Authors: Matthew G. Lewis
La dama manifestó que estaba muy cansada del viaje: además de venir de muy lejos, los cocheros habían contribuido a perderse en el bosque. A continuación se dirigió a Marguerite, pidiéndole que le mostrase su aposento y la dejase descansar media hora. Fue llamada inmediatamente una de las doncellas; apareció ésta con una luz, y la baronesa la siguió escalera arriba. Se puso el mantel en la estancia donde estaba yo, y Marguerite me dio a entender en seguida que yo estaba de más. Su alusión fue demasiado directa para no comprenderla claramente. Así que pedí a uno de los jóvenes que me condujese a la alcoba donde debía dormir, y pudiese permanecer hasta que la cena estuviera dispuesta.
—¿Qué alcoba es, madre? —preguntó Robert.
—La de cortinas verdes —respondió ella—; acabo de tomarme el trabajo de prepararla y poner sábanas limpias en la cama. Si el caballero desea echarse, que la haga después por mí.
—Estáis de mal humor, madre; aunque no es ninguna novedad. Tened la bondad de seguirme,
monsieur.
Abrió la puerta y se dirigió hacia una estrecha escalera.
—¡No llevas ninguna luz! —dijo Marguerite—. ¿Quieres romperte el cuello tú, o se lo quieres romper al caballero?
Pasó delante de mí y le puso a Robert una vela en la mano; después de lo cual, comenzó éste a subir. Jacques estaba poniendo el mantel de espaldas a mí. Marguerite aprovechó la ocasión de que no nos veían. Me cogió la mano y me la apretó fuertemente.
—¡Mirad las sábanas! —dijo al pasar junto a mí, e inmediatamente reanudó su anterior ocupación.
Sorprendido ante lo inesperado de su acción, me quedé petrificado. La voz de Robert, pidiéndome que le siguiera, me devolvió a la realidad. Subí. Mi guía me introdujo en una cámara en cuyo hogar ardía un excelente fuego. Colocó la luz sobre la mesa, me preguntó si deseaba alguna cosa más; y al contestarle que no, me dejó a solas. Podéis estar seguro de que en el instante en que me encontré solo fui a cumplir la petición de Marguerite. Cogí la vela, me acerqué apresuradamente a la cama y la abrí. ¡Cuál no sería mi estupor, mi horror, al ver las sábanas manchadas de sangre!
En aquel momento, me pasaron mil confusas ideas por la imaginación: los salteadores que infestaban el bosque, la exclamación de Marguerite sobre sus hijos, las armas y la aparición de los jóvenes, y las diversas anécdotas que había oído relatar sobre la secreta correspondencia que frecuentemente existe entre los bandidos y los postillones; todas estas circunstancias me cruzaron por la mente, inspirándome recelo y aprensión. Me puse a meditar de qué medio podría valerme para comprobar la verdad de mis conjeturas. De pronto, oí que alguien andaba abajo paseando de un lado a otro, impaciente. Ahora, todo me resultaba sospechoso. Me acerqué con precaución a la ventana, la cual, como la habitación había estado cerrada mucho tiempo, había quedado abierta a pesar del frío. Me aventuré a asomarme. Los rayos de la luna me permitieron distinguir a un hombre, en quien reconocí a mi anfitrión. Observé sus movimientos. Avanzó rápidamente, luego se detuvo y pareció escuchar: pateaba el suelo y se golpeaba el estómago con los brazos como para entrar en calor. Al menor ruido, si oía alguna voz en la parte inferior de la casa, o si un murciélago le rozaba al pasar, o el viento hacía susurrar las ramas desnudas, se sobresaltaba y miraba en torno suyo con inquietud.
—¡La peste se lo lleve! —dijo por fin con impaciencia—. ¡Qué le pasará!
Lo dijo en voz baja; pero como estaba justamente debajo de mi ventana, distinguí sus palabras con claridad.
