Authors: Matthew G. Lewis
Tan pronto como se hubo marchado, abandoné mi escondite. Temiendo alarmar a mi amada, me acerqué a ella con paso moderado, a fin de descubrirme poco a poco. Pero ¿quién puede engañar a los ojos del amor un solo instante? Alzó ella la cabeza al acercarme y me reconoció, a pesar de mi disfraz, con una simple mirada. Se levantó profiriendo una exclamación de sorpresa y trató de retirarse. Pero yo la seguí, la detuve y le rogué que me escuchase. Convencida de mi falsedad, se negó a prestar oídos y me ordenó que me fuese del jardín. Ahora me tocó a mí decir que no. Protesté que por peligrosas que fueran las consecuencias, no la dejaría hasta que hubiese oído mi justificación. Le aseguré que ella había sido engañada por los artificios de sus parientes; que yo podía convencerla, más allá de toda duda, de que mi pasión había sido pura y desinteresada; y le pregunté qué podía inducirme a buscarla en un convento, si obraba impulsado por los motivos egoístas que me atribuían mis enemigos.
Mis ruegos, mis argumentos y mi declaración firme de no dejarla ir hasta que hubiese prometido escucharme, junto con el temor de que las demás monjas me vieran con ella, su natural curiosidad y el afecto que aún sentía por mí a pesar de mi supuesta deserción, prevalecieron al fin. Me dijo que era imposible concederme lo que yo le pedía en ese momento. Pero prometió estar en el mismo lugar esa noche a las once, y hablar conmigo por última vez. Conseguida esta promesa, le solté la mano y huyó rápidamente al convento.
Comuniqué mi éxito a mi aliado, el viejo jardinero. Éste me indicó un escondite, donde podría permanecer hasta la noche sin temor a ser descubierto. Me dirigí allí a la hora en que tenía que haberme retirado con mi supuesto jefe, y esperé impaciente el momento de la cita. El frío de la noche estaba a mi favor, ya que mantenía a las demás monjas encerradas en sus celdas. Sólo Inés era insensible al rigor del aire, y antes de las once se reunió conmigo en el lugar de nuestra entrevista anterior. Libre de toda interrupción, le relaté la verdadera causa de mi desaparición la noche fatal del cinco de mayo. Dio muestras evidentes de haberle afectado mi relato. Cuando concluí, confesó la injusticia de sus recelos y se reprochó haber profesado por desesperación, ante mi ingratitud.
—¡Pero ahora es demasiado tarde para lamentarme! —añadió—; la suerte está echada: he pronunciado los votos y me he consagrado al servicio del cielo. Sé lo mal preparada que estoy para el convento. Mi repugnancia por la vida monástica aumenta de día en día: el aburrimiento y el descontento son mis constantes compañeros; y no os ocultaré que la pasión que sentí por el que tan cerca estuvo de ser mi compañero aún no se ha apagado del todo en mi pecho. ¡Pero debemos separarnos! ¡Una barrera insalvable nos separa, y en este lado de la tumba no debemos encontrarnos otra vez!
Ahora me esforcé en probarle que nuestra unión no era tan imposible como ella creía. Me jacté de la influencia del duque–cardenal de Lerma en la corte de Roma: le aseguré que conseguiría fácilmente la anulación de sus votos; y no dudaba que don Gastón coincidiría conmigo cuando le informase de mi verdadero nombre y mi afecto. Inés replicó que si alimentaba yo tal esperanza, es que conocía muy poco a su padre. Liberal y amable en todos los demás respectos, la superstición constituía la única mancha que ensombrecía su carácter. En este capítulo era inflexible: sacrificaba sus más caros intereses a sus escrúpulos, y consideraría una ofensa suponerle capaz de autorizar a que quebrantase sus votos hechos al cielo.
