Authors: Matthew G. Lewis
—¡Imprudente Matilde! ¿Qué habéis hecho? ¡Os habéis condenado a la eterna perdición, habéis malbaratado vuestra eterna felicidad por un poder momentáneo! Si la satisfacción de mis deseos depende de la brujería, renuncio a vuestra ayuda absolutamente. Las consecuencias son demasiado horribles: adoro a Antonia, pero no me ciega la lujuria al extremo de sacrificar por su goce mi existencia en este mundo y en el otro.
—¡Ridículos prejuicios! ¡Oh, avergonzaos, Ambrosio, avergonzaos de vivir sujeto a ellos! ¿Qué riesgo corréis aceptando mis proposiciones? ¿Qué puede impulsarme a persuadiros para que deis este paso, si no es el deseo de devolveros la felicidad y el sosiego? Si hay algún peligro, será por mi parte: soy yo quien invoca al ministro de los espíritus. Mío, pues, será el crimen, y vuestro el provecho. Pero no hay peligro ninguno. El enemigo del hombre es mi esclavo, no mi soberano. ¿No existe diferencia entre dar y recibir leyes, entre servir y ordenar? ¡Despertad de vuestros sueños inútiles, Ambrosio! Desechad esos terrores, tan impropios de un alma como la vuestra. ¡Dejadlos para los hombres ordinarios, y decidíos a ser feliz! Acompañadme esta noche al sepulcro de Santa Clara, presenciad mis conjuros, y Antonia será vuestra. —Ni puedo, ni quiero conseguirla por ese medio. Dejad, entonces de persuadirme, pues no me atrevo a utilizar a los agentes del Infierno.
—¿No os
atrevéis?
¡Cómo me habéis engañado! Ese espíritu que yo estimaba tan grande y valeroso resulta ser débil, pusilánime y servil, esclavo de los vulgares errores, y más endeble que el de una mujer.
—¿Cómo? Siendo consciente del peligro, ¿voy a exponerme voluntariamente a las artes del seductor? ¿Renunciaré, para siempre a mi derecho a la salvación? ¿Van mis ojos a buscar una visión que, estoy seguro, los abrasará? No, no, Matilde; no me aliaré con el Enemigo de Dios.
—¿Sois, entonces, amigo de Dios en este instante? ¿No habéis quebrantado vuestros compromisos con él, no habéis renunciado a su servicio y os habéis abandonado al impulso de vuestras pasiones? ¿No estáis tramando la destrucción de la inocencia, la ruina de una criatura a quien formó él con el molde de los ángeles? Si no es la de los demonios, ¿de quién es la ayuda que invocáis para ejecutar vuestro loable propósito? ¿Lo protegerán los serafines, empujarán ellos a Antonia a vuestros brazos, y sancionarán con su ministerio vuestros placeres ilícitos? ¡Absurdo! ¡Pero no me engañáis, Ambrosio! No es la virtud lo que os impulsa a rechazar mi ofrecimiento:
querríais
aceptarlo, pero no os
atrevéis.
No es el crimen lo que os sujeta la mano, sino el castigo; no es el respeto a Dios lo que os contiene, ¡sino el terror a su venganza! Con gusto le ofenderíais en secreto, pero tembláis confesaros su adversario. ¡Vergüenza para el alma cobarde que carece del valor de ser firme en la amistad y franco en la enemistad!
—Considerar la culpa con horror, Matilde, es en sí mismo un mérito. En este sentido me alegro de declararme cobarde. Aunque mis pasiones me han desviado de sus leyes, aún siento en mi corazón un amor innato por la virtud. Pero no tenéis razón al echarme en cara mi perjurio, vos, que me sedujisteis para que violase mis votos; vos que soliviantasteis mis vicios dormidos, me hicisteis sentir el peso de las cadenas de la religión y me convencisteis de que la culpa tenía sus placeres. ¡Sin embargo, aunque mis principios se han rendido a la fuerza de mi temperamento, aún poseo la gracia suficiente para estremecerme ante la hechicería y evitar un crimen tan monstruoso, tan imperdonable!
