Authors: Matthew G. Lewis
Ambrosio se vio obligado finalmente a desprenderse de esta conversación, a la que tantos encantos encontraba. Repitió a Antonia sus deseos de que no se divulgasen sus visitas, deseo que ella prometió cumplir. Abandonó entonces la casa, mientras su encantadora admirada corrió a ver a su madre, ignorante del daño que su belleza había ocasionado. Estaba deseosa de conocer la opinión de Elvira sobre el hombre que ella había alabado entusiásticamente, y se sintió complacida al descubrir que era igual de favorable, si no más, que la suya propia.
—Aun antes de hablar —dijo Elvira—, estaba predispuesta en su favor: la vehemencia de sus exhortaciones, la dignidad de su actitud y la cohesión de su discurso me han confirmado muy mucho en mi opinión. Su voz agradable y sonora me ha sorprendido de manera especial. Pero seguramente, Antonia, le he debido de oír antes. Me ha resultado totalmente familiar. O bien he conocido al abad en otro tiempo, o su voz guarda un asombroso parecido con la de alguien al que he oído a menudo. Hay ciertos tonos que me han llegado muy hondamente, y me han hecho experimentar una sensación tan singular que no paro de esforzarme en vano por explicarlo.
—Mi queridísima madre, a mí me ha producido el mismo efecto. Sin embargo, ninguna de las dos habíamos oído su voz hasta que hemos llegado a Madrid. Sospecho que lo que nosotras atribuimos a su voz, en realidad se debe a sus modales agradables, que impiden considerarle como un extraño. No sé por qué, pero me siento más a gusto conversando con él de lo que normalmente me sucede con los desconocidos. No me ha dado temor contarle todos mis pensamientos pueriles; y de algún modo me he sentido aliviada de que escuchase mis disparates con indulgencia: ¡Oh! ¡No me ha defraudado! ¡Con qué amabilidad y atención me ha escuchado! ¡Con qué dulzura y condescendencia me ha contestado! No me ha tomado por una niña ni me ha tratado con desdén, como solía hacer en el castillo nuestro viejo confesor. ¡De veras creo que aunque hubiese vivido yo mil años en Murcia, jamás habría llegado a gustarme ese gordo y viejo padre dominico!
—Confieso que aquel dominico no tenía los mejores modales del mundo; pero era honrado, simpático y bien intencionado.
_ ¡Ah, mi querida madre, esas cualidades son muy corrientes!
—¡Quiera Dios, criatura, que no te enseñe la experiencia a juzgarlas raras y preciosas! ¡A mí me lo han parecido demasiadas veces! Pero dime, Antonia, ¿por qué es imposible que yo haya visto antes al abad?
—Porque desde el momento que entró en la abadía, no había vuelto a salir de sus muros. Él mismo me acaba de decir que, debido a su desconocimiento de las calles, ha tenido alguna dificultad en encontrar la nuestra a pesar de lo cerca que está de la abadía.
—Todo esto es posible; sin embargo, tal vez le viera
antes
de que entrara en la abadía. Para poder salir, antes fue necesario que entrase.
—¡Virgen Santa! ¡Como decís, es muy cierto todo esto! ¡Oh!; pero ¿y si ha estado en la abadía desde que nació?
Elvira sonrió.
—Eso no me parece probable.
—¡Espera, espera! Ahora recuerdo lo que pasó. Lo metieron en la abadía siendo pequeño. La gente dice que cayó del cielo, y que lo envió la Virgen a los capuchinos a manera de regalo.
—Fue muy amable por su parte. ¿Así que cayó del cielo, Antonia? Debió de darse un golpe terrible.
