Authors: Matthew G. Lewis
—No tenéis que hacer más que eso: dejarme pasar al cementerio a media noche. Vigilad mientras yo desciendo a la cripta de Santa Clara, no sea que alguien observe mis actos. Dejadme allí sola durante una hora, y salvaré mi vida para dedicarla a vuestros placeres. Para evitar toda sospecha, no me visitéis durante el día. Recordad la llave, y que os espero antes de las doce. ¡Chist! ¡Oigo pasos que se acercan! Marchaos; fingiré dormir.
Obedeció el fraile, y abandonó la celda. Al abrir la puerta, el padre Pablos hizo su aparición.
—Vengo —dijo éste— a preguntar por la salud del joven paciente.
—¡Chist! —replicó Ambrosio, llevándose un dedo a los labios—, hablad bajo. Acabo de verle. Ha caído en un profundo sueño, que sin duda le vendrá muy bien. No le molestéis ahora, pues desea descansar.
Obedeció el padre Pablos, y al oír la campana, acompañó al abad a maitines. Ambrosio se sintió confundido al entrar en la capilla. La culpa era nueva en él, e imaginaba que todos los ojos podían leer las acciones de esa noche en su semblante. Se esforzó en rezar. Su pecho ya no resplandecía de devoción. Sus pensamientos volaban insensiblemente hacia los encantos de Matilde. Pero lo que le faltaba en pureza de corazón lo suplió en santidad externa. Para cubrir mejor su trasgresión, redobló su afectación de aparente virtud, y nunca pareció más devoto al cielo que después de haber infringido sus votos. De este modo, añadió inconscientemente la hipocresía al perjurio y la incontinencia. Había caído en este último error al sucumbir a una seducción casi irresistible. Pero ahora fue culpable de un pecado voluntario al ocultar aquellos en los que otro le había hecho caer.
Concluidos los maitines, Ambrosio se retiró a su celda. Su mente aún estaba impresionada por los placeres que acababa de saborear por vez primera. Su cerebro ofuscado era un caos de remordimientos, voluptuosidad, inquietud y temor. Recordó con pesar aquella paz del alma, aquella seguridad de la virtud, de las que hasta entonces había gozado. Se había permitido excesos ante cuyo solo pensamiento habría retrocedido con horror tan sólo veinticuatro horas antes. Le estremecía pensar que la más trivial indiscreción por parte suya o de Matilde derrumbaría ese edificio de reputación que le había costado treinta años erigir, y le granjearía la repulsa de personas para quienes ahora era un ídolo. La conciencia le pintó con vivos colores su perjurio y su flaqueza. El temor le hizo ver aumentados los horrores del castigo, y se imaginó ya en las prisiones de la Inquisición. A estas ideas atormentadoras les sucedió la belleza de Matilde, y aquellas deliciosas lecciones que una vez aprendidas no pueden olvidarse jamás. Esta simple consideración le reconcilió consigo mismo. Consideró que había comprado los placeres de la noche anterior al bajo precio del sacrificio de la inocencia y el honor. Su mismo recuerdo le llenó el alma de éxtasis. Maldijo su estúpida vanidad, que le había inducido a malgastar en la oscuridad la flor de su vida, ignorante de los encantos del amor y de la mujer. Decidió seguir a toda costa su comercio con Matilde, y apeló a todos los argumentos para afianzarse en su resolución. Se preguntaba, si su falta permanecía ignorada, en qué podía consistir, y qué consecuencias podía acarrearle. Observando estrictamente todas las reglas de la orden salvo la castidad, no dudaba en conservar la estima de los hombres, e incluso la protección deL cielo. Confiaba en que se le perdonase fácilmente una trasgresión tan ligera y natural de sus votos. Pero olvidaba que al haber pronunciado esos votos, la incontinencia, en los seglares el más venial de todos los pecados, se convertía en su persona en el más horrible de los crímenes.
Una vez decidida su conducta futura, su espíritu se sintió más apaciguado. Se echó en la cama y trató de dormir para recobrar las fuerzas gastadas en sus excesos nocturnos. Despertó recobrado y ansioso de repetir sus placeres. Obediente a las órdenes de Matilde, no visitó su celda durante el día. El padre Pablos mencionó en el refectorio que Rosario había consentido al fin en seguir su prescripción; pero que la medicina no había producido el más ligero efecto, y que creía que ninguna habilidad mortal podría salvarle de la tumba. El abad convino en esta opinión, y fingió lamentar el prematuro destino de un joven cuyo talento había parecido tan prometedor.
Llegó la noche. Ambrosio había tenido la precaución de obtener del portero la llave de la puerta baja que daba acceso al cementerio; abandonó su celda y corrió a la de Matilde. Ésta se había levantado y estaba ya vestida.
—Os esperaba con impaciencia —dijo—. Mi vida depende de estos momentos. ¿Tenéis la llave?
—La tengo.
—Vamos, pues, al jardín. No hay tiempo que perder. ¡Seguidme!