A continuación oí pasos de alguien que se acercaba. Baptiste se dirigió hacia el lugar de donde provenía el ruido. Se le unió un hombre, cuya baja estatura, y el cuerno que llevaba colgando del cuello, indicaba que no era otro que mi fiel Claude, a quien suponía ya camino de Estrasburgo. Esperando que su conversación arrojase alguna luz sobre mi situación, me apresuré a tomar una posición que me permitiese escuchar sin que me viesen. Para ello, apagué la luz que tenía en la mesita de noche, las llamas del fuego no eran lo bastante grandes como para delatarme. Seguidamente volví a mi puesto en la ventana.
Los dos individuos que despertaban mi curiosidad se habían detenido justamente debajo de ella. Supongo que durante mi breve ausencia, el leñador había reprochado a Claude su tardanza, ya que cuando me aposté de nuevo en la ventana éste trataba de justificar su falta.
—Sin embargo —añadió—, mi diligencia compensará ahora mi anterior retraso.
—En ese caso —contestó Baptiste—, os perdono. Pero ya que vamos a partes iguales en las presas, vuestro propio interés debería estimularos para actuar con la mayor diligencia. ¡Sería una vergüenza que dejásemos escapar tan noble botín! ¿Decís que el español es rico?
—Su criado se jactaba en la posada de que los efectos de ese coche valen más de dos mil doblones.
¡Oh! ¡Cómo maldije la imprudente vanidad de Stephano!
—Y me han dicho —prosiguió el postillón— que la baronesa lleva consigo un cofrecillo de joyas de inmenso valor.
—Puede ser, pero habría preferido que se hubiese quedado en otra parte. El español era presa segura. Los chicos y yo podíamos haberles reducido con facilidad a él y a su criado, y luego nos habríamos repartido los dos mil doblones entre los cuatro. Ahora nos toca dejar que entre la banda en el reparto, y quizá se nos vaya de las manos la nidada entera. Si nuestros amigos han acudido a sus diferentes puestos antes de que llegues tú a la caverna, todo se habrá perdido. Los acompañantes de la dama son demasiado numerosos para que los dominemos nosotros solos. A menos que nuestros compinches lleguen a tiempo, tendremos que dejar que estos viajeros prosigan mañana su viaje sin daño alguno.
—¡Ha sido una condenada desgracia que mis camaradas que conducían el coche estuvieran al margen de nuestra alianza! Pero no temáis, amigo Baptiste. En una hora estaré en la caverna. Ahora no son más que las diez, de modo que podéis esperar la llegada de la banda para las doce. A propósito, tened cuidado con vuestra esposa. Ya sabéis cómo aborrece ella nuestro modo de vida; puede encontrar algún medio de informar a los criados de la dama sobre nuestros propósitos.
—¡Oh! Estoy seguro de su silencio; me tiene demasiado miedo, y quiere demasiado a sus hijos para atreverse a traicionar mi secreto. Además, Jacques y Robert la vigilan estrechamente, y no le permitirán salir de la cabaña. Los criados están bien alojados en el granero; procuraré que todo esté tranquilo hasta la llegada de nuestros amigos. Si yo tuviera la seguridad de que ibais a encontrar a los bandidos, despacharíamos a los extranjeros en un instante. Pero como es posible que no, temo que vengan los criados a verles.
—¿Y si uno de los viajeros descubre vuestro plan?
—Entonces deberemos apuñalar a los que estén en nuestro poder, y hacer lo posible por reducir a los demás. Sin embargo, para evitar ese riesgo, corred a la cueva: los bandidos no se marcharán de allí hasta las once, y si sois diligente, podéis llegar a tiempo.
—Decid a Robert que cojo su caballo. El mío ha roto la brida y ha escapado al bosque. ¿Cuál es el santo y seña?
—La recompensa del valor.
—Es suficiente. Corro a la cueva.
—Y yo voy a reunirme con mis invitados, no vaya a ser que mi ausencia despierte sospechas. Adiós, y sed diligente.
