El monje (35 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Santa Úrsula

Tan pronto como el marqués leyó la nota, se derrumbó de nuevo en la almohada, sin sentido. Había perdido la esperanza que hasta ahora había sostenido su existencia; estas líneas le convencieron de manera concluyente de que Inés ya no existía. Lorenzo encontró esta circunstancia menos rigurosa, ya que siempre había tenido la convicción de que su hermana había muerto de manera poco clara. Cuando vio por la carta de la madre Santa Úrsula que sus sospechas eran ciertas, dicha confirmación no suscitó en su pecho otro sentimiento que el deseo de castigar a los asesinos como se merecían. No fue empresa fácil hacer volver en sí al marqués. Tan pronto como recobró la palabra, prorrumpió en execraciones contra los que habían matado a su amada, y juró tomarse cumplida venganza. Siguió desvariando y atormentándose con impotente pasión, hasta que su organismo, debilitado por la aflicción y la enfermedad no pudo soportar más, y volvió a caer sin sentido. Su melancólica situación afectó sinceramente a Lorenzo, que de buena gana se habría quedado más tiempo en el aposento de su amigo. Pero otros cuidados requerían ahora su presencia. Era necesario conseguir la orden para detener a la priora de Santa Clara. A este propósito, después de dejar a Raimundo bajo los cuidados de los mejores médicos de Madrid, abandonó el palacio de las Cisternas y se encaminó hacia el palacio del duque–cardenal.

Su desencanto fue enorme cuando averiguó que asuntos de estado habían obligado al cardenal a desplazarse a una provincia lejana. Faltaban sólo cinco días para el viernes. Sin embargo, viajando día y noche, esperaba estar de regreso a tiempo para la procesión de Santa Clara. Y lo consiguió: encontró al duque–cardenal, y presentó ante él la supuesta culpabilidad de la priora, como también los violentos efectos que había ocasionado en don Raimundo. No podía haber aducido argumento de más peso que este último. De todos sus sobrinos, el marqués era el único por el que el cardenal sentía un sincero afecto. Estaba completamente encariñado con él, y la priora no podía haber cometido mayor crimen ante sus ojos que el haber puesto en peligro la vida del marqués. Por consiguiente, concedió la orden de arresto sin dificultad. También entregó a Lorenzo una carta para un oficial muy principal de la Inquisición, expresándole su deseo de que se ejecutase su mandato. Provisto de estos documentos, Medina regresó apresuradamente a Madrid, adonde llegó el viernes, unas horas antes de anochecer. Encontró al marqués algo más recuperado, pero tan débil y agotado que no podía hablar sino con gran dificultad y esfuerzo. Después de pasar una hora junto a su lecho, Lorenzo le dejó ir a comunicar su propósito a su tío, y también a entregar la carta del cardenal a don Ramírez de Mello. Éste se quedó petrificado de horror al enterarse del fin de su desventurada sobrina. Animó a Lorenzo a castigar a sus asesinos y se comprometió a acompañarle esa noche al convento de Santa Clara. Don Ramírez prometió su más firme apoyo, y eligió un grupo de arqueros de confianza para evitar toda oposición por parte del populacho.

Pero mientras Lorenzo estaba deseoso de desenmascarar a una religiosa hipócrita, ignoraba el dolor que otro le preparaba a él. Ayudado por los infernales agentes de Matilde, Ambrosio había decidido la ruina de la inocente Antonia. Le había llegado a ésta el momento fatal. Había ido a despedirse de su madre, antes de retirarse a dormir. Al besarla, un inusitado desaliento inundó su pecho. Se marchó, pero luego regresó inmediatamente, se arrojó a sus brazos y bañó sus mejillas con sus lágrimas. Se sentía desasosegada; un secreto presentimiento le decía que no volverían a verse más. Elvira lo observó, y trató de quitarle, bromeando, sus infantiles aprensiones. La reprendió con dulzura por abrigar tan infundados presagios, y la advirtió de lo peligroso que era alentar tales ideas.

Por toda respuesta a estas reconvenciones, exclamó Antonia:

—¡Madre! ¡Mi querida madre! ¡Oh, pluguiera a Dios que fuese ya por la mañana!

