Authors: Matthew G. Lewis
Las monjas, a quienes el respeto a la superiora las había mantenido en silencio hasta entonces, se apiñaron todas en la reja y asaltaron al joven con multitud de preguntas. Él ya las había estudiado una por una con atención. Pero ¡ay!, Inés no estaba entre ellas. Las monjas le acosaron con tantas cuestiones que apenas le era posible contestar. Una quería saber dónde había nacido, dado que su acento denotaba que era extranjero; otra, por qué llevaba un parche en el ojo izquierdo. La hermana Elena preguntó si tenía una hermana como él, ya que le gustaría tener a una compañera así; y la hermana Raquel se mostró convencida de que el hermano sería mejor compañero aún. Theodore se divirtió relatando a las crédulas monjas como verdades todas las extrañas historias que su imaginación fue capaz de inventar. Les contó sus supuestas aventuras, y llenó de asombro a sus oyentes, hablándoles de gigantes, salvajes, naufragios, e islas habitadas
Por antropófagos, y hombres cuyas cabezas Crecen bajo los hombros con muchas otras circunstancias excepcionales por demás. Dijo que había nacido en
Terra Incognita,
que se había educado en una universidad hotentote, y que había pasado dos años entre los americanos de Silesia.
—En cuanto a la pérdida del ojo —dijo—, fue en justo castigo por mi falta de respeto a la Virgen, cuando hice mi segunda peregrinación a Loreto. Estaba cerca del altar de la milagrosa capilla. Los monjes adornaban la imagen con sus mejores atavíos. Se ordenó a los peregrinos que cerrasen los ojos durante esta ceremonia. Pero aunque soy por naturaleza extremadamente religioso, mi curiosidad fue demasiado fuerte. En el momento... ¡Os causaré horror, reverendas madres, cuando os revele mi crimen...! En el momento en que los monjes le cambiaban la enagua, me atreví a abrir el ojo izquierdo y echar una miradita. ¡Esa fue la última! La gloria que envolvió a la Virgen era demasiado intensa para soportarla. ¡Me apresuré a cerrar mi ojo sacrílego, y desde entonces ya no fui capaz de abrirlo más!
Ante la relación de este milagro, las monjas se santiguaron, y prometieron interceder ante la Virgen para que recobrase la vista. Expresaron su asombro ante lo dilatado de sus viajes y las extrañas aventuras que había corrido a tan corta edad. Luego repararon en su guitarra, y le preguntaron si era aficionado a la música. Él contestó con modestia que no era él quien debía juzgar sus habilidades, aunque solicitaba permiso para que juzgasen ellas. Se lo concedieron sin dificultad.
—Pero —dijo la portera— tened cuidado de no cantar nada profano.
—Confiad en mi discreción —replicó Theodore—: oiréis cuán peligroso es para las jóvenes abandonarse a sus pasiones, por la aventura de una joven dama que se enamoró súbitamente de un caballero desconocido.
—Pero ¿es cierta la aventura? —preguntó la portera.
—Palabra por palabra. Ocurrió en Dinamarca, y se dice que la heroína era tan bella que no se la conocía por otro nombre que el de «la hermosa doncella».
—¿En Dinamarca decís? —murmuró una monja vieja—. ¿No son negros todos los de Dinamarca?
—De ningún modo, reverenda madre; son de un delicado verde guisante, con el pelo y las patillas rojizas como el fuego.
—¡Madre de Dios! ¿Verde guisante? —exclamó la hermana Elena—. ¡Oh, es imposible!
—¿Imposible? —dijo la portera con una mirada de desprecio y regocijo— De ningún modo: cuando yo era joven, recuerdo que vi a varias personas así.
Theodore se puso a templar su instrumento. Había leído la historia de un rey de Inglaterra cuyo encarcelamiento fue descubierto por un trovador, y esperaba que aquel mismo ardid le permitiera descubrir el de Inés, si es que estaba en el convento. Eligió una balada que ella le había enseñado en el castillo de Lindenberg. Tal vez llegase a ella la música, y le oyese contestar algunas estrofas. Templada ya su guitarra, se dispuso a cantar.