—Muchos no creen en eso, y me parece, madre, que yo debo de ser una descreída también. A decir verdad, como nuestra ama de llaves le dijo a la tía, la creencia general es que sus padres, humildes e incapaces de sustentarle, lo abandonaron en la puerta de la abadía al nacer. El difunto superior le crió en el convento por pura caridad; luego demostró ser un modelo de virtud y de piedad, y de saber, y no sé de qué más. Así que fue elegido abad. Sin embargo, tanto si esta historia es cierta como si no, al menos están todos de acuerdo en que cuando los monjes le recogieron, aún no sabía hablar. De manera que no habéis podido oír su voz antes de que entrase en el monasterio, puesto que aún no tenía ninguna clase de voz.
—¡Palabra, Antonia, que razonas con mucha coherencia! ¡Tus conclusiones son infalibles! ¡No sabía yo lo bien que dominabas la lógica!
—¡Ah, os estáis burlando de mí! Pero tanto mejor. Me gusta veros de buen humor. Además, parecéis tranquila y sosegada; y espero que no os den más ataques. ¡Oh! ¡Estaba segura de que la visita del abad os haría bien!
—Verdaderamente, me ha hecho mucho bien, mi niña. Me ha sosegado el espíritu en las cuestiones que me atribulaban, y ya siento los efectos de su atención. Noto mis ojos pesados, y creo que voy a dormir un poco. Corre las cortinas, Antonia. Y si no me despierto antes de la medianoche, no veles por mí, te lo ruego.
Antonia prometió obedecerla, y después de recibir su bendición, corrió las cortinas de la cama. Luego se sentó en silencio delante de su bastidor, y entretuvo las horas haciendo castillos en el aire. Se sentía reanimada por la evidente mejoría de Elvira, y su imaginación le presentó visiones espléndidas y placenteras. En estos sueños Ambrosio no ocupaba un lugar despreciable. Pensó en él con alegría y gratitud. Pero de cada idea que dedicaba al fraile, había dos que concedía a Lorenzo. Y así transcurrió el tiempo, hasta que la campana del vecino campanario de la catedral capuchina anunció la medianoche. Antonia recordó la orden de su madre y obedeció, aunque de mala gana. Corrió las cortinas con sigilo. Elvira se hallaba sumida en un sueño profundo y sosegado. Sus mejillas habían recobrado un color saludable. Una sonrisa proclamaba que sus sueños eran gratos; y al inclinarse Antonia sobre ella, le pareció que pronunciaba su nombre. Besó suavemente la frente de su madre, y se retiró a su aposento. Allí, se arrodilló ante la estatua de Santa Rosalía, su patrona; encomendó a ella su intercesión en el cielo, y como había hecho de pequeña, concluyó sus devociones cantando las siguientes estrofas:
HIMNO DE MEDIANOCHE
Ahora todo está callado; el solemne tañido
Ya no hincha el viento nocturno:
Tu espantosa presencia, hora sublime,
Con el corazón sin mancha una vez más saludo.
Éste es el momento silencioso y tremendo,
En que los brujos emplean su siniestro poder;
En que las tumbas arrojan a sus muertos
Al provecho de la hora señalada.
Exenta de culpas y culpables pensamientos,
Fiel al deber y a la devoción,
Con el pecho ligero y la conciencia pura,
Descanso: tu amable ayuda invoco.
Ángeles buenos, gracias os doy porque
Aún miro con desprecio los engaños del vicio;
Gracias porque esta noche duermo libre de mal,
Igual que voy a despertar mañana.
Pero ¿no podría acaso, inconsciente, mi pecho
Abrigar alguna culpa por mí desconocida?
¿Algún deseo impuro que, sin representarme,
Os ruborizáis de ver, y yo de poseer?
Si así fuese, en dulce sueño
Instruid a mis pies para evitar la trampa.
Haced que luzca la verdad sobre mi error,
Y dignaos tenerme aún bajo vuestra custodia.
Arrojad lejos de mi lecho apacible
El hechizo de bruja, enemigo del descanso,
El trasgo nocturno, travieso e impío,
El espectro del dolor y el demonio condenado.