Elvira, cuya preocupación por su hija era un gran obstáculo para su total restablecimiento, se hallaba aún bajo los efectos de su reciente enfermedad. Esta noche se sentía más indispuesta de lo habitual, y se había acostado antes de la hora acostumbrada. Antonia se retiró de la alcoba de su madre con pesar; y hasta el instante de cerrar la puerta, mantuvo los ojos fijos en ella con expresión melancólica. Se encerró en su propio aposento. Sentía el corazón lleno de amargura. Le parecía que habían naufragado todas sus esperanzas de futuro, y que el mundo no contenía nada por lo que valiese la pena vivir. Se dejó caer en una silla, reclinó la cabeza sobre el brazo, y se quedó contemplando el suelo con mirada vacía, mientras las imágenes más sombrías flotaban ante su imaginación. Se encontraba aún en este estado de insensibilidad, cuando la volvió en sí una dulce melodía que sonó debajo de su ventana. Se levantó, se acercó y la abrió para oírla con más claridad. Tras colocarse el velo sobre el rostro, se aventuró a asomarse. A la luz de la luna vio a varios hombres con laúdes y guitarras. A cierta distancia de ellos había otra figura envuelta en su capa, cuya estatura y aspecto guardaban gran parecido con las de Lorenzo. No se equivocaba. En efecto, era el propio Lorenzo, el cual, obligado por su palabra a no presentarse delante de Antonia sin el consentimiento de su tío, le brindaba esta serenata para convencer a su amada de que aún sentía el mismo afecto por ella. Su estratagema no obtuvo el efecto deseado. Antonia estaba lejos de suponer que esta música nocturna tuviera por objeto agasajarla: era demasiado modesta para considerarse merecedora de tales atenciones, y creyendo que debía ir dirigida a alguna dama vecina, se sintió apenada de ver que era Lorenzo quien la ofrecía.

La tonada que cantaron era doliente y melodiosa. Concordaba con el estado de ánimo de Antonia, que la escuchó con placer. Tras un preludio más o menos largo, se elevaron las voces, y Antonia distinguió las siguientes palabras:

SERENATA

Coro

¡Oh! ¡Prorrumpe en dulce acorde, mi lira!

¡Es aquí donde descansa la belleza:

Describe el dolor del profundo anhelo

Que desgarra el pecho del amante fiel!

Canción

En todo corazón hallar un esclavo,

En toda alma asentar su reino,

En ataduras llevar al sabio y al bravo,

Y hacer besar al cautivo su cadena.

Tal es el poder del amor, y, ¡oh,

Cuánto deseo conocer su fuerza!

Pasar la vida en suspiros,

Por haber gustado un sueño fragmentario y breve.

Por un objeto remoto, inalcanzable,

Despreciarlo todo, velar, llorar,

Tal es la pena del amor, y, ¡oh,

Cuánto deseo conocer el dolor del amor!

Leer el sí en unos ojos virginales,

Besar los labios jamás besados,

Oír cómo se eleva el suspiro de transporte,

Y besar y besar, y besar de nuevo.

Tales son tus placeres, amor;

Pero, ¡oh!, ¿Cuándo mi corazón conocerá tu gozo?

Coro

¡Ahora calla, lira mía!

¡Baje mi voz!

¡Duerme, dulce doncella!

Y que el anhelo

Tus visiones llene de pensamientos amorosos,

Aunque baje mi voz, y mi lira calle.

Cesó la música. Se alejaron los cantores, y volvió a reinar el silencio en toda la calle. Antonia abandonó la ventana con pesar. Como era su costumbre, invocó la protección de Santa Rosalía, rezó sus habituales oraciones y se acostó. No tardó en vencerla el sueño, y su presencia se libró de los terrores de la inquietud.

Eran casi las dos, cuando el lujurioso monje dirigió sus pasos hacia la morada de Antonia. Ya se ha dicho que la abadía estaba a no mucha distancia de la calle de Santiago. Llegó al portal sin ser visto. Se detuvo aquí, y vaciló un momento. Pensó en la enormidad de su crimen; las consecuencias, en caso de ser descubierto, y la probabilidad, después, de que Elvira sospechase que había sido él el violador de su hija. Sin embargo, pensó, no podría pasar de la mera sospecha, no podría aportar ninguna prueba de su culpabilidad, y le sería imposible alegar que se hubiese cometido violación sin que Antonia supiese cuándo, dónde y por quién; finalmente, juzgaba su fama demasiado sólidamente cimentada para que la sacudiesen las infundadas acusaciones de dos desconocidos. Este último argumento era completamente falso: ignoraba lo inseguro que es el aire del aplauso popular, y que basta un instante para que se gane el odio del mundo del que ayer era su ídolo. El resultado de las deliberaciones del monje fue proseguir en su empresa. Subió la escalera que conducía a la casa. Tan pronto como tocó la puerta con el mirto de plata, se abrió de par en par y le ofreció libre acceso. Entró, y la puerta se cerró tras él por sí misma.

Guiado por la luz de la luna, siguió escalera arriba con paso lento y precavido. Miraba en torno suyo a cada momento con aprensión y ansiedad. Veía un espía en cada sombra y oía una voz en cada murmullo de la brisa. La conciencia del culpable negocio que le traía le paralizaba el corazón y se lo volvía más tímido que el de una mujer. Sin embargo, siguió adelante. Llegó a la cámara de Antonia. Se detuvo, y escuchó. Todo estaba tranquilo en el interior. El silencio le convenció de que su presunta víctima se había retirado a descansar, de modo que se aventuró a levantar el pestillo. Estaba echado el cerrojo, y la puerta resistió. Pero tan pronto como la tocó con el talismán, se descorrió el cerrojo. El violador cruzó el umbral, y se encontró en la cámara donde dormía la inocente muchacha, ignorante de que un peligroso visitante se acercaba a su lecho. Se cerró la puerta tras él, y la cerradura volvió a su posición anterior.

