Authors: Matthew G. Lewis
Los campesinos cumplieron mi petición: me dejaron todos menos cuatro, que confeccionaron una litera con ramas y se dispusieron a trasladarme al pueblo vecino. Pregunté cuál era. Resultó ser Ratisbona. No podía creer que hubiese recorrido una distancia tan considerable en una sola noche. Les dije a los campesinos que a la una de esa misma madrugada había cruzado por el pueblo de Rosenwald. Menearon la cabeza con tristeza y se hicieron señas unos a otros de que debía de estar delirando. Me llevaron a una posada decente y me metieron en seguida en la cama. Llamaron a un médico, que logró encajarme el brazo. Luego examinó mis otras heridas, y dijo que no debía temer consecuencias de ninguna de ellas; pero me ordenó que permaneciese inmóvil y me
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resignase a una cura penosa y aburrida. Le contesté que si esperaba tenerme inmovilizado, se esforzase primero en procurarme alguna noticia de una dama que había abandonado Rosenwald la noche anterior en mi compañía, y que estaba conmigo en el instante en que se estrelló el coche. Sonrió, y se limitó a aconsejarme que me tranquilizase, a fin de que pudiese cuidar de mí de manera apropiada. Al marcharse, la posadera se encontró con él en la puerta de la habitación.
—El caballero no está en su sano juicio —oí que le decía en voz baja—. Es consecuencia natural de la caída que ha sufrido, pero pronto se repondrá...
Los campesinos regresaron uno tras otro a la posada, y me informaron de que no habían descubierto ningún rastro de mi infortunada dama. Mi inquietud se convirtió ahora en desesperación. Les supliqué que volvieran a buscarla en los términos más insistentes, doblando las promesas que les había hecho. Mi actitud frenética y atropellada confirmó a los presentes la idea de que deliraba. Dado que no había aparecido indicio alguno de la dama, creyeron que se trataba de una criatura fabricada por mi cerebro enfebrecido, y no hicieron caso de mis súplicas. Sin embargo, la posadera me aseguró que se haría una nueva investigación. Pero más tarde descubrí que me hizo esa promesa únicamente para tranquilizarme. No se dio un solo paso más en ese sentido.
Aunque mi equipaje se había quedado en Munich bajo la custodia de mi criado francés, como me disponía a emprender un largo viaje, mi bolsa estaba bien provista: además, mis ropas denotaban distinción, por lo que en la posada se me dispensaron todas las atenciones. Transcurrió el día sin que me llegase ninguna noticia de Inés. La ansiedad del temor dio paso ahora al desaliento. Dejé de hablar insistentemente de ella, y me sumí en un mar de melancólicas reflexiones. Al verme silencioso y tranquilo, mis cuidadores creyeron que había cedido mi delirio y que mi enfermedad había adquirido un sesgo favorable. De acuerdo con las órdenes del médico, tomé un preparado medicinal; y tan pronto como cayó la noche, se retiraron mis cuidadores y me dejaron descansar.
Pero en vano pretendí conciliar ese descanso. La agitación de mi pecho ahuyentaba el sueño. Mi mente inquieta, a pesar de la fatiga de mi cuerpo, siguió atormentándome hasta que el reloj de un campanario vecino dio la una. Tan pronto como escuché el sonido lúgubre y profundo y lo oí desvanecerse en el viento, un súbito escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me estremecí sin saber por qué; unas gotas frías se formaron en mi frente y se me erizaron los cabellos. De pronto, oí unos pasos lentos, pesados, que subían por la escalera. Me incorporé en la cama movido por un impulso involuntario y retiré la cortina. Una simple vela, sobre la chimenea, difundía un desmayado resplandor por el aposento de paredes cubiertas con tapices. Se abrió la puerta con violencia. Entró una figura, y se acercó a mi cama con pasos solemnes y medidos. Con temblorosa aprensión, examiné a la nocturna visitante. ¡Dios todopoderoso! ¡Era la Monja Sangrienta! ¡Era mi perdida compañera! Aún tenía el rostro velado, aunque no llevaba la lámpara y la daga. Se levantó el velo lentamente. ¡Ah, qué visión descubrieron mis ojos sobrecogidos! Ante mí tenía un cadáver animado. Su semblante era largo y macilento, exangües sus mejillas y sus labios, y todas sus facciones poseían la palidez de la muerte; los globos de sus ojos, clavados en mí, estaban apagados y vacíos.
