Authors: Matthew G. Lewis
—¿Y qué os lo impide, Matilde? —interrumpió el fraile—. ¿Por qué es tan secreto lo que habéis hecho en la cripta? ¿No me creéis merecedor de vuestra confianza? Matilde, dudaré de vuestro afecto en tanto tengáis goces que me estén prohibido compartir.
—Sois injusto en vuestros reproches. Me aflige sinceramente verme obligada a ocultaros mi dicha. Pero no se me puede culpar. ¡La culpa no está en mí, sino en vos, Ambrosio mío! Todavía sois demasiado
el monje.
Vuestra mente está esclavizada por los prejuicios de la educación; y la superstición podría haceros estremecer ante la idea de lo que la experiencia me ha enseñado a apreciar y valorar. Por ahora no estáis preparado para que os confíe un secreto de tal envergadura. Pero la fuerza de vuestro juicio, y la curiosidad que me complace ver en vuestros ojos brillantes, me hacen concebir la esperanza de que llegará el día en que pueda confiar en vos. Hasta ese momento, contened vuestra impaciencia. Recordad que me habéis hecho solemne juramento de no hacer preguntas sobre esta nocturna aventura. Insisto en que lo mantengáis. Pues —añadió sonriendo, mientras sellaba los labios de Ambrosio con un beso lascivo—, aunque os perdono el haber quebrantado vuestros votos para con el cielo, espero que guardéis los que me debéis a mí.
El fraile le devolvió la caricia, que le había enardecido la sangre. Renovaron los excesos lujuriosos y desenfrenados de la primera noche, y no se separaron hasta que la campana llamó a maitines.
Repitieron estos mismos placeres con frecuencia. Los monjes se alegraron al observar en el fingido Rosario una inesperada recuperación, y nadie sospechó cuál era su verdadero sexo. El abad poseyó a su amante con tranquilidad, y viendo que nadie recelaba de su flaqueza, se abandonó con entera impunidad a sus pasiones. Ya no le atormentaron la vergüenza y el arrepentimiento. Las frecuentes repeticiones le familiarizaron con el pecado, y su pecho se hizo resistente a los alfileres de la conciencia. Matilde le alentaba en estos sentimientos; pero pronto se dio cuenta de que había saciado a su amante con la ilimitada libertad de sus caricias. Habiéndose acostumbrado a sus encantos, dejó de excitarle los mismos deseos que al principio le inspirara. Pasado el delirio de la pasión, tuvo tiempo de observar los más pequeños defectos. Donde no debía haber encontrado ninguno, la saciedad los hacía aparecer. El monje estaba harto con la abundancia del placer. Y apenas había transcurrido una semana, cuando ya se sintió cansado de su amante. Su naturaleza ardiente aún le hacía buscar en sus brazos la satisfacción de su lujuria. Pero cuando pasaba el momento de la pasión, la dejaba con disgusto; y su humor, naturalmente inconstante, le hacía anhelar impaciente alguna variedad.
La posesión, que produce hartazgo en el hombre, en la mujer no hace más que aumentar su afecto. Matilde, cada día que pasaba, se sentía más unida al fraile. Desde que él gozaba de sus favores, se había vuelto más caro que nunca para ella, y se sentía agradecida por los placeres que compartía igualmente. Desafortunadamente, a medida que aumentaba la pasión de ella, la de Ambrosio se enfriaba. Sus mismas muestras de afecto provocaban disgusto en él, y su exceso no hacía sino matar la llama que ya languidecía en su pecho. Matilde no pudo por menos de observar que su presencia resultaba cada día menos agradable a Ambrosio. No la atendía cuando hablaba; su talento musical, que ella poseía a la perfección, había perdido el poder de distraerle. Y si él se dignaba alabarlo, sus cumplidos eran evidentemente forzados y distantes. Ya no la miraba con afecto, ni aplaudía los sentimientos con parcialidad de amante. Matilde se dio cuenta de esto muy bien, y redobló sus esfuerzos por reavivar los sentimientos que en otro tiempo había sentido. Pero estaban condenados al fracaso, puesto que él consideraba como impertinencias los trabajos que ella se tomaba por agradarle, y le contrariaban los mismos medios que la mujer utilizaba para atraer al errabundo. No obstante, aún continuaba con su comercio ilícito. Pero era evidente que lo que le llevaba a los brazos de Matilde no era el amor sino la sed del apetito brutal. Su temperamento le hacía necesitar a una mujer, y Matilde era la única con quien podía entregarse a sus pasiones sin peligro. A pesar de su belleza, miraba a todas las demás mujeres con más deseo; pero temiendo que acabase divulgándose su hipocresía, no permitía que sus inclinaciones salieran de su pecho.