Se separaron estos dignos asociados. Uno se encaminó hacia el establo, mientras que el otro regresó a la casa.
Podéis imaginar cuáles fueron mis sentimientos durante esta conversación, de la que no perdí una sola sílaba. No me atrevía a abandonarme a mis propias reflexiones, ni veía medio de escapar a los peligros que me amenazaban. Sabía que sería inútil toda resistencia; estaba desarmado, y era un solo hombre contra tres. Sin embargo, estaba dispuesto al menos a vender mi vida lo más cara posible. Temiendo que Baptiste se diera cuenta de mi ausencia y sospechase que había oído su entrevista con Claude, me apresuré a encender de nuevo mi vela y a abandonar la alcoba. Al bajar, encontré la mesa puesta para seis personas. La baronesa estaba sentada junto a la chimenea. Marguerite aliñaba la ensalada, y sus hijastros deliberaban en voz baja en el otro extremo de la estancia. Baptiste, que había ido a efectuar una ronda alrededor de la cabaña antes de entrar, aún no había llegado. Me senté tranquilamente enfrente de la baronesa.
Con una mirada a Marguerite, le indiqué que había captado su alusión. ¡Cuán diferente me pareció ahora! Lo que antes había tomado por enfado y mal humor, ahora vi que era disgusto por sus compañeros, y compasión por mi peligro. La miré como mi único recurso. Sin embargo, sabiendo que su esposo la vigilaba con ojos recelosos, poca era la confianza que podía depositar en las diligencias de su buena voluntad.
Pese a todos mis esfuerzos por ocultarla, mi semblante reflejaba demasiado visiblemente la agitación que me dominaba. Estaba pálido, y tanto mis palabras como mis acciones eran nerviosas y atropelladas. Los jóvenes se dieron cuenta y me preguntaron la causa. Yo lo atribuí al exceso de cansancio y al violento efecto que producía en mí el rigor de la estación. Si me creyeron o no, es cosa que no puedo decir. Al menos, dejaron de agobiarme con sus preguntas. Me esforcé en apartar la atención de los peligros que me rodeaban, conversando sobre temas diversos con la baronesa. Hablé de Alemania, declarando mi intención de visitarla inmediatamente. ¡Bien sabe Dios lo poco que pensaba en aquel momento que la vería alguna vez! Ella me contestó con gran naturalidad y cortesía, manifestó que el placer de haberme conocido compensaba ampliamente la demora en su viaje, y me invitó cálidamente a pasar unos días en el castillo de Lindenberg. Mientras hablaba de este modo, los jóvenes intercambiaron una sonrisa maliciosa, la cual indicaba que sería afortunada si lograba llegar al castillo. No se me escapó este gesto; pero oculté la emoción que suscitó en mi pecho. Seguí conversando con la dama. Pero mi discurso era tan frecuentemente incoherente que, como después me contó, empezó a dudar que estuviese en mi juicio. La verdad es que mientras mi conversación giraba sobre un tema mis pensamientos estaban enteramente ocupados en otro. Pensaba en el medio de salir de la cabaña, llegar al granero e informar a los criados de los propósitos de nuestro anfitrión. No tardé en comprobar lo irrealizable que era este plan. Jacques y Robert vigilaban cada movimiento mío con ojos atentos, y me vi obligado a abandonar la idea. Ahora, todas mis esperanzas estaban puestas en que Claude no encontrase a los bandidos: en tal caso, según lo que había oído, nos dejarían marchar libremente.
Al entrar Baptiste en la estancia, me estremecí involuntariamente. Pidió mil perdones por su larga ausencia, pero «le habían entretenido asuntos imposibles de posponer». Luego nos pidió permiso para que su familia cenase en la misma mesa que nosotros, sin el cual, el respeto no le permitiría tomarse tal libertad. ¡Oh! ¡Cómo maldije en mi corazón al hipócrita! ¡Cómo odié la presencia de aquel que estaba a punto de privarme de la existencia en ese tiempo tan cara para mí! Tenía todos los motivos para estar satisfecho de la vida. Poseía juventud, riqueza, alcurnia y educación, y ante mí tenía las más hermosas expectativas. Pero veía que estas expectativas estaban a punto de derrumbarse de la manera más horrible. Sin embargo, me vi obligado a disimular y a acoger con expresiones de agradecimiento las falsas cortesías del que tenía la daga puesta sobre mi pecho.
