El monje (25 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Volvió al día siguiente a temprana hora. «Inés está peor. El médico ha declarado que corre grave peligro; le ha ordenado que permanezca en reposo, y le es completamente imposible recibiros.»Lorenzo estalló ante semejante respuesta, pero no podía hacer nada. Se enfureció, suplicó, amenazó. No dejó por intentar un solo recurso para conseguir ver a Inés. Sus esfuerzos fueron tan inútiles como los del día anterior, y regresó desesperado a ver al marqués. Por su parte, éste no había ahorrado esfuerzos por descubrir cuál había sido la causa del fracaso de su plan. Don Cristóbal, a quien confió ahora el asunto, trató de sonsacar algo a la vieja portera de Santa Clara, con la que había llegado a trabar amistad; pero ésta estaba demasiado prevenida, y no consiguió nada. El marqués se hallaba casi trastornado y Lorenzo se sentía casi tan inquieto como él. Los dos estaban convencidos de que habían descubierto el proyectado secuestro. No dudaban que la enfermedad de Inés era fingida, aunque no sabían cómo rescatarla de las manos de la priora.

Lorenzo visitó el convento puntualmente todos los días. Con la misma regularidad, era informado de que su hermana estaba peor. Convencido de que la enfermedad era fingida, estas noticias no le alarmaban. Pero el no saber qué era de ella, ni los motivos que habían impulsado a la priora a no dejar que la viera, le producían la más grave inquietud. Aún no sabía bien qué determinación tomar, cuando el marqués recibió una carta del duque–cardenal de Lerma. Incluía la esperada bula del Papa, ordenando que Inés fuese dispensada de sus votos y restituida a sus parientes. Este documento vital decidió inmediatamente a los amigos. Resolvieron que Lorenzo lo llevase a la superiora sin tardanza y exigiese la inmediata entrega de su hermana. No podrían alegar la enfermedad contra esta orden que confería al hermano el poder de llevársela instantáneamente al palacio de Medina, y decidió utilizar ese poder al día siguiente.

Este pensamiento le alivió de la inquietud respecto de su hermana, y se animó con la esperanza de que pronto le devolvería la libertad. Ahora tenía tiempo de dedicar algunos momentos al amor y a Antonia. A la misma hora que la primera vez, fue a visitar a doña Elvira. Ésta había dado orden de que se le recibiese. En cuanto fue anunciado, su hija se retiró con Leonela, y cuando entró en el aposento, encontró sola a la dueña de la casa. Ésta le acogió con menos frialdad que antes, y le pidió que se sentase en el sofá, junto a ella. Luego, sin ninguna clase de preámbulo, abordó el tema según habían acordado ella y Antonia.

—No quiero que me tengáis por desagradecida, don Lorenzo, ni olvidadiza de lo esenciales que son los servicios que me habéis prestado ante el marqués. Siento el peso de mis obligaciones. Nada bajo el sol me impulsaría a dar el paso a que ahora me veo obligada, salvo el interés de mi hija, de mi queridísima Antonia. Mi salud está cada vez peor. Sólo Dios sabe lo pronto que seré llamada ante su trono. Mi hija quedará sin padres, y si perdiera la protección de la familia de las Cisternas, sin amigos. Es joven e inocente, y no está preparada contra la perfidia del mundo, y posee encantos que la convierten en objeto de seducción. ¡Juzgad, pues, cómo debo temblar ante la perspectiva que se abre ante ella! Juzgad lo ansiosa que debo estar por preservarla de la sociedad de quienes pueden excitar pasiones hasta ahora dormidas en su pecho. Vos sois amable, don Lorenzo: Antonia tiene un corazón sensible y amoroso, y agradece los favores que se nos tributan por vuestra intercesión ante el marqués. Vuestra presencia me hace temblar. Temo que le inspiréis sentimientos que puedan amargar el resto de su vida, o alentarla a abrigar esperanzas que, por su condición, son injustificables e inútiles. Perdonadme si os confieso mis terrores, y permitid que mi franqueza abogue en mi disculpa. No puedo cerraros las puertas de mi casa, pues la gratitud me lo impide; sólo me cabe ponerme en manos de vuestra generosidad, y suplicaros que ahorréis los sentimientos de una madre angustiada, que se desvive por su hija. Creedme cuando os aseguro que lamento la necesidad de rechazar vuestra amistad. Pero no hay otro remedio, y el interés de Antonia me obliga a pediros que os abstengáis de visitarnos. Si accedéis a mi ruego, haréis aumentar la estima que ya siento por vos, y de la cual todo me convence de que sois merecedor.

