El monje (9 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

—Es lo que me temía —dijo—. No hay esperanza.

—¿No hay esperanza? —exclamaron los monjes al unísono—. ¿Que no hay esperanza, decís?

—Por los efectos tan inmediatos, sospechaba que le ha picado un cientipedoro: el veneno que veis en la lanceta confirma mi idea. No vivirá más de tres días.

—¿Y no puede haber remedio posible? —preguntó Rosario.

—Si no se le extrae el veneno, no tiene salvación; y para mí aún sigue siendo un secreto el modo de extraerlo. Todo lo que puedo hacer es aplicarle hierbas a la herida para aliviarle el dolor. El paciente recobrará los sentidos. Pero el veneno corromperá toda la masa de su sangre, y a los tres días dejará de existir.

Excesiva fue la universal aflicción al oír esta sentencia. Vendó Pablos la herida como había prometido, y luego se retiró, seguido de sus compañeros; sólo se quedó Rosario en la celda al habérsele asignado, a instancias suyas, el cuidado del abad. Ambrosio, sin fuerzas después de la violencia de sus esfuerzos, había caído en un profundo sopor. Tan completamente agotado estaba por el cansancio que apenas manifestaba signos de vida. Y aún se encontraba en este estado cuando regresaron los monjes para ver si se había operado algún cambio. Retiró Pablos la venda que cubría la herida, movido más por la curiosidad que por la esperanza de descubrir algún síntoma favorable. ¡Y cuál no fue su asombro, cuando descubrió que la inflamación había desaparecido completamente! Pinchó la mano: su lanceta salió limpia y sin mancha. No se veía señal alguna de veneno. Y de no apreciarse de manera visible el orificio, aún habría puesto en duda Pablos que hubiese existido herida de ninguna clase.

Comunicó la noticia a los hermanos: la alegría sólo fue comparable a la sorpresa. Este último sentimiento, sin embargo, lo disipó al explicar la circunstancia de acuerdo con sus propias ideas. Estaban convencidos de que su superior era un santo, y pensaban que nada más natural que el que San Francisco hubiera hecho un milagro en su favor. Esta opinión fue acogida unánimemente. Y la declararon tan ruidosamente, y vociferaron «¡Milagro! ¡Milagro!»con tanto fervor que no tardaron en turbar los sueños de Ambrosio.

Inmediatamente, los monjes se agruparon alrededor de su cama, y le expresaron su alegría ante la prodigiosa recuperación. Había recobrado completamente sus sentidos y no sentía nada, salvo una cierta languidez y debilidad. Pablos le administró una medicina tonificante y le aconsejó que guardase cama dos días. Luego se retiró, recomendando al paciente que no hablase demasiado, sino que procurase descansar. Los demás monjes siguieron su ejemplo, y el abad y Rosario se quedaron sin testigos.

Durante unos minutos, Ambrosio contempló a su acompañante con una mezcla de placer y aprensión. Ella estaba sentada en el borde de la cama, con la cabeza inclinada y cubierta como siempre con la cogulla del hábito.

—¿Aún estáis aquí, Matilde? —dijo el fraile al fin—. ¿No estáis satisfecha con haberme puesto en ocasión tan próxima a la muerte que nada sino un milagro ha podido salvarme de la tumba? ¡Ah!, sin duda ha sido el cielo quien ha enviado la serpiente para castigarme...

Matilde le interrumpió poniéndole una mano en los labios con gesto alegre.

—¡Chist, padre! ¡Chist! ¡No debéis hablar!

—Quien ha dado esa orden ignora las urgentes cuestiones que tengo que decir.

—Pero yo sí, y sin embargo, os doy la misma orden terminante. Me han encargado que os cuide, así que no debéis desobedecerme.

—¡Estáis de humor, Matilde!

—Puede que sí: acabo de tener un placer como jamás había tenido en la vida.

—¿Qué placer?

—Tengo que ocultarlo a todos, pero sobre todo a vos.