No era tímido, ni mucho menos, por naturaleza. Pero su educación le había infundido de tal manera el temor en el espíritu que la aprensión pasó ahora a formar parte de su carácter. De haber pasado su juventud en el mundo, habría mostrado muchas y muy espléndidas cualidades varoniles. Era naturalmente emprendedor, firme y atrevido. Tenía un corazón de guerrero, y podía haber brillado espléndidamente a la cabeza de un ejército. No le faltaba generosidad a su naturaleza: los desdichados jamás habían dejado de encontrar en él un alma compasiva. Su talento era despierto y brillante, y su juicio inmenso, sólido y decidido. Con tales cualidades, podía haber sido un orgullo para su país. Desde su más tierna infancia había dado pruebas de poseerlas, y sus padres habían visto apuntar estas virtudes con la más afectuosa complacencia y admiración. Desventuradamente, se vio privado de su familia siendo muy niño aún. Cayó en manos de un pariente cuyo único deseo fue no volver a saber más de él. Para cuyo fin, lo puso en manos de un amigo, el anterior superior de los capuchinos. El abad, auténtico monje, recurrió a todos los medios para persuadir al muchacho de que no existía la felicidad fuera de los muros de un convento. Lo consiguió plenamente. La mayor ambición de Ambrosio fue entonces ingresar en la orden de San Francisco. Sus instructores sofocaron cuidadosamente aquellas virtudes cuya grandeza y desinterés se acomodaban mal a la vida del claustro. En lugar de la benevolencia universal, adoptó una parcialidad egoísta por su propia condición particular. Se le enseñó a considerar la compasión por los errores de los demás como un crimen de la peor índole. La noble franqueza de su genio se transformó en servil humildad; y a fin de romper su ardor natural, los monjes aterraron su joven mentalidad colocándole delante todos los horrores que la superstición pudo proporcionarles. Le pintaron los tormentos de los condenados con los colores más tenebrosos, terribles y fantásticos, y le amenazaron ante la más ligera falta con la condenación eterna. Evidentemente, su imaginación, constantemente obsesionada en estos temas tremendos, volvió tímido y aprensivo su carácter. Además de esto, su larga ausencia del gran mundo, y el total desconocimiento de los comunes peligros de la vida, le dieron una idea muchísimo más sombría de la realidad. Y así como los monjes se ocuparon de extirpar sus virtudes y reducir sus sentimientos, dejaron que sus vicios naturales alcanzasen la plena perfección. Se le consintió que fuese orgulloso, engreído, ambicioso y altanero. Tenía celos de sus iguales y despreciaba todo mérito que no fuera suyo. Era implacable cuando le ofendían, y cruel en su venganza. Sin embargo, a pesar de los trabajos que se tomaban para pervertirlas, sus cualidades naturalmente buenas traspasaban la negrura arrojada sobre ellas con tanto cuidado. En tales ocasiones, la pugna por la supremacía entre su carácter verdadero y el adquirido era sorprendente e inexplicable para quienes ignoraban su disposición natural. Lanzaba las más graves sentencias contra sus ofensores, que un momento después la compasión le impulsaba a mitigar; sometía las más atrevidas empresas que el temor a sus consecuencias le obligaba a abandonar en seguida. Su genio innato arrojaba una luz espléndida sobre los temas más oscuros, y casi instantáneamente, su superstición los volvía a sumergir en unas tinieblas aún más profundas que aquella de la cual habían sido rescatados. Sus monjes hermanos, que le tenían por un ser superior, no percibían contradicción alguna en la conducta de su ídolo. Estaban convencidos de que lo que él hacía debía ser lo correcto, y suponían que tenían sólidas razones para cambiar de decisión. El hecho era que en su pecho contendían los distintos sentimientos que la educación y la naturaleza le habían inspirado: y eran las pasiones que hasta entonces no habían tenido ocasión de entrar en juego las que decidían la victoria. Desgraciadamente, sus pasiones eran los peores jueces a los que podía haber acudido. Su reclusión monástica había obrado hasta ahora en su favor, ya que no le había dado ocasión de descubrir sus malas cualidades. La superioridad de su talento le elevó muy por encima de sus compañeros para sentir celos de ellos. Su piedad ejemplar, su persuasiva elocuencia y sus modales agradables le habían granjeado la estima universal, y consiguientemente no tenía ofensas que vengar. Su ambición se justificaba por el reconocimiento de su mérito, y consideraba su orgullo simplemente como confianza en sí mismo. Jamás había visto personas del otro sexo, y mucho menos había conversado con ellas. Ignoraba los placeres r que una mujer puede conceder; y si en el curso de sus estudios leía que a los hombres les gustaba, sonreía, y se preguntaba cómo.
Merced a las flacas dietas, frecuentes vigilias y severas penitencias, enfrió y sofocó el ardor natural de su temperamento. Pero tan pronto como se presentó la ocasión, tan pronto como vislumbró los goces a los que aún era extraño, las barreras de la religión se volvieron demasiado frágiles para resistir el torrente incontenible de sus deseos.
Todos los impedimentos cedieron ante la fuerza de su temperamento ardiente, sanguíneo y voluptuoso en exceso. Hasta ahora, sus pasiones habían permanecido dormidas. Pero sólo necesitaron despertar una vez para manifestarse violentamente grandes e irresistibles.