No dejéis que el genio malvado en mi oído
Vierta lecciones de goces impíos;
No dejéis que la pesadilla, rondando
Por mi lecho, destruya la calma del descanso.
No dejéis que amedrente el sueño horrendo
Con extrañas, fantásticas formas, mis ojos,
Sino, con alguna esplendorosa visión,
Mostradme la dicha de los cielos futuros.
Enseñadme las cúpulas cristalinas del cielo,
Los mundos de luz donde moran los ángeles.
Mostradme la suerte que depara a los mortales
Que viven sin culpa, y sin culpa mueren.
Enseñadme luego cómo se gana un lugar
En esas benditas regiones etéreas.
Enseñadme a evitar toda mancha de culpa,
Y guiadme hacia el bien y la pureza.
Así, cada mañana, cada noche, mi voz
Al cielo se elevará en cántico de gracias,
En vosotros, poderosos guardianes, se centrará,
Ángeles buenos, y cantará vuestras alabanzas.
Así me esforzaré en celoso ardor
Por evitar el vicio, corregir la falta,
Amaré las lecciones que vosotros inspiráis,
Y apreciaré las virtudes que vosotros protegéis.
Luego, cuando al fin por alto designio
Mi cuerpo busque el descanso de la tumba,
çCuando la muerte esté a punto de cerrar
Con mano amiga mis ojos de peregrino;
Complacida de ver el alma a salvo del naufragio,
Sin tristeza mi vida entregaré,
Y a Dios rendiré mi espíritu de nuevo,
Tan puro como Él me lo dio.
Terminadas sus devociones habituales, Antonia se retiró a dormir. No tardó el sueño en vencer sus sentidos; y durante varias horas gozó de ese sereno descanso que sólo la inocencia conoce, y por el que muchos monarcas darían con gusto su corona.
—Ah! how dark
These long–extended realms and rueful wastes;
Where nought but silence reigns, and night, dark night,
Dark as was Chaos ere the Infant Sun Was rolled together, or had tried its beams Athwart the gloom profound! The sickly Taper
By glimmering through thy low–browed misty vaults, Furred round with mouldy damps, and ropy sume, Lets fall a supernumerary horror And only serves to make Thy night more irksome!
BLAIR
Una vez de regreso inadvertido en la abadía, la mente de Ambrosio se llenó de las imágenes más placenteras. Cerró obstinadamente los ojos al peligro que suponía exponerse a los encantos de Antonia. Sólo recordaba el placer que su compañía le había producido, y se congratulaba ante la perspectiva de repetirlo. Así que no dejó de aprovechar la enfermedad de Elvira para poder ver a su hija todos los días. Al principio limitó sus intereses a inspirar en Antonia un sentimiento de amistad. Pero tan pronto como se convenció de que ella experimentaba ese sentimiento plenamente, su objetivo se volvió más decidido, y sus atenciones adoptaron un matiz más encendido. La inocente familiaridad con que ella le trataba alentó sus deseos. Habituado a la modestia de ella, ya no quiso exigir el mismo respeto y temor. Aún la admiraba, pero eso sólo le hacía aumentar los deseos de privarla de aquella cualidad que constituía su principal encanto. El ardor de la pasión y sus naturales dotes persuasivas, cosas de las que desafortunadamente para él y para ella poseía en abundancia, le proporcionaban un conocimiento de las artes de la seducción. Distinguía fácilmente las emociones que eran favorables a sus designios, y aprovechaba con avidez todos los medios para infundir la corrupción en el pecho de Antonia. No encontró fácil esta tarea. A Antonia, su extrema ingenuidad le impedía darse cuenta del objetivo al que tendían las insinuaciones del monje. Pero la excelente moral que debía al cuidado de Elvira, la solidez y corrección de su juicio y un fuerte sentido de lo que estaba bien, que la naturaleza inculcaba en su corazón, la hacían sentir que sus preceptos debían de ser imperfectos. Con unas cuantas palabras, Antonia derribaba frecuentemente todo el edificio de sofísticos argumentos, y le hacía ver lo débiles que eran cuando se oponían a la virtud y la verdad. Entonces él se refugiaba en su elocuencia, la abrumaba con un torrente de paradojas filosóficas a las que, por no entenderlas, le era imposible contestar. Y así, aunque no la convencía de que su razonamiento era justo, al menos evitaba que descubriese que era falso. Él se daba cuenta de que el respeto que Antonia sentía por su juicio aumentaba de día en día, y no dudaba que con el tiempo la llevaría al punto deseado.