—Vuestra franqueza me encanta —replicó Lorenzo—. Veréis cómo no os defraudo en la opinión favorable que os habéis formado de mí. Pero espero que las razones que ahora puedo aducir os decidan a retirar una petición que no puedo obedecer sino con infinita renuncia. Yo amo a vuestra hija, la amo muy sinceramente. No deseo otra felicidad que la de inspirarle los mismos sentimientos y recibir su mano en el altar como esposo suyo. Es cierto que no soy rico. La muerte de mi padre me ha dejado poco. Pero mis esperanzas de futuro justifican mi pretensión de obtener la mano de la hija del conde de las Cisternas.

Iba a proseguir, pero Elvira le interrumpió:

—¡Ah, don Lorenzo!, olvidáis en ese título pomposo la bajeza de mi origen. Olvidáis que llevo catorce años en España, repudiada por la familia de mi esposo, y viviendo con una pensión escasamente suficiente para el sustento y la educación de mi hija. Es más, incluso he sido olvidada por casi todos mis parientes, quienes por envidia fingen dudar de la realidad de mi matrimonio. Al cesar mi asignación con la muerte de mi suegro, me he visto reducida al mismo borde de la miseria. En esta situación me encontró mi hermana, quien pese a todas sus debilidades, posee un corazón cálido, generoso y afectivo. Me ayudó con la pequeña fortuna que mi padre le dejó, me convenció para que viniera a Madrid, y nos ha sostenido a mi hija y a mí desde que salimos de Murcia. Así que no consideréis a Antonia como una descendiente del conde de las Cisternas. Consideradla como una huérfana pobre y sin protección, como la nieta del mercader Toribio Dalfa, como un vástago menesteroso de la hija de ese mercader. Pensad en la diferencia entre tal situación y la del sobrino y heredero del poderoso duque de Medina. Creo que vuestras intenciones son honestas. Pero como no hay esperanzas de que vuestro tío apruebe la unión, preveo que las consecuencias de vuestro afecto serían fatales para mi hija.

—Perdonadme, señora. Estáis equivocada si suponéis que el duque de Medina se parece a la generalidad de los hombres. Sus sentimientos son liberales y desinteresados. Él me quiere mucho, y yo no tengo ningún motivo para temer que prohíba el matrimonio, cuando vea que mi felicidad depende de Antonia. Pero suponiendo que se niegue a dar su aprobación, ¿qué puedo temer? Mis padres no viven ya; estoy en posesión de mi pequeña fortuna, que será suficiente para sostener a Antonia; y yo cambiaría por su mano el ducado de Medina sin un suspiro de pesar.