Siguió siendo la admiración de Madrid. El entusiasmo suscitado por su elocuencia parecía aumentar, en vez de disminuir. Cada jueves, único día en que aparecía en público, la catedral de los capuchinos se llenaba de oyentes, y su discurso era acogido siempre con la misma aprobación. Era el confesor favorito de todas las principales familias de Madrid, y nadie que se considerase en la vanguardia soportaba una penitencia impuesta por otro que no fuera Ambrosio.
Había perseverado siempre en su resolución de no salir jamás de su convento. Esta circunstancia le reportó una más elevada opinión de su santidad y abnegación. Las mujeres cantaban sus alabanzas por encima de todos, movidas menos por la devoción que por el noble semblante, el aire majestuoso y la donosa figura. La puerta de la abadía se veía abarrotada de carruajes desde la mañana a la noche, y las damas más nobles y hermosas de Madrid confesaban al abad sus menudos y secretos pecados. Y los ojos del lujurioso fraile devoraban sus encantos: de haber consultado sus penitentes a esos intérpretes, no habría necesitado él de otro medio para expresar sus deseos. Para su desgracia, estaban todas tan sólidamente convencidas de su continencia que la posibilidad de que abrigase pensamientos indecentes jamás se les pasó por la mente. El calor del clima, es bien sabido, actúa no poco sobre el temperamento de las damas españolas. Pero la más abandonada habría concebido más fácil inflamar las pasiones de la estatua de mármol de San Francisco que las del frío y rígido corazón del inmaculado Ambrosio.
Por su parte, el fraile estaba poco familiarizado con la depravación del mundo. No sospechaba que muy pocas de sus penitentes habrían rechazado sus galanteos. Aunque, de haber estado mejor instruido sobre este capítulo, el peligro de semejante intento habría sellado sus labios absolutamente. Sabía que a una mujer le era difícil guardar un secreto tan extraño y tan importante como era el de su fragilidad; y hasta temía que Matilde pudiese traicionarle. Deseoso de conservar una reputación que le era sumamente querida, comprendía el riesgo que suponía ponerla en manos de alguna mujer vanidosa y voluble; y como las bellezas de Madrid afectaban sólo sus sentimientos sin tocar su corazón, las olvidaba tan pronto como las perdía de vista. El peligro de ser descubierto, el temor de ser recusado, la pérdida de la reputación, todas estas consideraciones le aconsejaban sofocar sus deseos. Y aunque ahora sentía por Matilde la más completa indiferencia, se veía obligado a limitarse a su persona.
Una mañana, la afluencia de penitentes fue mayor de la habitual. Se vio retenido en el confesionario hasta hora tardía. Por último, despachó a toda la multitud; y se disponía a abandonar la capilla, cuando entraron dos mujeres y se acercaron con humildad. Se levantaron el velo, y la más joven le pidió que las escuchase unos momentos. La melodía de su voz, de una voz que jamás podía escuchar hombre alguno con indiferencia, atrajo inmediatamente la atención de Ambrosio. Se detuvo. La que se lo pedía pareció inclinarse con aflicción. Sus mejillas estaban pálidas, sus ojos empañados de lágrimas, y su cabello caía en desorden sobra su rostro y su pecho. Sin embargo, su semblante era tan dulce, tan inocente, tan celestial, que podía haber fascinado a un corazón menos sensible que el que palpitaba en el pecho del abad. Con más suavidad de lo acostumbrado en él, le pidió que prosiguiese, y la oyó decir, con una emoción que aumentaba a cada instante:
—¡Reverendo padre, ante vos está una desventurada, amenazada con perder a su más querida y casi única amiga! Mi madre, mi excelente madre yace enferma en la cama. Un mal repentino y espantoso hizo presa en ella anoche, y tan rápido ha sido su progreso que los médicos desesperan de poder salvarla. Estoy sin ayuda humana; no me queda otro recurso que el de implorar la misericordia del Cielo. Padre, todo Madrid se hace eco de vuestra piedad y vuestra virtud. Dignaos recordar a mi madre en vuestras oraciones. Tal vez puedan lograr que el Todopoderoso la salve; y si así fuera, me comprometo a iluminar cada jueves, y durante tres meses, el altar de San Francisco en su honor.
«¡Vaya! —pensó el monje—; aquí tenemos a un segundo Vincentio della Ronda. La aventura de Rosario empezó igual», y deseó secretamente que tuviese la misma conclusión.
Accedió a la petición. La suplicante le dio las gracias con grandes muestras de gratitud, y luego prosiguió:
—Aún tengo otro favor que pediros. Somos forasteras en Madrid. Mi madre necesita un confesor, y no sabe a quién dirigirse. Nosotras sabemos que jamás salís de la abadía, y ¡ay, mi pobre madre es incapaz de venir aquí! Si tuvierais la bondad, reverendo padre, de designar a una persona apropiada, cuyos sabios y piadosos consejos pudiesen aliviar las agonías de mi madre moribunda, proporcionaríais un favor inolvidable a unos corazones que sabrán agradecerlo.