—¿Sobre todo a mí? Por favor, os lo ruego, Matilde...

—¡Chist, padre! ¡Chist! No debéis hablar. Pero puesto que no parecéis tener deseos de dormir, ¿permitís que procure entreteneros con mi arpa?

—¡Cómo! No tenía idea de que supierais música.

—¡Oh, soy muy mala tañedora! Pero puesto que os han prescrito silencio durante cuarenta y ocho horas, procuraré distraeros cuando estéis cansado de vuestras propias reflexiones. Voy a traer el arpa.

No tardó en regresar con ella.

—Bueno, padre; ¿qué queréis que cante? ¿Queréis oír la balada que trata del valeroso Durandarte, que murió en la famosa batalla de Roncesvalles?

—Como queráis, Matilde.

—¡Oh! ¡No me llaméis Matilde! ¡Llamadme Rosario, llamadme amigo! Son nombres que me gusta oír de vuestros labios. ¡Ahora escuchad!

Templó el arpa, y después ejecutó un preludio con tan exquisito gusto que reveló un perfecto dominio del instrumento. Tocó una tonada melodiosa y sentida. Al oírla, Ambrosio sintió que le desaparecía el desasosiego, y que una plácida melancolía inundaba su pecho. Súbitamente, Matilde cambió de aire: con mano firme y rápida arrancó unos acordes marciales, y luego cantó la siguiente balada en un tono a la vez sencillo y melodioso:

DURANDARTE Y BELERMA

Triste y terrible es la historia

De la batalla de Roncesvalles,

En aquellos fatales campos de gloria

Donde perecieron muy esforzados caballeros,

Allí cayó Durandarte; jamás

Verso alguno cantó a más noble capitán.

Antes que sus labios se cerrasen

Para siempre, así exclamó:

«¡Oh, Belerma! ¡Oh, amada mía!

¡Para mi dolor y dicha nacida!

Siete largos años te he servido,

Siete largos años gané tus desdenes.

»Y ahora que tu corazón ha respondido

A mis deseos, y arde como el mío,

El destino cruel, negándome la dicha,

Me manda renunciar a la esperanza.

»¡Ah! Aunque muero joven, créeme,

No me arranca la muerte esta queja;

¡Es perderte, es dejarte,

Lo que me hace duro morir!

»¡Oh, primo mío Montesinos!

Por la firme y querida amistad

Que hubo entre nosotros desde jóvenes,

¡Escuchad mi súplica postrera!

»Cuando mi alma, olvidando este cuerpo,

Busque ansiosa una atmósfera más pura,

Arrancad de mi pecho el corazón frío

Y entregadlo al cuidado de Belerma.

»Decidle que el dueño de mis tierras

La nombró en su último suspiro.

Decidle que mis labios la bendijeron

Antes que la muerte los sellara.

»Decidle, primo, cuán sinceramente

Dos veces por semana la adoraba.

Dos veces por semana, pedidle,

Que rece por quien la amó de esta manera.

»Montesinos, ya está cerca, ahora,

El instante que señala mi destino.

¡Mirad! ¡Mi brazo ha perdido su fuerza!

¡Mirad! ¡Se me cae mi fiel espada!

»¡Ojos que me visteis partir,

No me veréis ya más regresar!

¡Primo, contened esas lágrimas vuestras,

Y dejad que muera sobre vuestro pecho!

»Al cerrar mis ojos vuestra mano generosa,

Un favor más quiero imploraros:

Rezad por el descanso de mi alma

Cuando el corazón me deje de latir;

»Que Jesús, atendiendo aún,

Generoso, a la súplica de un cristiano,

Se digne aceptar mi espíritu

Y le conceda un lugar en el cielo.»

Así habló el valeroso Durandarte

Y su gran corazón partióse en dos.

Grande fue la alegría de los moros

Con la muerte del esforzado caballero.

Llorando amargamente, Montesinos

Quitóle el yelmo y la espada;

Llorando amargamente, Montesinos,

Cavó la sepultura de su primo.