—¿Imperdonable, decís? ¿Dónde está entonces vuestra constante alabanza de la infinita misericordia del Todopoderoso? ¿Acaso le ha puesto límites recientemente? ¿Ya no acoge al pecador con alegría? Le ofendéis, Ambrosio; siempre tendréis tiempo de arrepentiros, y El bondad para perdonar. Proporcionadle una gloriosa ocasión para ejercer su benevolencia: cuanto más grande sea vuestro crimen, mayor será el mérito de perdonar. Desechad, pues, esos escrúpulos infantiles: convenceos de que es por vuestro bien, y acompañadme al sepulcro.
—¡Oh, basta, Matilde! Ese tono de burla, ese lenguaje impío y atrevido es horrible en boca de cualquiera, pero más aún en la de una mujer. Dejemos una conversación que no suscita más sentimientos que los de horror y repugnancia. No os seguiré al sepulcro, ni aceptaré los oficios de vuestros agentes infernales. Antonia será mía, pero mía por medios humanos.
—¡Entonces no lo será nunca! Os han echado de su presencia. Su madre le ha abierto los ojos sobre vuestros propósitos, y ahora está en guardia en ese sentido. Es más, alguien posee su corazón, y a menos que intervengáis, dentro de pocos días la hará su esposa. Esta noticia me la han traído mis servidores invisibles, a quienes recurrí al principio de observar vuestra indiferencia. Vigilaron cada movimiento vuestro, me contaron todo lo que ocurría en casa de Elvira, y me inspiraron la idea de favorecer vuestros propósitos. Sus informes han sido mi único consuelo. Aunque vos eludáis mi presencia, yo tenía conocimiento de todos vuestros actos: ¡es más, yo estaba constantemente con vos en cierto modo, gracias a este precioso don!
Con estas palabras sacó de debajo del hábito un espejo de acero bruñido, cuyos bordes estaban marcados con diversos caracteres extraños y desconocidos.
—En medio de todas mis aflicciones, en medio de mis penas por vuestra frialdad, he podido evitar la desesperación gracias a las virtudes de este talismán. Al pronunciar determinadas palabras, aparece en él la persona en quien el observador concentra sus pensamientos; así, aunque yo estaba lejos de
vos,
Ambrosio, vos habéis estado siempre delante de mí.
La curiosidad del fraile se excitó vivamente.
—¡Lo que me contáis es increíble! Matilde, ¿no estáis jugando con mi credulidad?
—Juzgad vos mismo.
Le puso el espejo en la mano. La curiosidad le indujo a cogerlo, y el amor a desear que apareciese Antonia. Matilde pronunció las palabras mágicas. Inmediatamente, un humo espeso brotó de los caracteres trazados en sus bordes y se extendió por la superficie. Luego, se disipó gradualmente. Ante los ojos del fraile surgió una mezcla de colores y de imágenes, que finalmente se ordenaron en sus lugares apropiados y vio en miniatura la adorable forma de Antonia.
Se hallaba en un pequeño cuarto de su vivienda. Se estaba desvistiendo para bañarse. Tenía ya recogidas las largas trenzas de sus cabellos. El amoroso monje tuvo ocasión de observar los contornos voluptuosos y la admirable simetría de su persona. Se quitó la última ropa, y acercándose al baño se dispuso a bañarse, metiendo un pie en el agua. Le pareció fría, y lo retiró otra vez. Aunque ignorante de que era observada, un sentido innato del pudor la impulsó a velar sus encantos; y se quedó vacilando en el borde, en la actitud de la Venus de Médicis. En ese instante, un jilguero domesticado voló a ella, cobijó la cabecita entre sus pechos, y los picoteó picarescamente. Sonriendo, Antonia trató en vano de apartar al pajarillo, y finalmente alzó las manos para quitarlo de su delicioso refugio. Ambrosio no pudo resistir más: sus deseos alcanzaron un grado frenético.
—¡Me rindo! —exclamó, arrojando el espejo al suelo—. ¡Matilde, os sigo! ¡Haced de mí lo que queráis!
Ella no esperó a oír su consentimiento por segunda vez. Era ya medianoche. Corrió a su celda y regresó en seguida con su pequeña cesta y la llave del cementerio, que había estado en posesión suya desde la primera visita a la cripta. No concedió tiempo al monje para reflexionar.
—¡Vamos! —dijo, y le cogió de la mano—. ¡Seguidme, y presenciad los efectos de vuestra decisión!
