Authors: Matthew G. Lewis
Me encontraba tan desmejorado que le costó trabajo reconocer mi semblante. El visible dolor de su rostro atestiguaba suficientemente cuán vivo era el interés que sentía por mí. La compañía de este amable joven, a quien siempre he considerado más un compañero que un criado, fue ahora mi único consuelo. Su conversación era alegre aunque discreta, y sus observaciones agudas y divertidas. Sabía muchas más cosas de las que suele ser habitual a su edad; pero lo que le hacía más agradable para mí era su deliciosa voz y su aptitud para la música. Había adquirido cierto gusto en la poesía, e incluso se atrevía algunas veces a escribir versos. De cuando en cuando, componía pequeñas baladas en español, aunque debo confesar que sus composiciones eran regulares nada más; de todos modos, me resultaban agradables por su novedad, y oírselas cantar con su guitarra era la única distracción que me estaba permitida. Theodore se daba perfecta cuenta de que algo me obsesionaba. Pero dado que ocultaba mi preocupación ante él, el respeto le impedía entrometerse en mis asuntos.
Una tarde, me encontraba tendido en el sofá sumido en reflexiones nada agradables. Theodore se distraía observando desde la ventana una batalla entre dos postillones, que se peleaban en el patio de la posada.
—¡Ja! ¡Ja! —prorrumpió de repente—. ¡Allá va el Gran Mogol!
—¿Quién? —dije yo.
—No, un hombre que me dijo algo muy extraño en Munich.
—¿A propósito de qué?
—Ahora que me hacéis pensar en ello, señor, se trataba de una especie de mensaje para vos; pero en realidad no merecía la pena. Para mí que el sujeto está loco. Cuando fui a Munich en busca de vos, le encontré en la posada El Rey de los Romanos, y el posadero me dijo cosas muy extrañas sobre él. Por su acento parece que es extranjero, pero nadie sabe de qué país. Parecía no conocer a nadie en la ciudad; hablaba muy rara vez, y nadie le había visto sonreír. No tenía ni criados ni equipaje, pero su bolsa parecía bien provista, e hizo mucho bien en la ciudad. Unos suponían que se trataba de un astrólogo árabe; otros, de un cómico ambulante, y muchos declaraban que era el doctor Fausto, a quien el diablo había devuelto a Alemania. El posadero me dijo a mí, sin embargo, que se trataba del Gran Mogol, que iba de incógnito.
—¿Y las extrañas palabras, Theodore?
—Cierto, casi se me olvidan otra vez: aunque no se habría perdido gran cosa. Debéis saber, señor, que cuando le estaba preguntando al posadero sobre vos, pasó el extranjero. Se paró y me miró gravemente: «¡Joven! —dijo con voz solemne—, el hombre que buscáis ha encontrado lo que le habría gustado perder. Sólo mi mano puede sacar la sangre: decid a vuestro amo que me busque cuando el reloj dé la una».
—¿Cómo? —exclamé, saltando del sofá (las palabras que Theodore había repetido parecían dar a entender que el extranjero estaba en mi secreto)—. ¡Corre a buscarlo, muchacho! ¡Pídele que me conceda unos minutos!
Theodore se quedó sorprendido ante la viveza de mi reacción. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta, sino que se apresuró a obedecerme. Esperé su regreso con impaciencia. Pero había transcurrido un breve espacio de tiempo tan sólo, cuando apareció otra vez e hizo pasar al esperado desconocido a mi aposento. Era un hombre de presencia majestuosa: sus facciones estaban fuertemente acusadas, y sus ojos eran grandes, negros, centelleantes. Sin embargo, había algo en su mirada que en el momento en que le vi me inspiró un secreto temor, por no decir pavor. Iba vestido sencillamente, con el pelo sin empolvar, y una banda de terciopelo negro que le rodeaba la frente hacía aún más sombrías sus facciones. Su expresión reflejaba una profunda melancolía; su paso era lento, su ademán grave, majestuoso, solemne.
Me saludó con cortesía, y tras contestar a los usuales cumplidos de presentación, pidió a Theodore que abandonara el aposento. El paje, inmediatamente, se retiró.