Cogió una cestita tapada de encima de la mesa. Con ella en la mano, y la lámpara que ardía sobre la chimenea en la otra, salió apresuradamente de la celda. Ambrosio la siguió. Los dos guardaron un profundo silencio. Ella avanzaba con paso rápido, pero cauteloso; cruzaron el claustro y llegaron al lado oeste del jardín. Sus ojos refulgían con tal fuego y salvajismo que el monje se sintió invadido por el miedo y el horror. Un valor decidido y desesperado imperaba en su frente. Pasó la lámpara a Ambrosio; luego, tomando la llave, abrió la puerta y entró en el cementerio. Era un rectángulo espacioso, plantado de tejos. La mitad pertenecía a las hermanas de Santa Clara, y estaba protegido por un tejado de piedra. La división estaba marcada por una verja de hierro, cuyo portillo permanecía habitualmente sin tener echada la llave.
Matilde se dirigió hacia allí. Abrió el portillo y buscó la puerta que conducía a la cripta subterránea donde descansaban los restos polvorientos de las monjas consagradas a Santa Clara. La noche era completamente oscura. No se veía la luna ni las estrellas. Afortunadamente, no soplaba la más leve brisa, y el fraile sostenía la lámpara sin un solo temblor. Con la ayuda de su luz, descubrieron en seguida la puerta del sepulcro. Estaba metida en un hueco del muro, y casi oculta por festones de hiedra que colgaban sobre ella. Tres peldaños de piedra toscamente tallada conducían a ella. Matilde estaba a punto de bajarlos, cuando retrocedió súbitamente.
—¡Hay alguien en la cripta! —susurró al monje—. Ocultaos hasta que se hayan marchado.
Ella se refugió detrás de un sepulcro alto y magnífico, erigido en honor de la fundadora del convento. Ambrosio siguió su ejemplo, tapando cuidadosamente la lámpara para que su luz no les delatase. Pero habían transcurrido sólo unos segundos, cuando se abrió la puerta que conducía a las cavernas subterráneas. De la escalera brotaron rayos de luz que permitieron a los ocultos espectadores descubrir a dos mujeres vestidas con hábitos religiosos, enfrascadas al parecer en grave conversación. El abad no tuvo dificultad en reconocer a la priora de Santa Clara, acompañada por una de las monjas más viejas.
—Todo está preparado —dijo la priora—. Mañana se decidirá su destino. Serán inútiles todas sus lágrimas y suspiros. ¡No! ¡En los veinticinco años que hace que soy superiora de este convento, jamás he presenciado comercio más infame!
—Debéis esperar mucha oposición a vuestros deseos —replicó la otra con voz suave—. Inés tiene muchas amigas en el convento, y particularmente la madre Santa Úrsula defenderá su causa con todas sus fuerzas. A decir verdad, Inés me— ' rece tener amigas; y yo desearía poder convenceros para que consideraseis su juventud y su peculiar situación. Ella parece consciente de su culpa. El exceso de su sufrimiento demuestra su penitencia, y estoy convencida de que sus lágrimas brotan más por contrición que por miedo al castigo. Reverenda madre, si quisierais mitigar la severidad de vuestra sentencia, si os dignarais pasar por alto esta primera transgresión, me ofrecería como garantía de su futura conducta.
—¿Pasársela por alto, decís? ¡Madre Camila, me asombráis! ¿Después de haberme deshonrado en presencia del ídolo de Madrid, del mismísimo hombre a quien más he deseado dar idea de la puntualidad de mi disciplina? ¡Qué despreciable debo de haber parecido a los ojos del reverendo abad! ¡No, madre, no! Jamás podré olvidar este insulto. No podría convencer a Ambrosio de lo que detesto tales crímenes más que castigando el de Inés con todo el rigor que permiten nuestras severas leyes. Dejad, pues, vuestras súplicas. No servirán de nada. Mi decisión está tomada. Mañana, Inés será un ejemplo terrible de mi justicia y enojo.
La madre Camila no pareció abandonar su porfía, pero esta vez las monjas estaban muy lejos. La priora abrió la puerta que daba acceso a la capilla de Santa Clara, entró con su compañera, y cerró después.
Matilde preguntó entonces quién era esta Inés con la que la priora estaba tan irritada, y qué relación podía tener con Ambrosio. Éste le contó su aventura; y añadió que desde entonces sus ideas habían sufrido una completa revolución, y sentía mucha compasión por la infortunada monja.
—Tengo intención —dijo— de pedir audiencia a la superiora mañana, y utilizar todos los medios para conseguir una mitigación de su sentencia.
—¡Tened cuidado con lo que hacéis! —le interrumpió Matilde—. Vuestro repentino cambio de sentimientos puede causar sorpresa naturalmente, y despertar sospechas, cosa que nos interesa muchísimo evitar. Cuanto más redobléis vuestra austeridad exterior y descarguéis amenazas contra los errores de los demás, mejor ocultaréis los vuestros. Abandonad a la monja a su destino. Vuestra intercesión podría ser peligrosa, y su imprudencia merece ser castigada: No merece gozar de los placeres del amor quien no tiene la suficiente habilidad para ocultarlos. Pero al discutir esta cuestión sin importancia estoy perdiendo un tiempo que puede ser precioso. La noche huye de prisa y hay mucho que hacer antes de que amanezca. Las monjas se han retirado. No hay peligro. Dadme la lámpara, Ambrosio. Debo bajar sola a estas cavernas. Aguardad aquí, y si se aproxima alguien, dadme una voz. Pero si os estimáis en algo, no se os ocurra seguirme. Vuestra vida puede caer víctima de vuestra imprudente curiosidad.