La visión del espectro me produjo un horror imposible de describir; la sangre se me heló en las venas. Quise pedir auxilio, pero la voz se me ahogó antes de salirme de los labios. Mis nervios permanecieron impotentes, y mi cuerpo quedó en la inanimada actitud de una estatua.
La quimérica monja me miró durante unos minutos en silencio: había algo petrificante en su mirada. Por último, con una voz baja y sepulcral, pronunció las siguientes palabras:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! ¡Mientras la sangre corra por tus venas Seré tuya!
¡Serás mío!
¡Mío tu cuerpo! ¡Mía tu vida!...
Con el aliento cortado por el miedo, la oí repetir mis propias palabras. La aparición se sentó frente a mí, a los pies de la cama, y guardó silencio. Sus ojos se quedaron gravemente clavados en los míos; parecían dotados del poder de la serpiente cascabel, ya que en vano me esforzaba en apartar la mirada. Estaba fascinado, y no tenía fuerzas para desviar la vista de los ojos del espectro.
En esta actitud permaneció durante una hora larga sin hablar ni moverse; yo tampoco fui capaz de hacer nada. Finalmente, el reloj dio las dos. La aparición se levantó y se acercó al borde de la cama. Me cogió con sus dedos helados la mano que me colgaba exánime sobre el cobertor, y posando sus labios fríos sobre los míos, repitió otra vez:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! Etc.
Luego me soltó la mano, salió del aposento despacio, y la puerta se cerró tras ella. Hasta ese instante, las facultades de mi cuerpo habían estado en suspenso: sólo las de mi espíritu habían permanecido lúcidas. Ahora, el encanto se rompió. La sangre que se me había helado en las venas se agolpó en el corazón con violencia. Proferí un hondo gemido, y me desplomé exánime en la almohada.
La habitación contigua estaba separada de la mía tan sólo por un delgado tabique: la ocupaban el posadero y su mujer; el hombre se despertó ante mi gemido y entró precipitadamente en mi aposento. La posadera entró poco después. Con alguna dificultad, consiguieron devolverme el conocimiento, e inmediatamente mandaron llamar al médico, que llegó con toda diligencia. Declaró que me había aumentado muchísimo la fiebre, y que si seguía sufriendo una agitación tan violenta, no respondía de mi vida. Me administró una medicina que me tranquilizó un poco. Cuando ya despuntaba el día caí en una especie de sopor. Pero unas pesadillas espantosas impidieron que el sueño fuera realmente reparador. Inés y la Monja Sangrienta se alternaban en mi imaginación, y se combinaban para hostigarme y atormentarme. Me desperté calenturiento y cansado. Mi fiebre parecía haber aumentado muchísimo, en vez de disminuir; la agitación de mi espíritu impedía que mis huesos fracturados se soldasen; tuve frecuentes desvanecimientos, y en todo el día, el médico no juzgó prudente que me quedase a solas durante dos horas seguidas.
La singularidad de mi aventura me decidió a ocultarla de todos, ya que no podía esperar que tan extraña circunstancia fuese creída. Me sentí enormemente inquieto por Inés. No sabía qué habría pensado ella al no encontrarme en nuestra cita, y temía que recelase de mi fidelidad. Sin embargo, confiaba en la discreción de Theodore, y que mi carta a la baronesa la convenciese de la rectitud de mis intenciones. Estas consideraciones aliviaron algo mi preocupación por ella. Pero la impresión que había dejado en mi espíritu mi nocturna visitante se hacía más fuerte a cada momento. Se aproximaba la noche y me asustaba su llegada. Sin embargo, me esforcé en convencerme de que el fantasma no aparecería más; aunque por si acaso, pedí que viniese un criado a velar en mi aposento.