Ambrosio avanzó con precaución. Procuró que no crujiese la madera bajo sus pasos, y contuvo el aliento al acercarse a la cama. Su primera atención se concentró en ejecutar la ceremonia mágica tal como Matilde le había instruido. Sopló tres veces sobre el mirto de plata, pronunció sobre él el nombre de Antonia, y lo depositó sobre su almohada. Los efectos que ya había producido no le permitían dudar de su éxito en prolongar el sueño de su adorada. No bien hubo ejecutado el encantamiento, la consideró absolutamente en su poder, y sus ojos brillaron de impaciencia y lujuria. Ahora se aventuró a echar una mirada a la belleza dormida. Una simple lámpara que ardía ante la imagen de Santa Rosalía difundía una débil luz por la habitación, y le permitía contemplar los encantos de la adorable criatura que tenía ante sí. El calor de la época la había obligado a apartar parcialmente la sábana. La mano insolente de Ambrosio se apresuró a retirarla del todo. Dormía con la mejilla apoyada sobre un brazo de marfil. El otro descansaba sobre el borde de la cama con encantador abandono. Unos cuantos bucles de sus cabellos se habían escapado de debajo de la muselina que sujetaba los demás, y caían descuidadamente sobre su pecho, que se alzaba con su lenta y regular respiración. El calor del ambiente había encendido sus mejillas más de lo corriente. Una sonrisa de inefable dulzura jugaba en sus labios perfectos y coralinos, de los que escapaba de vez en cuando algún dulce suspiro o alguna frase pronunciada a medias. Un aire de encantadora inocencia y candor irradiaba de toda su forma; y había una especie de pudor en su misma desnudez que añadía un incentivo más a los deseos del lujurioso monje.

Permaneció unos momentos devorando con los ojos aquellos encantos que no tardarían en quedar sometidos a sus desordenadas pasiones. Su boca entreabierta parecía solicitar un beso. Se inclinó sobre ella, pegó sus labios a los de Antonia, y aspiró extasiado la fragancia de su aliento. Este placer momentáneo aumentó sus ansias frenéticas, por las que se mueven los brutos. Decidió no demorar un instante más el cumplimiento de sus deseos, y procedió a arrancarle aquellas ropas que impedían la satisfacción de su lujuria.

—¡Dios misericordioso! —exclamó una voz detrás de él—. ¿Me engañarán mis sentidos? ¿No es esto una ilusión?

El terror, la confusión y el desencanto acompañaron a estas palabras al herir los oídos de Ambrosio. Se sobresaltó éste, y se volvió instantáneamente. Elvira estaba en la puerta de la cámara, y miraba al monje con expresión de estupor y abominación.

Una espantosa pesadilla le había representado a Antonia al borde de un precipicio. La vio temblar en el mismísimo ángulo: a cada instante parecía que iba a precipitarse, y la oía llamarla a gritos: «¡Salvadme, madre! ¡Salvadme...! ¡Dentro de un instante será demasiado tarde!». Elvira se despertó aterrada. La visión le había causado tal impresión que no podría descansar hasta asegurarse de que su hija estaba a salvo. Se levantó apresuradamente, se echó encima un salto de cama, cruzó el cuarto donde dormía la criada, y entró en la alcoba de Antonia justo a tiempo de rescatarla de las garras del violador.

La vergüenza de éste y el asombro de ella parecieron convertirles en estatuas a los dos: Elvira y el monje se quedaron mirándose el uno al otro en silencio. La dama fue la primera en recobrarse.

—¡No es un sueño! —exclamó—. ¡Es realmente Ambrosio a quien tengo delante de mí! ¡Es el hombre a quien Madrid estima como un santo al que descubro a estas horas de la noche junto al lecho de mi desventurada criatura! ¡Monstruo de hipocresía! Ya sospechaba yo vuestros propósitos, aunque me abstuve de acusaros por compasión a la fragilidad humana. El silencio ahora sería criminal: la ciudad entera conocerá vuestra incontinencia. Os desenmascararé, villano, y convenceré a la iglesia de qué clase de víbora cobija en su pecho.

Pálido y demudado, el culpable temblaba ante ella. Con toda el alma habría deseado atenuar su delito, pero no encontraba disculpa a su comportamiento. No consiguió pronunciar más que frases incoherentes y excusas contradictorias. Elvira estaba demasiado furiosa para concederle el perdón que él solicitaba. Declaró que llamaría al vecindario, y le mostraría como ejemplo de todos los futuros hipócritas. Luego, corriendo a la cama, trató de despertar a Antonia; y viendo que sus voces no tenían respuesta, la cogió del brazo y la levantó de la almohada. El hechizo era demasiado poderoso. Antonia siguió insensible, y al soltarla su madre, cayó de nuevo en la almohada.

—¡Este sueño no puede ser natural! —exclamó la asombrada Elvira, cuya indignación aumentaba por momentos—.

Aquí se oculta algún misterio. ¡Pero temblad, hipócrita; todas vuestras villanías serán desveladas muy pronto! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó—. ¡Aquí! ¡Flora! ¡Flora!

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