—Estoy enterado de vuestro caso —dijo, sin darme tiempo de hablar—. Tengo poderes para libraros de vuestra visitante nocturna; pero no podrá ser hasta el domingo. A la hora en que se inicia el día del descanso, los espíritus de las tinieblas tienen muy escasa influencia sobre los mortales. Después del sábado, la monja no os volverá a visitar.
—¿Puedo preguntaros —dije— por qué medios habéis entrado en posesión de un secreto que yo he ocultado cuidadosamente a todo el mundo?
—¿Cómo puedo ignorar vuestra aflicción, cuando la causa está en este instante junto a vos?
Me sobresalté. El extranjero prosiguió:
—Aunque sólo se hace visible a vos una hora de cada veinticuatro, no os abandona ni de día ni de noche. Ni os abandonará hasta que le hayáis concedido lo que pide.
—¿Y qué es lo que pide?
—Eso debe explicároslo ella: yo lo ignoro. Aguardad con paciencia a la noche del sábado; entonces, todo quedará aclarado.
No me atreví a insistir más. Seguidamente, cambió de conversación, y habló de diversas cuestiones. Habló de gentes que habían dejado de existir hacía siglos, y a quienes no obstante parecía haber conocido personalmente. No podía yo citar un país, por distante que fuese, que él no hubiera visitado, ni podía admirar yo suficientemente la inmensidad y variedad de sus conocimientos. Le comenté que haber viajado, visto, y conocido tanto, tuvo que producirle infinito placer. Pero negó con la cabeza tristemente.
—¡Nadie —replicó— sería capaz de comprender la miseria de mi suerte! El destino me obliga a estar en constante movimiento: no se me permite pasar más de quince días en el mismo lugar. No tengo a ningún amigo en el mundo, y desde que empezó mi vida errabunda no he podido hacer ninguno. Ya desearía yo dejar esta existencia miserable, pues envidio a los que gozan de la paz de la sepultura. Pero la muerte me esquiva y huye de mi abrazo. En vano me arrojo al camino del peligro y me sumerjo en el océano; las olas me devuelven con repugnancia a la playa. Me precipito en el fuego, y las llamas retroceden ante mí. Me enfrento a la furia de los bandidos, y sus espadas se embotan y se parten sobre mi pecho. El tigre hambriento se estremece al acercárseme, y el aligator huye de un monstruo más horrible que él mismo. ¡Dios me ha marcado con un sello, y todas sus criaturas respetan esta marca fatal!
Se llevó la mano al terciopelo que ceñía su frente. Había en sus ojos una expresión de furia, desesperación y malevolencia que me llenó de alarma y de terror. Una convulsión involuntaria me hizo estremecer. El extranjero se dio cuenta.
—Ésta es la maldición que pesa sobre mí —continuó—. Estoy condenado a inspirar el horror y la repugnancia a todo el que me mira. Vos sentís ya el influjo de ese encanto, y cada instante que pase lo sentiréis más. No aumentaré vuestros sufrimientos con mi presencia. Adiós, hasta el sábado. En cuanto el reloj dé las doce, esperadme en la puerta de vuestro aposento.
Dicho esto, se marchó, dejándome sumido en el asombro, ante el misterioso giro de su actitud y conversación.
Sus seguridades de que pronto me vería libre de las visitas de la aparición, produjeron en mi constitución un efecto beneficioso. Theodore, a quien trataba más bien como a un hijo adoptivo que como a un criado, se sorprendió a su regreso al observar el cambio de mi aspecto. Se congratuló de este síntoma de recuperación, y declaró que se alegraba de que hubiese sacado tanto beneficio de mi conferencia con aquel personaje. Al hacer averiguaciones, me enteré de que el extranjero llevaba ocho días en Ratisbona; según sus propias palabras, pues, sólo permanecería seis días más. Aún faltaban tres para el sábado. ¡Oh! ¡Con qué impaciencia esperé su llegada! Entretanto, la Monja Sangrienta siguió con sus visitas nocturnas. Pero esperando verme liberado de ella totalmente, los efectos que ejercían en mí se hicieron menos violentos que antes.