—Pero en caso... —dije, interrumpiéndola—, en caso de que él desaprobase nuestra unión, dejadle que ignore mi plan hasta que os haya rescatado de la prisión en la que estáis confinada ahora. En cuanto seáis mi esposa, estaréis libre de su autoridad. Yo no necesito ayuda económica ninguna; y cuando vea que su irritación no sirve de nada, sin duda os devolverá su favor. Pero suponiendo que ocurra lo peor, que don Gastón se muestre irreconciliable, mis progenitores competirán entre sí por haceros olvidar su pérdida, y encontraréis en mi padre el sustituto de aquel del que os habré privado.
—Don Raimundo —replicó Inés con firme y decidida voz—, amo a mi padre: él me ha tratado con dureza en este caso, pero he recibido de él tantas pruebas de su amor que su afecto se ha vuelto necesario para mi existencia. Si yo abandonase el convento, él no me lo perdonaría jamás; y no puedo pensar sin estremecerme que me maldijera en su lecho de muerte. Además, soy consciente de que mis votos son obligatorios: he contraído voluntariamente este compromiso con el cielo, y no puedo quebrantarlo sin cometer un crimen. Así que desterrad de vuestra mente la idea de unirnos alguna vez. Estoy consagrada a la religión; y aunque yo pueda lamentar nuestra separación, me opondría a lo que siento que me volvería culpable.
Me esforcé en refutar estos escrúpulos infundados. Aún estábamos discutiendo, cuando la campana del convento llamó a las monjas a maitines. Inés no tenía más remedio que asistir; pero yo no la dejé hasta que no me prometió que la noche siguiente estaría en el mismo lugar a la misma hora. Estos encuentros se prolongaron ininterrumpidamente varias semanas; y aquí, Lorenzo, es donde debo suplicaros vuestra indulgencia. Pensad en nuestra situación, en nuestra juventud y nuestro gran afecto: sopesad todas las circunstancias que concurrían en nuestras citas, y reconoceréis que la tentación debió de ser irresistible; me perdonaréis cuando os confiese que en un momento de impremeditación, Inés sacrificó su honor a mi pasión.
[Los ojos de Lorenzo centellearon de furia: un intenso rubor inundó su cara. Se levantó de su asiento y trató de sacar la espada. El marqués le vio el movimiento y le cogió la mano. Se la apretó afectuosamente.
—¡Amigo mío! ¡Hermano! ¡Escuchadme hasta el final!
Contened vuestra pasión hasta entonces, y convenceos al menos de que si lo que os he contado es criminal, la culpa debe caer sobre mí, y no sobre vuestra hermana.
Lorenzo se dejó convencer por las súplicas de don Raimundo. Recobró su asiento y escuchó el resto de la historia con expresión sombría e impaciente. El marqués prosiguió.]
Apenas había pasado mi primer estallido de pasión, cuando Inés, recobrándose, se apartó de mis brazos con horror. Me llamó seductor infame, me cubrió de los más amargos reproches y se golpeó el pecho con toda la violencia del delirio. Avergonzado de mi imprudencia, me fue difícil encontrar palabras para excusarme. Traté de consolarla; me arrojé a sus pies, y supliqué que me perdonase. Retiró la mano que yo le había cogido y deseaba besar.
—¡No me toquéis! —gritó con una violencia que me dejó aterrado—. ¡Monstruo de perfidia e ingratitud, cómo me he equivocado con vos! Yo os consideraba mi amigo y protector: me puse en vuestras manos con confianza, y fiada en vuestro honor, creí que el mío no corría ningún riesgo. ¡Y sois vos, a quien yo adoraba, quien me ha cubierto de infamia! ¡Vos quien me ha seducido para que quebrantase mis votos a Dios, y me ha reducido al más bajo nivel de mi sexo! ¡Avergonzaos, villano, pues no volveréis a verme más!
Se levantó del banco en el que estaba sentada. Traté de detenerla; pero ella se desasió con violencia y se refugió en el convento.