No se le pasaba por alto que sus manejos eran altamente criminales: veía claramente la ruindad que suponía seducir a una joven inocente. Pero su pasión era demasiado violenta para permitirle abandonar sus propósitos. Resolvió seguir adelante, pasara lo que pasase. Confiaba en sorprender a Antonia en algún momento desprevenido; y viendo que no se admitía a ningún otro hombre en su compañía, ni la oía a ella ni a Elvira mencionar tampoco a ninguno, imaginó que su joven corazón aún estaba vacante. Mientras aguardaba la ocasión para satisfacer su injustificable sensualidad, aumentaba de día en día su frialdad con Matilde. Esta frialdad se debía en no escasa medida a la conciencia de sus propias faltas con ella: no lograba tener el suficiente dominio de sí para ocultárselas. Sin embargo, tenía miedo de que en un arrebato de celos traicionase su secreto, del que dependían su fama e incluso su vida. Matilde no podía por menos de observar esta indiferencia. Él se daba cuenta de que la notaba, y temeroso de sus reproches, la evitaba constantemente. Sin embargo, cuando no la podía eludir, su dulzura le convencía de que no tenía nada que temer de su resentimiento. Había recobrado la personalidad del amable e interesante Rosario. No le acusó de ingratitud; pero sus ojos se llenaban de lágrimas involuntarias, y la mansa melancolía de su semblante y de su voz expresaban quejas mucho más conmovedoras de lo que las palabras hubieran podido contener. Ambrosio no era insensible a esta aflicción; pero incapaz de eliminar la causa, evitaba manifestar que le afectaba. Como la conducta de Matilde le convenció de que no había temor de que se vengase, siguió, desdeñándola y evitando cuidadosamente su compañía. Matilde veía que eran vanos sus esfuerzos por recobrar sus afectos. Sin embargo, sofocaba todo impulso de resentimiento, y seguía tratando a su veleidoso amante con su primitivo afecto y atención.
La naturaleza de Elvira se iba recuperando gradualmente. Ya no le acometían las convulsiones, y Antonia dejó de temblar por su madre. Ambrosio veía con desagrado este restablecimiento. Comprendía que el conocimiento que Elvira tenía del mundo no se dejaría embaucar por su actitud de santificación, y que se daría cuenta en seguida de lo que buscaba en su hija. De modo que decidió probar hasta dónde llegaba su influencia sobre Antonia antes de que su madre abandonase la cama.
Una tarde en que encontró a Elvira casi del todo restablecida, la dejó antes de la hora acostumbrada. Al no encontrar a Antonia en la antecámara, se aventuró a ir a buscarla a su propia habitación, la cual estaba separada de la de su madre tan sólo por el cuarto donde generalmente dormía Flora, la doncella. Antonia estaba sentada en el sofá, de espaldas a la puerta, y leía atentamente. No le oyó acercarse hasta que se sentó junto a ella. Antonia se sobresaltó, aunque le acogió con una mirada de complacencia. Luego se levantó y quiso conducirle al salón. Pero Ambrosio, cogiéndole la mano, la obligó con suave violencia a sentarse otra vez. Ella obedeció sin dificultad. No sabía que fuese más impropio conversar con él en una habitación que en otra. Se consideraba igualmente segura de los principios de él y de los suyos propios; y tras volver a recobrar su sitio en el sofá, comenzó a departir con él con su habitual desembarazo y vivacidad.