carcajada del marqués, que sospechaba la naturaleza de su trabajo.

—¿Qué es lo que queda tan precioso, Theodore?

El joven se sobresaltó y miró a su alrededor. Se ruborizó, corrió a la mesa, cogió el papel y lo ocultó.

—¡Oh, mi señor! No sabía que estabais tan cerca de mí. ¿Debo serviros en algo? Lucas ya se ha ido a la cama.

—Yo seguiré su ejemplo cuando te haya dado mi opinión sobre tus versos.

—¿Mis versos, señor?

—Por supuesto, estoy seguro de que has estado escribiendo algunos, pues ninguna otra cosa podía haberte tenido despierto hasta la madrugada. ¿Dónde están, Theodore? Me gustaría ver tu composición.

Las mejillas de Theodore se encendieron aún más: deseaba ardientemente enseñar su poesía, pero antes le gustaba que le insistieran.

—A decir verdad, señor, no son dignos de vuestra atención.

—¿No lo son, cuando acabas de declarar que son preciosos? Vamos, vamos, Theodore, déjame ver si coinciden nuestras opiniones. Prometo que encontrarás en mí un crítico indulgente.

El joven sacó el papel con aparente desgana, pero la satisfacción que brillaba en sus ojos negros y expresivos delataban la vanidad de su pequeño pecho. El marqués sonrió al observar las emociones de un corazón hasta ahora poco adiestrado en ocultar sus sentimientos. Se sentó en un sofá. Theodore, con la esperanza y el temor luchando en su rostro anhelante, aguardó con inquietud la decisión de su señor, mientras el marqués leía con atención los siguientes versos:

EL AMOR Y LA VEJEZ

La noche era oscura; el viento, frío;

Anacreonte, malhumorado y viejo,

Junto al fuego, alimentaba la alegre llama;

De pronto se abre la puerta de su choza

Y he aquí a Cupido ante él,

Que le mira benévolo, y le saluda por su nombre.

«Vaya, ¿eres tú? —exclamó, en tono adusto el hombre temeroso, mientras la ira

Enrojecía sus arrugadas y pálidas mejillas—.

¿Querrías otra vez, de amorosa furia Inflamar mi pecho?

Endurecido por los años,

Joven vanidoso, tus flechas son débiles para traspasarlo ya.

»¿Qué buscas en este desierto lúgubre? Aquí no hay ya sonrisas ni alegrías.

Nunca estos valles presenciaron la dulce diversión,

El eterno invierno impera en la llanura,

La vejez, en mi casa, despóticamente reina,

Mi jardín está sin flores, mi pecho sin calor.

»Vete, busca la florida morada

Donde alguna virgen en sazón te solicite,

O envía sueños incitantes a rondar junto a su lecho.

Descansa sobre el amoroso pecho de Damon,

Juega en los labios rosados de Cloe,

O haz de su mejilla ruborosa una almohada para ti.

»¡Busca esas moradas; evita estas frías Regiones!

No pienses que, prudente y vieja,

Esta blanca cabeza podrá volver a soportar tu yugo.

Recordando que mis años más puros

Los marcaste tú con suspiros y lágrimas,

Tengo por falsa tu amistad, y evito la insidiosa trampa.

»Aún no he olvidado los dolores

Que sentí, entre las cadenas de Julia,

Y las ardientes llamas que en mi pecho ardían;

Las noches que pasé, privado de descanso,

El celoso dolor que torturó mi pecho;

Mi esperanza perdida, y mi pasión desdeñada.

»¡Huye, pues, y no maldigas más mis ojos!

¡Huye del umbral de mi apacible cabaña!

No te quiero un solo día, ni un instante, ni una hora.

Conozco tu falsedad, desprecio tus artes,

Desconfío de tu sonrisa y temo tus dardos.

¡Ve, traidor, y busca a otro a quien traicionar!»

«¿Acaso la edad, anciano, confunde tu ingenio?

—Replicó el ofendido dios, y arrugó el ceño.

(¡Su ceño dulce como una sonrisa de virgen!)—.

¿A mí me diriges esas palabras?