Me retiré lleno de confusión e inquietud. A la mañana siguiente, acudí como de costumbre al jardín; pero no vi a Inés. Por la noche, fui a esperarla al lugar donde solíamos vernos. No tuve más éxito. Transcurrieron varios días de la misma manera. Finalmente, vi cruzar el paseo a mi ofendida amada, en cuyo borde estaba yo trabajando. Iba acompañada de la misma joven pensionista, en cuyo brazo se apoyaba, obligada al parecer por la debilidad. Me miró un instante, e inmediatamente volvió la cabeza. Esperé su regreso; pero pasó hacia el convento sin prestarme ninguna atención a mí, ni a las miradas compungidas con que le imploraba perdón.
Tan pronto como las monjas se retiraron, el viejo jardinero se me acercó con el semblante pesaroso.
—Señor —dijo—, me apena deciros que no puedo seguir sirviéndoos. La dama a quien solíais ver acaba de asegurarme que si vuelvo a dejaros pasar al jardín revelará todo el asunto a la madre superiora. Me ha dicho también que vuestra presencia es un insulto, y que si aún poseéis el más mínimo respeto por ella, no intentaréis verla más. Excusadme, pues, por informaros que no puedo proteger más tiempo vuestro disfraz. De enterarse la priora de mi conducta, puede que no se contente con despedirme de su servicio. En venganza, podría acusarme de haber profanado el convento y hacer que me arrojen a las prisiones de la Inquisición.
Inútiles fueron mis intentos por disuadirle de su resolución. Me denegó todo futuro acceso al jardín, e Inés persistió en no verme ni hacerme llegar noticias suyas. Tras dos semanas de violenta enfermedad de mi padre me vi obligado a salir para Andalucía. Fui apresuradamente, y como imaginaba, encontré al marqués al borde de la muerte. Aunque a primera vista su afección fue considerada mortal, se prolongó varios meses; mis cuidados durante este tiempo y mi ocupación en ordenar sus negocios después de su fallecimiento, no me permitieron salir de Andalucía. Hace cuatro días que he regresado a Madrid, y al llegar a mi palacio, encontré esperándome esta carta.
[Aquí el marqués abrió un cajón de un escritorio. Sacó un papel doblado, que tendió a su interlocutor. Lorenzo lo abrió y reconoció la letra de su hermana. Su contenido era el siguiente:
“¡En qué abismo de miseria me habéis hundido! Raimundo, me obligáis a ser tan criminal como vos. Yo había decidido no volveros a ver nunca más, y olvidaros de ser posible; y si no, a recordaros con odio. Un ser por quien ya siento ternura de madre solicita de mí que perdone a mi seductor y suplique su amor para que me salve. Raimundo, vuestro hijo vive en mi seno. Me estremece pensar en la venganza de la priora; tiemblo por mí misma, pero más por la inocente criatura cuya existencia depende de la mía. Estamos perdidos los dos, si se llega a descubrir mi situación. Aconsejadme, pues, qué decisión debo tomar, pero no tratéis de verme. El jardinero, que se encargará de entregaros ésta ha sido despedido, y no podemos ya contar con él. El hombre que se ha contratado en su lugar es de una fidelidad incorruptible. El mejor medio de hacerme llegar vuestra respuesta es ocultándola bajo la gran estatua de San Francisco que hay en la catedral de los capuchinos. Voy allí a confesar todos los jueves, y puedo tener ocasión de recoger fácilmente vuestra carta. He oído que ahora estáis ausente de Madrid. ¿Debo suplicaros que me escribáis tan pronto como regreséis? Creo que no. ¡Ah! ¡Raimundo! ¡Qué situación tan cruel la mía! Engañada por los parientes, obligada a abrazar una profesión para cuyos deberes estoy mal preparada, aun consciente de su santidad, e inducida a violarlos por aquel de quien menos sospechaba que tuviera perfidia, ahora me veo obligada por las circunstancias a escoger entre la muerte y el