El cansancio de mi cuerpo, al no haber descansado la noche anterior, cooperó con los fuertes somníferos que me administraron, y me procuró el reposo que tanto necesitaba. Me sumí en un sueño profundo y tranquilo, y ya llevaba durmiendo horas, cuando el reloj vecino me despertó al dar nuevamente la una. Su sonido me trajo a la memoria todos los horrores de la noche anterior. Me sobrevino el mismo frío estremecimiento. Me incorporé en la cama, y vi al criado completamente dormido en una butaca cerca de mí. Le llamé por su nombre, pero no contestó. Le sacudí fuertemente el brazo, y traté en vano de despertarle: permaneció insensible a mis esfuerzos. Entonces, oí los pasos pesados que subían la escalera; se abrió la puerta de golpe, y la Monja Sangrienta apareció de nuevo ante mí. Una vez más, mis miembros quedaron paralizados. Una vez más, la oí repetir aquellas fatales palabras:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! Etc.
Y nuevamente se desarrolló la escena que tanto me había sobrecogido la víspera. Otra vez apretó el espectro sus labios contra los míos, otra vez me tocó con sus dedos putrefactos; y como en su primera aparición, abandonó el aposento tan pronto como dieron las dos.
Esto se repitió todas las noches. Lejos de acostumbrarme al fantasma, cada nueva visita me inspiraba un horror más grande. Su imagen me perseguía de continuo, y me convertí en presa de una habitual melancolía. La agitación constante de mi mente retrasó naturalmente mi restablecimiento. Transcurrieron varios meses antes de que yo pudiera abandonar la cama; y cuando por fin me trasladaron a un sofá, me sentía tan débil, abatido y extenuado, que no pude cruzar la habitación sin ayuda. Las miradas de mis cuidadores reflejaban bien evidentemente las escasas esperanzas que abrigaban de que me recuperase. La profunda tristeza que me oprimía hacía pensar al médico que era hipocondríaco. Por mi parte, oculté la causa de mi enfermedad en lo más hondo de mi pecho, ya que sabía que nadie podía aliviármela: el fantasma no era visible a otros ojos que los míos. Pedí a menudo a mis cuidadores que velasen en mi habitación, pero en el instante en que el reloj daba la una, un sueño irresistible les vencía, y no lo superaban hasta que el fantasma se marchaba.
Puede que os sorprenda que durante este tiempo no hiciera averiguaciones sobre vuestra hermana. Theodore, que había descubierto con dificultad mi paradero, había tranquilizado mis inquietudes por su seguridad: al mismo tiempo, me convenció de que todos los intentos de liberarla serían infructuosos mientras no estuviera en condiciones de regresar a España. Los detalles de su aventura, que ahora voy a relataros, llegaron a mi conocimiento en parte por Theodore, y en parte por la propia Inés.
La noche fatal en que debía llevar a cabo su rapto, un accidente le impidió abandonar su aposento a la hora acordada. Finalmente, se aventuró a salir de la habitación embrujada, descendió la escalera que conducía al salón, encontró las puertas abiertas como esperaba, y salió del castillo sin ser notada. ¡Cuál no fue su sorpresa al no encontrarme preparado para acogerla! Registró la caverna, recorrió todos los senderos del bosque vecino y pasó dos horas en infructuosa búsqueda. No consiguió descubrir rastro alguno, ni mío ni del carruaje. Alarmada y decepcionada, su único recurso fue regresar al castillo antes de que la baronesa la echase de menos. Pero aquí se encontró con una nueva dificultad. La campana había dado ya las dos: la hora del fantasma había pasado y el meticuloso portero había cerrado las puertas. Después de muchas vacilaciones, se aventuró a llamar suavemente. Por suerte para ella, Conrad aún estaba despierto: oyó el ruido y se levantó, renegando de que le llamasen por segunda vez. No bien hubo abierto una de las hojas y vio a la supuesta aparición aguardando a que la dejasen entrar, profirió un grito y cayó de rodillas. Inés aprovechó su terror, se deslizó ante él, corrió a su propio apartamento y, quitándose el atuendo del espectro, se metió en la cama esforzándose en vano por explicarse mi desaparición.