¿A mí, que te amo tanto, aunque

Desprecias mi amistad, e injurias pasados placeres?

»Si diste con una ninfa orgullosa,

Otras cien fueron amables;

Bien pudieron compensar sus sonrisas el ceño de Julia.

¡Así es el hombre! Su mano parcial Escribe los innumerables favores en la arena,

Y estampa en piedra la pequeña falta.

»¡Ingrato! ¿Quién te llevó a la onda,

A mediodía, donde Lesbia gustaba bañarse?

¿Quién te dijo el retiro donde Dafne descansaba?

¿Y quién cuando Celia pidió ayuda, Y pidió que la acallases con tus besos?

¿Di, oh falso Anacreonte, no fue el Amor?

»Entonces me llamabas: ¡Dulce joven!

¡Mi sola dicha! ¡Mi alegría!

¡Entonces me estimabas más que a tu alma!

Podías besarme y tenerme en tus rodillas,

¡Y jurar que ni el vino te gustaba

Si antes no tocó los labios del Amor la copa!

»No volverán ya esos dulces días.

¿Debo llorar para siempre tu pérdida,

Desterrado de tu corazón y sin tus favores?

¡Ah, no! Esa sonrisa disipa mis temores;

Ese pecho palpitante, esos brillantes ojos

Proclamaban que quieres y perdonas mis defectos.

»Otra vez querido, estimado, deseado,

En tus brazos estará pronto Cupido,

Retozará en tus rodillas, en tu pecho dormirá.

Mi ardor calentará tu corazón marchito,

Mi mano desarmará al pálido invierno,

La primavera y la juventud volverán a celebrar sus fiestas.»

Una pluma de dorado matiz,

Sonriendo, se arranca del ala;

El joven la entrega a la mano del poeta,

Y al punto, ante los ojos de Anacreonte,

Surgen los sueños más puros de la fantasía.

Y en torno a su cabeza una indómita inspiración revolotea.

Su pecho arde con amoroso fuego;

Ansioso coge la mágica lira;

Veloz, sobre las cuerdas templadas, mueve los dedos:

La pluma arrancada del ala de Cupido

Se desliza por el arco olvidado tanto tiempo,

Y Anacreonte canta la fuerza y la alabanza del Amor.

Tan pronto se oyó ese nombre, los bosques

Sacudieron sus nieves; las derretidas aguas

Rompieron la fría cadena, y el invierno se fue.

El blando céfiro sopló entre los retiros,

Y el sol glorioso ascendió, y derramó la luz del día.

Atraídos por los sones armoniosos,

Los sátiros y faunos rodearon la choza,

Se agruparon deseosos de ver al trovador.

Las ninfas del bosque, a comprobar su encanto

Ansiosas corren; escuchan, aman, Y al oír su melodía, olvidan que es anciano.

Cupido, que a nada constante atiende,

Inclinado sobre el arpa escucha,

O ahoga con un beso las notas más dulces,

O descansa en el pecho del poeta,

O prende rosas en sus blancos cabellos

O suspendido en doradas alas, gira en caprichosos círculos.

Y exclama Anacreonte: «Nunca más

En otro altar derramaré mis votos,

Ya que Cupido se digna inspirar mis números:

De Febo ni de la doncella de ojos azules

Pediré ayuda para mis versos,

Pues sólo el Amor será inspirador de mi lira.

»En orgulloso canto, entonaba yo las alabanzas

Del rey o el héroe de otros tiempos,

Y golpeaba la cuerda marcial con épico fuego.

¡Pero adiós, héroes! ¡Adiós, reyes!

Ya no contarán mis labios vuestra hazaña, o

Pues sólo el Amor será el motivo de mi lira».

El marqués le devolvió el papel con una sonrisa de aliento.