Llegó la noche deseada. Para evitar sospechas, me retiré a la cama a mi hora habitual. Pero tan pronto como mis cuidadores me hubieron dejado, me vestí otra vez y me dispuse a recibir al extranjero. Entró en mi habitación al filo de la medianoche. Traía en la mano un cofrecillo que colocó cerca de la estufa. Me saludó sin hablar. Yo le devolví el saludo, observando el mismo silencio. Seguidamente abrió el cofrecillo. Lo primero que sacó fue un pequeño crucifijo de madera: se arrodilló, lo contempló tristemente, y alzó los ojos hacia el cielo. Pareció rezar con fervor. Por último, inclinó la cabeza respetuosamente, besó el crucifijo tres veces y se incorporó otra vez. A continuación, sacó del cofrecillo una copa con tapadera. Con el licor que contenía, y que parecía sangre, asperjó el suelo; y sumergiendo en él un extremo del crucifijo, trazó un círculo en medio de la habitación. A su alrededor colocó diversas reliquias, cráneos, huesos, etc. Observé que las disponía todas en forma de cruz. Finalmente sacó una gruesa Biblia y me indicó con una mirada que entrase con él en el círculo. Obedecí.
—¡Cuidad de no pronunciar una palabra! —susurró el extranjero—. ¡No salgáis del círculo, y si en algo os estimáis, no os atreváis a mirarme a la cara!
Con el crucifijo en una mano y la Biblia en la otra, pareció leer con profunda atención. El reloj dio la una. Como siempre, oí los pasos del espectro en la escalera. Pero no experimenté el acostumbrado estremecimiento. Esperé con confianza a que se acercase. Entró en la habitación, se aproximó al círculo y se detuvo. El extranjero murmuró unas palabras ininteligibles para mí. Luego, alzando la cabeza del libro y extendiendo el crucifijo hacia el fantasma, exclamó con voz clara y solemne:
—¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Beatriz!
—¿Qué quieres tú? —contestó la aparición en un tono profundo y vacilante.
—¿Qué turba tu sueño? ¿Por qué afliges y torturas a este joven? ¿Cómo podemos devolver el descanso a tu espíritu desasosegado?
—¡No me atrevo a decirlo! ¡No debo decirlo! ¡Desearía descansar en mi tumba, pero severas órdenes me obligan a prolongar mi penitencia!
—¿Conoces tú esta sangre? ¿Sabes en qué venas corrió? ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡En su nombre, te ordeno que me respondas!
—No puedo desobedecer a mis señores.
—¿Te atreves a desobedecerme a mí?
Habló en un tono imperioso y se quitó la banda negra de la frente. A pesar de su advertencia, mi curiosidad no me dejó mantener los ojos apartados de su rostro. Alcé la vista y vi una cruz de fuego impresa en su frente. No puedo describir el horror que me inspiró, ¡pero jamás he sentido otro igual! Los sentidos me abandonaron durante unos momentos, un misterioso temor dominó mi ánimo, y de no cogerme la mano el exorcista, me habría desplomado fuera del círculo.
Cuando me recobré, vi que la cruz ardiente había producido un efecto no menos violento en el espectro. Su actitud denotaba reverencia y horror, y sus quiméricos miembros temblaban de miedo.
—¡Sí! —dijo ella al fin—. ¡Tiemblo ante esa marca! ¡La respeto! ¡Os obedezco! Sabed, entonces, que mis huesos permanecen aún sin sepultura. Se pudren en la oscuridad de la Cueva de Lindenberg. Nadie más que este joven tiene el derecho de devolverlos a la tierra. Sus labios me han entregado su cuerpo y su alma. Jamás le devolveré su promesa, jamás le concederé una noche sin terror, a menos que prometa recoger mis huesos deshechos y los deposite en la cripta familiar de su castillo de Andalucía. Entonces tendrá que ofrecer treinta misas por el descanso de mi espíritu; hecho eso, no volveré a turbar este mundo. ¡Ahora, dejadme marchar! ¡Esas llamas me abrasan!