A todo esto, Theodore, que había visto alejarse mi coche con la falsa Inés, regresó gozoso al pueblo. A la mañana siguiente liberó a Cunegunda y la acompañó al castillo. Allí encontró al barón, su esposa y don Gastón discutiendo sobre el relato del portero. Todos ellos coincidían en creer en la existencia de los espectros. Pero este último proclamaba que era un comportamiento inaudito hasta entonces en un fantasma, eso de llamar a la puerta para que le dejasen entrar, y totalmente incompatible con la naturaleza in* material de un espíritu. Aún estaban discutiendo sobre esta cuestión, cuando apareció el paje con Cunegunda y aclaró el misterio. Al oír su exposición, estuvieron unánimemente de acuerdo en que la Inés que Theodore había visto subir en mi coche debía de ser la Monja Sangrienta, y que el fantasma que había aterrorizado a Conrad no era otro que la hija de don Gastón.
Pasada la primera sorpresa producida por este descubrimiento, la baronesa resolvió aprovechar la ocasión para persuadir a su sobrina para que tomase los hábitos. Temiendo que tan ventajoso acuerdo matrimonial para su hija indujese a don Gastón a renunciar a su decisión primera, destruyó mi carta y siguió presentándome como un aventurero desconocido y menesteroso. Una vanidad infantil me había llevado a ocultar mi verdadero nombre incluso a mi amada; quería ser amado por mí mismo, no por ser el hijo y heredero del marqués de las Cisternas. El resultado fue que nadie se enteró de mi alcurnia en el castillo, salvo la baronesa, que se tomó todos los cuidados para ocultar tal noticia en lo más hondo de su pecho. Después de aprobar los designios de su hermana, don Gastón mandó llamar a Inés. Se la acusó de haber maquinado su fuga, se la obligó a hacer una completa confesión, y se quedó maravillada ante la suavidad con que fue acogida. ¡Pero cuál no fue su aflicción, al informársele de que el fracaso de su proyecto debía atribuírseme a mí! Cunegunda, instruida por la baronesa, le dijo que cuando yo la liberé, había pedido que comunicase a su señora que nuestro compromiso había terminado; que todo el lance se debía a una falsa información, y que no convenía en absoluto a mis circunstancias casarme con una mujer sin esperanzas de herencia.
Mi súbita desaparición daba a esta explicación demasiados visos de verosimilitud. Theodore, que podía haber desmentido la historia, fue apartado de ella por orden de doña Rodolfa. Lo que confirmó aún más que yo era un impostor fue la llegada de una carta de vos mismo, en la que declarabais que no teníais ningún amigo llamado Alfonso de Alvarada. Estas pruebas aparentes de mi perfidia, acompañadas por las hábiles insinuaciones de vuestra tía, los halagos de Cunegunda y las amenazas y la ira de vuestro padre, vencieron enteramente la repugnancia de vuestra hermana a entrar en el convento. Indignada por mi comportamiento y disgustada con el mundo en general, accedió a tomar los hábitos. Pasó otro mes en el castillo de Lindenberg, durante el cual mi silencio la confirmó en su resolución, y luego acompañó a don Gastón a España. Theodore fue puesto entonces en libertad. Se dirigió apresuradamente a Munich, donde yo le había prometido dejarle noticias mías. Pero al saber por Lucas que yo no había llegado, prosiguió sus averiguaciones con incansable perseverancia, y finalmente consiguió localizarme en Ratisbona.