—Pero antes de empezar —dijo—, es necesario informaros, madres, de que Dinamarca está terriblemente infestada de hechiceras, brujas y malos espíritus. Todos los elementos poseen sus demonios apropiados. Los bosques son frecuentados por un poder maligno llamado el Rey de los Robles o de los Enanos. Es él quien seca los árboles, estropea las cosechas y manda sobre los trasgos y los duendes. Se aparece en forma de un anciano de majestuosa figura, con una corona dorada y una larga barba blanca. Su principal diversión consiste en atraer a los niños y quitárselos a los padres, y en cuanto los mete en su cueva, los destroza en mil pedazos. Los ríos son gobernados por otro demonio, llamado el Rey de las Aguas. Su misión es agitar el piélago, provocar naufragios y hundir a los marineros bajo las olas. Adopta el aspecto de un guerrero, y se dedica a atraer a las jóvenes vírgenes hacia alguna trampa. Dejo que imaginéis, reverendas madres, lo que hace con ellas cuando las coge en el agua. El Rey de las Aguas, al parecer, es un hombre formado de llamas: provoca los meteoros y las luces erráticas que extravían a los viajeros hacia las charcas y las ciénagas, y dirige el rayo hacia donde más daño puede causar. El último de estos demonios elementales se llama el Rey–Nube. Tiene la figura de un joven hermoso, y se distingue por sus dos grandes alas negras. Aunque exteriormente es encantador, no tiene mejor disposición que los demás. Está constantemente dedicado a provocar tormentas, arrancar bosques, derrumbar castillos y conventos y sepultar a sus habitantes. El primero tiene una hija que es reina de los elfos y las hadas. El segundo tiene una madre que es una poderosa hechicera. Ninguna de estas dos damas vale más que los señores. No recuerdo haber oído que se les atribuya familia alguna a los otros dos demonios, pero hasta ahora no tengo nada que ver con ninguno de ellos, salvo con el de las aguas, que es el héroe de mi balada; pero he creído necesario, antes de empezar, daros alguna idea de sus actuaciones...
Theodore tocó a continuación una breve tonada, después de la cual, alzando la voz lo más posible para llegar a oídos de Inés, cantó las siguientes estrofas:
EL REY DE LAS AGUAS
(Balada danesa)
Con blando murmullo corría el río
Y por su florida y fragante ribera,
La hermosa doncella, cantando alegre,
A la iglesia de María caminaba.
El ojo maligno del demonio de las aguas
La vio andar presurosa por la orilla.
Corrió entonces a su madre–bruja
Y con acento suplicante así le pidió:
«¡Oh, madre! ¡Madre! Aconsejadme,
Cómo puedo sorprender a esa doncella.
¡Oh, madre! ¡Madre! Explicadme al punto
Cómo la puedo conseguir».
La bruja le dio una armadura blanca;
Lo vistió de airoso caballero;
Del agua clara su mano formó luego
Un corcel, con jaeces de arena.
El Rey de las Aguas fue raudo entonces,
A la iglesia de María encaminó sus pasos.
Ató el corcel a la puerta
Y paseó tres veces cuatro por el atrio.
A la puerta ató el corcel,
Paseó tres veces por cuatro por el atrio de la iglesia;
Luego entró en la nave, donde todos
Estaban congregados, los grandes y los pequeños.
Dijo el sacerdote, al acercarse el caballero:
«¿Por qué viene aquí el blanco capitán?».
La hermosa doncella sonrió, y se dijo:
«¡Oh, cómo quisiera ser la esposa del blanco capitán!».
El caballero avanzó hacia los bancos uno y dos.
«¡Oh, hermosa doncella, muero por vos!»
Llegó a los bancos dos y tres,
«¡Oh, hermosa doncella, conmigo vendréis!».
Luego sonrió la hermosa doncella;
Y dijo, dándole la mano,
«Para mi gozo, para mi desgracia,
Por el monte, por el valle, con vos iré».
El sacerdote sus manos junta.
Danzan mientras clara brilla arriba la luna.
Poco sabe la radiante doncella
Que su esposo es el duende de las aguas.
¡Oh!, si algún espíritu hubiese cantado
«¡Vuestro esposo es el Rey de las Aguas!».
La doncella habría temido y odiado,
Y maldecido la mano que apretaba.
Pero nada pudo hacerle sospechar
Lo cerca que estaba del peligro,
Así que siguió y, la mano en la mano,
Los amantes llegaron a la arena.
«Subid conmigo a este corcel, amada mía;
Debemos cruzar las aguas de ese río.
Saltad con decisión, que no es profundo.
Los vientos están quietos, la ola duerme.»
Así habló el Rey de las Aguas. La doncella
Obedeció el deseo del esposo traidor
Y en seguida vio al corcel mojarse
Encantado en las aguas de su madre.
«¡Parad! ¡Parad, mi amor! ¡Que ya mis pies
Se hunden en estas aguas azules!»
«¡Oh, desechad vuestros temores, mi dulce amor,
Que ya hemos llegado a lo más profundo!»
«¡Parad! ¡Parad! ¡Mi amor! ¡Pues ahora veo
Subir las aguas por encima de mis rodillas!»
«¡Oh, desechad vuestros temores, mi dulce amor,
Que ya hemos llegado a lo más profundo!»
«¡Parad! ¡Parad! ¡Por Dios, parad! ¡Pues, oh,
Las aguas corren ya sobre mi pecho!»
Apenas dijo estas palabras, cuando el caballero
Y el corcel desaparecieron de su vista.
Grita entonces, pero grita en vano;
Los vientos locos alzan su grito terrible.
El espíritu ríe, las olas suben
Y cubren a la víctima desventurada.
Tres veces, mientras luchaba con la corriente,
Se oyó gritar a la hermosa doncella;
Pero cuando la furiosa tempestad hubo acabado,
A la hermosa doncella no se la volvió a ver más.
¡Advertid por esta historia, muchachas inocentes,
A quién dais vuestro amor!