Para cumplir su promesa

Le sacó del pecho el corazón

A fin de que Belerma, ¡desdichada!,

Recibiese su último legado.

Triste estaba el corazón de Montesinos,

Sentía el pecho desgarrado.

«¡Oh, primo mío Durandarte,

Qué desdicha la mía, ver tu muerte!

»De dulce donaire, de pura merced,

Carácter amable y fiero valor,

¡Guerrero más noble, más dulce, más bravo,

Jamás verá la luz!

»¡Ay primo mío! ¡Mis ojos te bañan!

¡Cómo te podré sobrevivir!

Durandarte, aquel que te mató

¿Por qué me deja a mí vivir?»

Mientras Matilde cantaba, Ambrosio escuchaba con deleite: jamás había oído voz más armoniosa, y se preguntaba cómo sones tan celestiales podían ser producidos por criaturas que no eran ángeles. Pero aunque se permitió el goce del oído, una simple mirada le convenció de que no debía fiarse del de la vista. La cantora estaba sentada a cierta distancia de su lecho. La actitud con que se inclinaba sobre su arpa era natural y graciosa. La cogulla se le había deslizado hacia atrás un poco más de lo habitual, dejando ver unos labios de coral, maduros, frescos y cálidos, y una barbilla cuyos hoyuelos parecían ocultar mil cupidos. La ancha manga de su hábito habría rozado las cuerdas del instrumento, pero ella había evitado la molestia subiéndosela por encima del codo; y de este modo vio Ambrosio que el brazo descubierto estaba dotado de la más perfecta simetría, y que la delicadeza de su piel podía haber competido en blancura con la nieve. Ambrosio no se atrevió a mirar más. Una ojeada le había bastado para convencerse de lo peligrosa que era la presencia de esta criatura seductora. Cerró los ojos, pero luchó en vano por borrarla de su pensamiento. Siguió viéndola allí, adornada con todas las prendas que su enfebrecida imaginación era capaz de forjar. Cada uno de los encantos que había visto se lo presentaba aún más hermoso, y los que habían permanecido ocultos, su imaginación los representaba con espléndidos colores. Sin embargo, aún estaban presentes en su memoria sus votos, así como la necesidad de mantenerlos. Luchó contra el deseo, y se estremeció al darse cuenta de lo profundo que era el abismo que tenía ante sí.

Matilde había dejado de cantar. Temiendo la influencia de sus encantos, Ambrosio siguió con los ojos cerrados y elevó sus plegarias a San Francisco para que le socorriese en tan peligroso trance. Matilde creyó que se había dormido. Se levantó, se acercó a la cama sigilosamente, y le observó con atención durante unos minutos.

—¡Se ha dormido! —dijo por fin en voz baja, aunque el abad la oyó perfectamente—. ¡Ahora puedo mirarle sin ofenderle! ¡Puedo mezclar mi aliento con el suyo; puedo extasiarme en su semblante sin que piense él que pueda haber impureza ni engaño! ¡Teme que le seduzca y le induzca a violar sus votos! ¡Oh! ¡Qué injusto! De querer yo excitar su deseo, ¿le ocultaría tan cuidadosamente mi semblante? Este semblante, del que le oigo a diario...

Se calló, y se sumió en sus propios pensamientos.

—¡Ayer mismo —prosiguió—, hace unas horas incluso, era querida por él! ¡Me estimaba, y mi corazón se sentía con ello satisfecho! ¡Ahora! ¡Oh, ahora, qué cruelmente ha cambiado mi situación! ¡Me mira con recelo! ¡Me pide que le deje para siempre! ¡Oh, tú, santo mío! ¡Ídolo mío! ¡Tú, que ocupas el segundo lugar en mi pecho, junto a Dios! Dentro de dos días, mi corazón quedará desvelado ante ti. ¡Si hubieras conocido mis sentimientos cuando presenciaba tu agonía! ¡Si hubieras sabido lo mucho que tus sufrimientos han hecho aumentar mi amor por ti! Pero ya llegará el momento en que te convenzas de que mi pasión es pura y desinteresada. ¡Entonces te compadecerás de mí, y sentirás el peso entero de estas amarguras!