—Me gusta mucho tu pequeño poema —dijo—. Sin embargo, no debes tener en cuenta mi opinión. No soy crítico de poesía, y por lo que a mí se refiere, no he llegado a componer más de seis versos en toda mi vida, y produjeron tan mal efecto, que estoy absolutamente decidido a no escribir ninguno más. Pero me estoy apartando de lo que quería. Iba a decirte que no puedes emplear de peor manera tu tiempo que haciendo versos. Un autor, sea bueno o malo, o incluso las dos cosas, es un animal a quien todo el mundo se siente con derecho a atacar. Pues aunque no todos son capaces de escribir libros, todos se consideran capacitados para juzgarlos. Una mala composición lleva en sí mismo el castigo, el menosprecio y el ridículo. Una buena suscita la envidia, y atrae sobre su autor mil mortificaciones. Se ve hostigado por una crítica parcial y malhumorada: el uno encuentra defectos en la trama, el otro en el estilo, un tercero en el orden que se esfuerza por inculcar, y aquellos que no consiguen encontrar un defecto al libro, se dedican a estigmatizar a su autor. Sacan a la luz, maliciosamente, toda pequeña circunstancia que puede ridiculizar su carácter personal o su conducta, y tratan de herir al hombre, si no pueden herir al escritor. En suma, entrar en el mundo de los literatos es exponerse voluntariamente a los dardos de la desatención, el ridículo, la envidia y el desengaño. Ya escribas bien o mal, ten la seguridad de que no escaparás a la censura; pero en realidad, hay en ello un gran consuelo para el autor joven: recuerda que Lope de Vega y Calderón fueron víctimas de críticas injustas y envidiosas, y se considera modestamente en su misma situación. Pero comprendo que todas estas sabias observaciones no valen para ti. Escribir es una manía frente a la cual ninguna razón es suficientemente sólida; tan fácil sería convencerme a mí de que no ame, como a ti de que no escribas. Sin embargo, si no puedes evitar que de cuando en cuando te dé el ataque poético, toma al menos la precaución de no comunicar tus versos más que a aquellos cuya parcialidad respecto a ti te asegure su aprobación.

—Entonces, mi señor, ¿no juzgáis estos versos tolerables? —dijo Theodore con aire humilde y abatido.

—No me has entendido. Como he dicho antes, me han gustado mucho. Pero mi afecto por ti me hace ser parcial, y otros podrían juzgarlos menos favorablemente. Sin embargo, debo decir que aun mi predisposición en tu favor no me ciega hasta el punto de impedirme observar varios defectos. Por ejemplo, tienes una terrible confusión de metáforas; tiendes demasiado a poner la fuerza de tus versos en las palabras en vez de en el sentido. Algunos de los versos parecen introducidos sólo con el fin de hacerlos rimar con otros, y la mayor parte de las mejores ideas están tomadas de otros poetas, aunque posiblemente ni siquiera tú mismo te hayas dado cuenta. Esos defectos pueden excusarse ocasionalmente en una obra larga; pero un poema corto debe ser correcto y perfecto.

—Todo eso es cierto, señor; pero deberíais considerar que yo sólo escribo por placer.

—Vuestros defectos son los menos excusables. Se puede perdonar la incorrección de quienes escriben por dinero, que deben completar una tarea dada y se les paga de acuerdo con la cantidad, no con el valor (le sus producciones. Pero en aquellos a los que la necesidad no les empuja a ser autor, que escriben meramente por alcanzar fama y tienen todo el tiempo para pulir sus composiciones, los defectos son imperdonables, y merecen los dardos más afilados de la crítica.

El marqués se levantó del sofá. El paje pareció desanimado y melancólico, cosa que no escapó a la observación de su señor.

—Sin embargo —añadió sonriendo—, creo que estos versos no te desacreditan. Tu versificación es tolerablemente fácil y tu oído parece ajustado. La lectura de tu pequeño poema me ha gustado bastante en definitiva, y si no es pedirte demasiado favor, te agradecería mucho que me dieses una copia.

El semblante del joven se iluminó inmediatamente. No percibió la sonrisa medio de aprobación, medio irónica, que acompañó a esta petición, y prometió encantado hacerle la copia con la mayor prontitud. El marqués se retiró a su aposento, divertido ante el instantáneo efecto que había producido en la vanidad de Theodore, después de su crítica. Se echó en la cama. El cansancio se adueñó en seguida de él, y sus sueños le presentaron las más halagüeñas escenas de felicidad con Inés.

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