Dicho esto, se dirigió al sepulcro con la lámpara en una mano y la pequeña cesta en la otra. Empujó la puerta, que giró lentamente sobre sus goznes chirriantes y vio ante sí una estrecha escalera de mármol negro. Bajó por allí. Ambrosio se quedó arriba, viendo cómo la débil luz de la lámpara descendía por la escalera. Desapareció, y se sumió en total oscuridad.
Una vez a solas, no pudo pensar sin sorpresa en el súbito cambio del carácter y sentimientos de Matilde. Hacía pocos días parecía ser la más dócil y amable de su sexo, sumisa a su voluntad, y mirarle como un ser superior. Ahora había adoptado una especie de valentía y decisión en su actitud y discurso que no le acababa de complacer. Al hablar, ya no insinuaba, sino que mandaba. En cuanto a él, se sentía incapaz de discutir sus argumentos, y se veía obligado a confesar de mala gana la superioridad de su criterio. A cada momento se convencía más de los asombrosos poderes de su mente. Pero lo que ella ganaba en la opinión del hombre, lo perdía en el afecto del amante. Echaba de menos al afectuoso, afable y obediente Rosario. Le apenaba que Matilde prefiriese las virtudes del sexo masculino a las del suyo propio; y al pensar en sus opiniones sobre la monja castigada, no pudo por menos de considerarlas crueles y poco femeninas. La compasión es un sentimiento tan natural, tan propio del carácter femenino que no es un mérito que la mujer la posea, aunque sí un crimen que carezca de ella. Pero Ambrosio no podía olvidar fácilmente a su amante por el hecho de ser deficiente en esta amable cualidad. Y aunque censuraba su insensibilidad, comprendía la verdad de sus observaciones; de modo que, a pesar de compadecer sinceramente a la desventurada Inés, decidió renunciar a la idea de intervenir en su favor.
Había transcurrido casi una hora desde que Matilde había bajado a la cripta, y aún no había regresado. Ambrosio sentía curiosidad. Se acercó a la escalera. Escuchó. Todo permanecía en silencio, aunque a intervalos captaba el sonido de la voz de Matilde a través de los pasadizos subterráneos, y el eco que devolvían los abovedados techos de los sepulcros. Estaba demasiado lejos para distinguir las palabras, y antes de que llegaran a sus oídos se apagaban en un murmullo confuso. Sintió deseos de penetrar en este misterio. Decidió desobedecer sus advertencias, y la siguió a la cripta. Se acercó a la escalera; cuando ya había descendido algunos escalones le flaqueó el valor. Recordó las amenazas de Matilde si infringía sus órdenes, y sintió que un inexplicable y secreto temor invadía su pecho. Volvió a subir, se apostó en el lugar de antes, y esperó impaciente la conclusión de esta aventura.
De súbito, sintió una violenta sacudida: un terremoto estremeció el suelo. Las columnas que sostenían la techumbre bajo la que se encontraba oscilaron de manera tan alarmante que amenazaron derrumbarse; y en el mismo instante, oyó un trueno tremendo y espantoso. Cesó, y sus ojos, clavados en la escalera, vieron salir de la cripta un relámpago de cegadora luz. No duró más que un instante. No bien desapareció, quedó todo tan inmóvil y oscuro como antes. Una espesa negrura le envolvió de nuevo, y el silencio de la noche lo quebró tan sólo el aleteo de un murciélago que pasó cerca de él.
Cada instante que transcurría aumentaba el asombro de Ambrosio. Pasó otra hora, al cabo de la cual volvió a brotar la luz y a disiparse súbitamente. La acompañó una melodía dulce y solemne, que tras recorrer la bóveda de abajo, inspiró en el monje una mezcla de placer y terror. No hacía mucho que se había apagado, cuando oyó los pasos de Matilde en la escalera. Subió de la caverna. La más viva alegría animaba su hermoso semblante.
—¿Habéis visto algo? —preguntó.
—He visto dos veces salir una intensa luz de la escalera.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Está a punto de amanecer. Regresemos a la abadía, no nos delate la claridad del alba.
Salió con paso presuroso del cementerio. Llegó a su celda, acompañada aún por el curioso abad. Cerró la puerta, y dejó la lámpara y la cesta.
—¡Lo he conseguido! —exclamó, arrojándose en brazos de él—. ¡Lo he conseguido más allá de mis más remotas esperanzas! ¡Viviré, Ambrosio, viviré para vos! El paso, cuyo solo pensamiento me hacía temblar, va a ser para mí una fuente de gozo indecible. ¡Oh! ¡Ojalá se me permitiera compartir con vos mi poder, y elevaros por encima del nivel de vuestro sexo, tal como mi intrépida acción me ha exaltado a mí por encima del mío!