Nuestro anfitrión recibió el permiso que solicitaba. Nos sentamos a la mesa. La baronesa y yo ocupamos un lado. Los hijos se sentaron enfrente de nosotros, de espaldas a la puerta. Baptiste ocupó su asiento en un extremo de la mesa, junto a la baronesa, y la otra plaza se dejó para su esposa. Entró ésta en seguida en la habitación y nos colocó delante una sencilla pero reconfortante comida campesina. Nuestro anfitrión consideró necesario excusar la modestia de la cena: le había cogido desprevenido nuestra llegada, así que sólo podía ofrecernos compartir lo que estaba destinado a su propia familia.
—Pero —añadió—, si algún accidente retuviese a mis nobles invitados más de lo que es su propósito, espero que podría brindarles un tratamiento mejor.
¡El muy villano! De sobra sabía yo a qué accidente se refería; ¡me estremecí ante el tratamiento que nos quería dispensar!
Mi compañera de peligro parecía haber olvidado la pesadumbre del retraso. Reía y conversaba con la familia con infinita alegría. Yo me esforzaba inútilmente en seguir su ejemplo. Mi buen humor resultaba evidentemente forzado, y esta actitud que yo mismo me imponía no escapó a la observación de Baptiste.
—¡Vamos, vamos,
monsieur,
animaos! —dijo—. No parece que os hayáis recobrado del todo de vuestra fatiga. Para levantar el ánimo, ¿qué os parece si tomamos un vaso de un excelente vino añejo que me dejó mi padre? ¡Dios le tenga en su seno, ahora está en un mundo mejor! Raras veces saco yo vino de ése. Pero como no todos los días me siento honrado con invitados de vuestra categoría, esta ocasión bien merece una botella.
Dio a su esposa una llave y le indicó dónde hallaría el vino del que hablaba. No pareció ella complacida con tal comisión, ni mucho menos. Cogió la llave con embarazo y vaciló antes de abandonar la mesa.
Marguerite le lanzó una mirada de ira y temor, y salió de la habitación. Los ojos del esposo la siguieron recelosamente, hasta que cerró la puerta.
Poco después regresó con una botella sellada con cera amarilla. La colocó sobre la mesa y devolvió la llave a su esposo. Sospeché que no se nos ofrecía este licor sin una intención, y observé los movimientos de Marguerite con inquietud. Se puso a enjuagar unas pequeñas copas de asta. Al colocarlas ante Baptiste, se dio cuenta de que mis ojos estaban fijos en ella, y en el instante en que creyó que los bandidos no la miraban, me hizo una seña con la cabeza para que no probara la bebida, y volvió a ocupar su sitio.
Entretanto, nuestro anfitrión había quitado el tapón, y llenando dos de las copas, nos las ofreció a la dama y a mí. Al principio, ella puso algunos reparos, pero las insistencias de Baptiste fueron tan apremiantes que se vio obligada a complacerle. Temiendo despertar sospechas, cogí el vaso que me ofrecía sin vacilar. Por el olor y el color supuse que era champaña; pero las motas de polvo que flotaban en su superficie me convencieron de que le habían añadido algo. Sin embargo, no me atreví a manifestar mi repugnancia a beberlo. Me lo llevé a los labios y fingí bebérmelo. Y levantándome súbitamente de la silla me dirigí lo mejor que pude a una cubeta de agua donde Marguerite había estado lavando las copas. Fingí tragar el vino con desagrado, y aproveché la ocasión para vaciar la copa inadvertidamente en la cubeta.