Al decir esto, su voz se ahogó en un sollozo. Al inclinarse sobre él, le cayó una lágrima en su mejilla.

—¡Ah! ¡Le he molestado! —exclamó Matilde, y se retiró apresuradamente.

Su alarma fue infundada. No hay sueño más profundo que el de aquel que está decidido a no despertar. El fraile se hallaba en esta disposición de ánimo: aún parecía sumido en un descanso que cada minuto se volvía más difícil de disfrutar. La ardiente lágrima había infundido calor a su corazón.

«¡Cuánto afecto! ¡Cuánta pureza! —se dijo para sus adentros—. ¡Ah!, si mi pecho se conmueve de este modo por la compasión, ¿qué ocurriría si lo agitara el amor?»

Abandonó Matilde otra vez su asiento, y se retiró a cierta distancia de la cama. Ambrosio se aventuró a abrir los ojos, y a lanzarle una mirada temerosa. Vio que tenía la cara vuelta hacia el otro lado; su cabeza descansaba sobre el arpa en melancólica postura, y contemplaba el cuadro que colgaba frente al lecho.

—¡Feliz, feliz imagen! —exclamó, dirigiéndose a la hermosa Virgen—. ¡A ti es a quien él ofrece sus oraciones! ¡A ti a quien vuelve los ojos con admiración! Yo creía que aliviarías mis pesares, pero no has hecho sino aumentar su peso. Me has hecho comprender que de haberle conocido antes de pronunciar sus votos, Ambrosio y la felicidad habrían sido míos. ¡Con qué placer contempla él este cuadro! ¡Con qué fervor dirige su plegaria a esta imagen insensible! ¡Ah! ¿No podrían estar inspirados estos sentimientos suyos por algún genio amable y secreto, partidario de mi afecto? ¿No podría ser el instinto natural del hombre el que le instruye...? ¡Callad, vanas esperanzas! No alentéis una idea que empaña el esplendor de la virtud de Ambrosio. Es la religión y no la belleza la que atrae su admiración. No es ante la mujer, sino ante la deidad, ante quien él se arrodilla. ¡Ojalá dijese tan sólo que de no haber estado prometido ya a la iglesia no habría despreciado a Matilde! ¡Oh! ¡Dejadme al menos abrigar esta idea adorable! Quizá acceda a reconocer que siente por mí algo más que piedad, y que un afecto como el mío puede merecer reciprocidad. ¡Quizá lo reconozca así cuando yo me encuentre en el lecho de la muerte! Entonces no tendrá que temer quebrantar sus votos, y la confesión de su afecto me aliviará los dolores de la agonía. ¡Si yo estuviese segura de eso! ¡Oh! ¡Con qué vehemencia suspiraría yo por que llegase el instante de mi disolución!

El abad no perdió una sola sílaba de este discurso; y el tono con que Matilde pronunció las últimas palabras le traspasó el corazón. Involuntariamente, alzó la cabeza de la almohada.

—¡Matilde! —dijo con voz turbada—. ¡Oh, Matilde mía!

Al oír estas palabras, Matilde se sobresaltó y se volvió súbitamente hacia él. La rapidez del movimiento hizo que le cayese del todo la cogulla. Su semblante quedó completamente al descubierto ante los ojos inquisitivos del monje. ¡Cuál no fue su estupor al contemplar la réplica exacta de su admirada imagen de la Virgen! ¡La misma exquisita proporción de rasgos, la misma abundancia de dorados cabellos, los mismos labios sonrosados, ojos celestiales y majestuosidad de gesto adornaban a Matilde! Profiriendo una exclamación de sorpresa, Ambrosio cayó de nuevo en la almohada, sin saber si la criatura que tenía delante era mortal o divina.

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