—Sois joven e impetuoso. Es natural que abriguéis tales ideas. Pero la experiencia me ha enseñado que las uniones desiguales van acompañadas de maldiciones. Yo me casé con el conde de las Cisternas con la oposición de sus parientes. Son muchos los sufrimientos que me han castigado por este paso imprudente. Allí hacia donde dirigíamos nuestro rumbo, nos perseguía la maldición del padre Gonzalo. La pobreza nos asediaba, y no teníamos cerca de nosotros a ningún amigo que nos aliviara en nuestras necesidades. Sin embargo, existía nuestro mutuo amor; aunque, ¡ay!, no sin interrupciones. Acostumbrado a la riqueza y la abundancia, mal podía mi esposo soportar el paso a la escasez y la indigencia. Volvía la mirada con añoranza hacia las comodidades de que en otro tiempo había disfrutado. Lamentaba la situación que había perdido por mi causa; y en los momentos en que le dominaba la desesperación, ¡me reprochaba haber hecho de él un compañero de miserias y desdichas! ¡Me llegó a decir que yo era su perdición! ¡La fuente de sus desdichas y la causa de su ruina! ¡Ah, Dios mío! ¡Poco sabía él que los reproches de mi corazón eran mucho mayores! ¡Ignoraba que yo sufría terriblemente, por mí, por mis hijos y por él! Es cierto que su enojo duraba rara vez. Su sincero afecto por mí renacía en seguida en su corazón, y entonces su arrepentimiento por las lágrimas que me había hecho derramar me torturaba aún más que sus reproches. Se arrojaba al suelo, imploraba mi perdón en los términos más frenéticos y se cubría de maldiciones por haber matado mi serenidad. Como sé por experiencia que la unión contraída contra las indicaciones de las familias de una y otra parte es desdichada, quiero salvar a mi hija de las desventuras que he sufrido yo. Sin el consentimiento de vuestro tío, mientras yo viva, ella no será vuestra. Sin duda él desaprobará vuestra unión. Su poder es inmenso, y Antonia no se expondrá a su ira y persecución.

—¿Su persecución? ¡Qué fácilmente puede evitarse una cosa así! Aun cuando ocurriese tal cosa, se trataría tan sólo de abandonar España. Mi economía nos lo permitiría con la mayor facilidad. Las Indias Occidentales pueden ofrecernos un refugio seguro. Tengo una propiedad, aunque no muy valiosa, en la Española. Huiríamos allí, y la consideraría mi tierra natal, si ello significase la serena posesión de Antonia.

—¡Ah, joven! Esa es una visión enamorada y romántica. Gonzalo pensaba igual. Imaginaba que podía abandonar España sin pesar. Pero el momento de la partida le desengañó. Vos no sabéis aún lo que es abandonar vuestra tierra natal; ¡abandonarla, para no verla nunca más! ¡No sabéis lo que es cambiar los escenarios donde habéis pasado vuestra infancia por regiones desconocidas y climas bárbaros! ¡Ser olvidado, absoluta y eternamente olvidado, por los compañeros de vuestra juventud! ¡Ver a vuestros amigos más queridos, a los que habéis tenido más afecto, perecer víctimas de enfermedades accidentales de los aires indios, y descubrir que no podéis procurarles la necesaria asistencia! ¡Yo he sentido todo eso! ¡Enterré a mi esposo y a dos hijitos en Cuba! Nada podía haber salvado a mi hija Antonia más que el inmediato regreso a España. ¡Ah, don Lorenzo, si supierais lo que sufrí durante esta ausencia! ¡Si supierais cuán dolorosamente añoré lo que había dejado atrás, y qué caro se me hizo el mismo nombre de España! Llegué a envidiar a los vientos que soplaban hacia aquí; y cuando algún marinero español cantaba alguna canción conocida al pasar junto a mi ventana, los ojos se me llenaban de lágrimas pensando en mi tierra natal. A Gonzalo también... Mi esposo...

Elvira calló. Le flaqueó la voz, y se ocultó el rostro con el pañuelo. Tras un breve silencio, se levantó del sofá y prosiguió:

—Perdonad que os deje un momento; el recuerdo de lo que he sufrido me ha turbado mucho y necesito estar sola. Mientras me ausento, leed estos versos. A la muerte de mi esposo, los encontré entre sus papeles. De haber sabido antes que abrigaba esos sentimientos, me habría matado el dolor. Los escribió en el viaje de Cuba, cuando tenía el espíritu nublado por el pesar y olvidaba que tenía esposa e hijos. Lo que vamos a perder siempre nos parece que es lo más precioso. Gonzalo dejaba España para siempre, así que España era más cara a sus ojos que todo cuanto el mundo contenía. Leedlos, Lorenzo. ¡Ellos os darán idea de los sentimientos de un hombre desterrado!