perjurio. La timidez de la mujer y el afecto maternal no me permiten vacilar la elección. Siento toda la culpa en la que me he hundido, al acceder al plan que antes me habíais propuesto. La muerte de mi pobre padre, ocurrida después de nuestra entrevista, ha eliminado uno de los obstáculos. Ahora descansa en su tumba, y ya no temo su ira. Pero ¿quién me protegerá, oh, Raimundo, de la ira de Dios? ¿Quién puede protegerme de mi conciencia, de mí misma? No me atrevo a demorarme en estos pensamientos. Me harán enloquecer. He tomado una determinación: procurad una dispensa de mis votos; estoy dispuesta a huir con vos. ¡Escribidme, esposo mío! Decidme que la ausencia no ha matado vuestro amor, decidme que rescataréis de la muerte a vuestro hijo nonato y a su desventurada madre. Vivo sufriendo todas las agonías del terror. Todos los ojos que se fijan en mí me parece que leen mi secreto y mi vergüenza. ¡Y vos sois el causante de estas agonías! ¡Ah! ¡Cuando mi corazón os amó por primera vez, qué poco sospechaba que ibais a hacerle sufrir estos dolores!”
Inés
Tras leer la carta, Lorenzo la devolvió en silencio. El marqués la volvió a guardar en el escritorio, y luego prosiguió.]
Mi alegría fue indecible al leer estas noticias tan fervientemente deseadas, y tan poco esperadas. En seguida puse en marcha mi plan. Cuando don Gastón me descubrió el paradero de su hija, no dudé un momento que estaría dispuesta a abandonar el convento, así que había confiado el asunto al duque–cardenal de Lerma, que inmediatamente se ocupó de conseguir la bula necesaria. Afortunadamente, yo no le había pedido después que abandonase sus gestiones. Poco después recibí carta suya, notificándome que esperaba de un día para otro una orden de la corte de Roma. Yo me habría conformado con esto simplemente; pero el cardenal me escribió que debía buscar el medio de sacar a Inés del convento sin que la priora se enterase. No dudaba que ésta se irritaría muchísimo ante la pérdida de una persona de tan alta categoría social y consideraría la renuncia de Inés como una ofensa a su casa. La conceptuaba como una mujer de carácter violento y vengativo, capaz de llegar a los mayores extremos. Era de temer, por tanto, que intentase frustrar mis esperanzas encerrando a Inés en el convento e invalidando el mandato del Papa. Movido por esta consideración, decidí llevarme a mi amada y ocultarla hasta que llegase la esperada bula a los dominios del duque–cardenal. Aprobó él mi designio, y declaró que estaba dispuesto a dar protección a la fugitiva. A continuación hice detener secretamente al nuevo jardinero de Santa Clara y encerrarlo en mi palacio. Por este medio, me adueñé de la llave de la puerta del jardín, y ya no tuve otra cosa que hacer que preparar el rapto de Inés. Esto es lo que he hecho en la carta que vos me habéis visto entregar esta tarde. En ella le digo que yo estaré preparado para recogerla mañana a las doce de la noche, que he conseguido la llave del jardín y que puede confiar en una pronta liberación.
Ahora, Lorenzo, ya habéis oído todo mi largo relato. No tengo nada que decir en mi descargo, salvo que mis intenciones para con vuestra hermana han sido siempre las más honestas; que siempre ha sido mi deseo, y aún sigue siéndolo, hacerla mi esposa, y que confío, cuando consideréis estas circunstancias, nuestra juventud y nuestro afecto, en que no sólo perdonaréis nuestro impremeditado desliz, sino que me ayudaréis a reparar mi falta con Inés y asegurarme un legítimo título a su persona y su corazón.
O You! whom Vanity's light bark conveys
On Fame's mad voyage by the wind of praise, Whith what a shifting gale your course you ply, For ever sunk too low, or borne too high! Who pants for glory finds but short repose,