—Don Raimundo, habéis oído las condiciones para vuestro descanso. Cosa vuestra es cumplirlas al pie de la letra. En cuanto a mí, no me queda más que aclararos la oscuridad que aún envuelve la historia del espectro, e informaros de que, en vida, Beatriz llevaba el apellido de
las Cisternas.
Fue tía abuela de vuestro abuelo. Atendiendo a vuestro parentesco, sus cenizas exigen respeto de vos, aunque la enormidad de sus crímenes provoquen vuestra aversión. Nadie más que yo podría explicaros la naturaleza de esos crímenes. Conocí perfectamente al hombre santo que acabó con sus alborotos nocturnos en el castillo de Lindenberg, y oí este relato de sus propios labios.
»Beatriz de las Cisternas profesó a temprana edad, no por propia decisión, sino por expreso deseo de sus padres. Entonces era demasiado joven para echar de menos los placeres de los que le privaba su profesión. Pero tan pronto como empezó a manifestarse su temperamento ardiente y voluptuoso, se abandonó plenamente al impulso de sus pasiones, dispuesta a aprovechar la primera ocasión para satisfacerlas. Finalmente se presentó esta oportunidad, tras muchos obstáculos que sólo añadieron renovada fuerza a sus deseos. Consiguió fugarse del convento y huir a Alemania con el barón de Lindenberg. Vivió en este castillo varios meses como su concubina reconocida. Toda Baviera estaba escandalizada por su conducta impúdica y disipada. Sus festines competían en lujo con los de Cleopatra, y Lindenberg se convirtió en escenario de los más desenfrenados libertinajes. No satisfecha con ostentar la incontinencia de una prostituta, se proclamó atea: aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron para burlarse de sus votos monásticos, y ridiculizó las más sagradas ceremonias de la religión.
»Poseedora de un temperamento tan depravado, no limitó sus afectos durante mucho tiempo a un solo objeto. Poco después de su llegada al castillo, el hermano menor del barón atrajo su atención por sus rasgos acusados, su gigantesca estatura y miembros hercúleos. No era ella persona que guardase mucho tiempo en secreto sus inclinaciones. Pero encontró en Otto von Lindenberg a su igual en depravación. Éste correspondió a su pasión lo bastante como para aumentarla; y cuando alcanzó el grado deseado, le puso como precio a su amor la muerte de su hermano. La desdichada accedió a este horrible acuerdo. Acordaron perpetrar la acción una noche. Otto, que residía en una pequeña propiedad a escasas millas de distancia del castillo, prometió esperarla a la una de la madrugada en la Cueva de Lindenberg, traería consigo a un grupo de amigos escogidos, con cuya ayuda no dudaba poder adueñarse del castillo; y que el siguiente paso sería unir las manos de ambos. Fue esta última promesa la que venció todos los escrúpulos de Beatriz, ya que a pesar de su afecto hacia ella, el barón había declarado tajantemente que jamás la haría su esposa.
»Llegó la noche fatídica. El barón dormía en brazos de su pérfida amante, cuando la campana del castillo dio la una. Inmediatamente, Beatriz sacó una daga de debajo de la almohada y la hundió en el corazón de su amante. El barón profirió un gemido simple y espantoso, y expiró. La homicida abandonó el lecho inmediatamente, cogió la lámpara con una mano, y con la daga ensangrentada en la otra, se dirigió a la caverna. El portero no se atrevió a negarse a abrir las puertas a quien temían en el castillo más que al amo. Beatriz llegó a la Cueva de Lindenberg sin encontrar resistencia, donde de acuerdo con la promesa encontró a Otto esperándola. La recibió y escuchó su relato con arrobamiento. Poco antes de que ella tuviese tiempo de preguntar por qué no habían venido sus amigos, la convenció de que no deseaba tener testigos en esta entrevista. Deseoso de ocultar su participación en el asesinato y de librarse de una mujer cuyo temperamento violento y atroz le hacía temer con razón por su propia seguridad, había decidido hacerla enmudecer. Abalanzándose sobre ella súbitamente, le arrancó la daga de la mano; la enterró, todavía manchada con la sangre del hermano en el pecho, poniendo fin a su vida con repetidos golpes.