Elvira puso un papel en la mano de Lorenzo, y se retiró del aposento. El joven examinó el contenido, encontrando lo siguiente:

EL EXILIO

¡Adiós, oh España natal! ¡Adiós para siempre!

Estos ojos desterrados ya no verán tus costas;

Un fúnebre presagio dice a mi corazón que nunca más

Los pasos de Gonzalo hollarán tu arena.

Los vientos han callado, y mientras blandamente la nave

Se desliza y surca el terso mar,

Siento que desfallece el ánimo en mi pecho,

Y maldigo las olas que me alejan de España.

¡Aún la veo! Bajo el claro cielo azul

Aún se ven los campanarios bienamados;

Desde aquel punto escarpado, el viento de la tarde

Aún trae natales aires a mi oído.

Apoyado en alguna roca musgosa, cantando alegremente

Al sol, el pescador seca sus redes.

A menudo oí la balada quejumbrosa, que trae

Escenas de pasadas alegrías a mis ojos doloridos.

¡Ah! ¡Zagal dichoso! ¡Él aguarda la hora acostumbrada,

En que el crepúsculo oscurece el horizonte; Entonces, alegremente busca el emparrado paterno

Y comparte el festín que dan sus campos natales!

La amistad y el amor, moradores de su choza,

Honestamente le acogen, con sonrisa sincera, Sin tristezas que amenacen borrar la alegría,

Sin suspiros en el pecho ni lágrima en el ojo.

¡Ah! ¡Feliz zagal! Tu dicha me ha sido negada.

La fortuna me hace ver con envidia tu destino.

Yo que, huyendo de España y del hogar, voy al destierro,

Digo adiós a cuanto estimo y cuanto amo.

Nunca más mi oído escuchará los aires conocidos

Que canta la serrana que cuida de sus cabras, Del zagal que implora algún amor,

O el canto del pastor que entona toscas notas.

Ya no abrazarán mis brazos a mi padre bienamado,

Ya no conocerá mi corazón la paz de casa; Lejos de estos gozos, con suspiros de recuerdos,

A cielos sofocantes y climas lejanos voy.

Donde soles indios engendran males nuevos.

Donde viven tigres y sierpes, oriento mi camino,

A desafiar la sed febril que nada sacia,

Y a la fiebre amarilla, y al fuego enloquecedor:

A sentir dolores que consumirán mi hígado,

A morir poco a poco en la flor de mi edad, Bebiéndose insaciable la fiebre mi sangre ardiente,

Delirante el cerebro bajo la furia del sol,

¿Qué puede darme tanto dolor como separarme

Con tan amargos suspiros, amada tierra, de ti? ¡Sentir que este corazón te añorará para siempre

Y ver arrancadas de mí todas tus alegrías!

¡Ay de mí! Cuán a menudo la imaginación, en sueños,

Me evocará en el espíritu mi país natal.

¡Cuán a menudo la nostalgia recordará con tristeza

Los placeres y amigos que he dejado!

Agrestes valles de Murcia, emparrados románticos,

Río en cuya orilla he jugado de pequeño,

Salones de mi castillo, adustas torres,

Llorados bosques, cañadas entrañables;

Sueños de la tierra en que confluyen mis anhelos,

Tus paisajes, que nunca más veré,

Llenarán a menudo mi memoria, atormentadora de mi alma,

Y volverán en dolor presente toda dicha pasada.

¡Pero mira! El sol bajo las aguas se retira,

La noche se apresura a imponer su dominio,

La nube oscurece el campanario de los pueblos, Lo veo débilmente, y ya desaparece.

¡Oh, no sopléis, vientos!

¡Aquietad el movimiento de las aguas!

¡Duerme, duerme, barca mía, en el océano!

Y así, cuando mañana el sol dore las aguas,

Mis ojos verán una vez más tierra de España.

¡Vano deseo! Despreciando mi última plegaria,

De nuevo sopla el viento, hincha las olas.

Lejos estaremos antes que rompa el día.

¡Hasta nunca, pues, natal España, adiós!

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