¡No creáis a cualquier apuesto caballero,
Y no dancéis con el Duende de las Aguas!
El joven dejó de cantar. Las monjas estaban fascinadas con la dulzura de su voz y su magistral forma de tocar el instrumento. Pero por muy aceptable que hubiera sido este aplauso en cualquier otra ocasión, ahora dejaba indiferente a Theodore. Su estratagema no había dado resultado. En vano guardó pausas entre una estrofa y otra: ninguna voz contestó a la suya; de modo que perdió toda esperanza de emular a Blondel.
La campana del convento advirtió a las monjas de que era hora de acudir al refectorio. Tenían que marcharse de la reja; dieron las gracias al joven por la distracción que les había proporcionado su música, y le pidieron que volviese al día siguiente, cosa que prometió. Las monjas, para favorecer aún más su inclinación a mantener su palabra, le dijeron que podía confiar siempre en el convento para sus comidas, y cada una de ellas le hizo un pequeño regalo. Una le dio una caja de dulces; otra, un agnusdei; unas le trajeron reliquias de santos, imágenes de cera y crucifijos consagrados; y otras le ofrecieron piezas de labores en las que destacan las religiosas, como bordados, flores artificiales, encajes y trabajos de punto. Le aconsejaron que vendiese todas estas cosas a fin de procurarse alivio a su estado; y le aseguraron que le sería fácil enajenarlas, ya que los españoles estimaban mucho los trabajos de las monjas. Tras recibir todos estos regalos con aparente respeto y gratitud, contestó que, no teniendo ninguna cesta, no sabía cómo llevárselas. Varias de las monjas se apresuraron a buscarle una, pero se detuvieron al hacer su aparición una dama mayor, a la que Theodore no había visto hasta ahora: su semblante apacible y respetable actitud le predispusieron inmediatamente a su favor.
—¡Ah! —dijo la portera—; ahí viene la madre Santa Úrsula con una cesta.
La monja se acercó a la reja y le ofreció la cesta a Theodore: estaba hecha de mimbre, forrada de raso azul, y en los cuatro lados tenía pintadas escenas de la leyenda de Santa Genoveva.
—Aquí está mi regalo —dijo, al tiempo que se la tendía—. No lo despreciéis, mi buen mancebo. Aunque su valor parece insignificante, posee muchas virtudes ocultas.
Y acompañó sus palabras con una mirada significativa. No pasó desapercibida a Theodore: se acercó lo más posible a la reja para recibir el regalo.
—¡Inés! —susurró ella en voz apenas perceptible.
Theodore, sin embargo, lo captó. Supuso que la cesta ocultaba algún misterio, y su corazón latió de impaciencia y de gozo. En ese momento regresó la superiora. Tenía una expresión sombría y adusta, y parecía, si eso era posible, más severa que nunca.
—Madre Santa Úrsula, desearía hablar con vos en privado.
A la monja se le mudó el color, y se quedó visiblemente desconcertada.
—¿Conmigo? —repitió con voz vacilante.
La superiora le hizo seña de que la siguiera, y se retiró. La madre Santa Úrsula obedeció; poco después, la campana de la iglesia llamó al refectorio por segunda vez; las monjas abandonaron la reja, y Theodore quedó en libertad para llevarse su recompensa. Encantado de haber conseguido al fin alguna noticia para el marqués, voló, más que corrió, hasta que llegó al palacio de las Cisternas. A los pocos minutos se encontraba en el aposento, tratando de reconciliar a su amigo con una desventura que él mismo juzgaba demasiado severa. Theodore contó su aventura, y las esperanzas que el regalo de la madre Santa Úrsula había hecho renacer en él. El marqués se incorporó catapultado de su almohada: aquel fuego que parecía haberse apagado desde la muerte de Inés se reavivó en su pecho, y sus ojos centellearon con la ansiedad de la expectación. No parecieron menos inflamadas las emociones del semblante de Lorenzo, el cual aguardó con indecible impaciencia la explicación del misterio. Raimundo cogió la cesta de manos de su paje. Vació el contenido sobre la cama y lo examinó detenidamente. Esperaba encontrar una carta en el fondo, pero no vio nada semejante. Reanudó la búsqueda, pero sin mejor resultado. Finalmente, don Raimundo observó que uno de los ángulos del forro de raso azul estaba descosido; lo desgarró apresuradamente, y extrajo un trozo de papel, sin doblar ni sellar. Iba dirigido al marqués de las Cisternas, y decía lo siguiente:
“Habiendo reconocido a vuestro paje, me atrevo a enviaros estas líneas. Obtened una orden del duque–cardenal para detener a mi persona y a la de la superiora. Pero procurad que no se lleve a efecto hasta el viernes por la noche. Es la festividad de Santa Clara: habrá una procesión de monjas con antorchas, y yo estaré entre ellas. Cuidad de no dar a conocer a nadie vuestra intención. Si una sola palabra despertase las sospechas de la superiora, no volveríais a saber más de mí. Sed precavido, si apreciáis la memoria de Inés y deseáis castigar a sus asesinos. Lo que tengo que decir os helará la sangre de horror.”