Dicho esto, tiró de él apresuradamente. Entraron en el cementerio sin ser observados, abrió la puerta del sepulcro y se encontraron en la entrada de la escalera subterránea. Hasta ese momento la luz de la luna llena había guiado sus pasos, pero a partir de ahora carecieron de este recurso. A Matilde se le había olvidado proveerse de una lámpara. Sujetando aún la mano de Ambrosio, descendió los peldaños de mármol. Pero la profunda oscuridad que les envolvía les obligó a avanzar lenta y precavidamente.
—¡Tembláis! —dijo Matilde a su compañero—. No tengáis miedo; el sitio adonde vamos está cerca.
Llegaron al pie de la escalera, y siguieron, tanteando el terreno a lo largo del muro. Al dar súbitamente la vuelta a una esquina, divisaron un débil resplandor de luces que parecían arder a lo lejos. Se dirigieron hacia allí. Los rayos procedían de una lamparita sepulcral que alumbraba incesantemente ante la estatua de Santa Clara. Sus rayos desmayados y lóbregos iluminaban las gruesas columnas que sostenían el techo, aunque eran demasiado débiles para disipar la densa oscuridad que reinaba en la cripta.
Matilde cogió la lámpara.
—Esperadme —le dijo al fraile—; volveré en un instante.
Con estas palabras, desapareció apresuradamente por uno de los pasadizos que salían en varias direcciones desde este lugar y formaban una especie de laberinto. Ambrosio se quedó a solas. Le envolvían las tinieblas más profundas, que alentaron las dudas que empezaban a renacer en su pecho. Se había dejado arrastrar por el delirio del momento.
La vergüenza de delatar sus terrores en presencia de Matilde le había inducido a reprimirlos; pero ahora que estaba abandonado a sí mismo recobraron su anterior preponderancia. Temblaba pensando en la escena que estaba a punto de presenciar. No sabía hasta dónde podían actuar los delirios de la magia en su espíritu, aunque posiblemente le forzarían a cometer algún acto cuya comisión provocaría una irreparable ruptura entre él y el Cielo. En este espantoso dilema, habría implorado la ayuda de Dios, pero se daba cuenta de que había perdido el derecho a tal protección. De buena gana habría regresado a la abadía; pero habiendo recorrido innumerables cavernas y pasadizos, la empresa de encontrar la escalera le parecía desesperada. Su destino estaba decidido. No veía posibilidad alguna de escapar. Así que resistió sus aprensiones e invocó todo argumento en su socorro que le permitiese soportar la difícil escena con entereza. Pensó que Antonia sería la recompensa a su atrevimiento: enardeció su imaginación enumerando sus encantos. Se persuadió de que (como Matilde había observado) siempre tendría tiempo de arrepentirse, y que, al utilizar la ayuda de
ella,
no la de los demonios, no se le podría inculpar del crimen de hechicería. Había leído mucho sobre brujería. Entendía que mientras no mediase un pacto formal firmado, en el que renunciara a su derecho a la salvación, Satanás no tendría ningún poder sobre él. Estaba plenamente decidido a no firmar dicho pacto, fueran cuales fuesen las amenazas que le hiciesen o las ventajas que le brindasen.
Tales eran sus meditaciones mientras esperaba a Matilde. Le interrumpió un murmullo, no muy lejano al parecer. Se sobresaltó. Prestó atención. Transcurrieron unos minutos de silencio, y luego se repitió el murmullo. Parecía un gemido. En otras circunstancias, este detalle sólo habría despertado su atención y curiosidad; en el presente, su sensación predominante era la de terror. Tenía la imaginación totalmente imbuida de ideas sobre hechicería y espíritus, y se figuró que había algún espectro que vagaba a su alrededor, o que Matilde había sucumbido víctima de su presunción, y agonizaba bajo las garras crueles de los demonios. A veces se hacía más audible, sin duda en los momentos en que la persona que los profería sufría de manera más aguda e insoportable. Ambrosio pensaba, de vez en cuando, poder discernir algo; una de las veces concretamente, estuvo casi convencido de que había oído exclamar:
—¡Dios! ¡Oh, Dios! ¡No hay esperanza! ¡Ni socorro!
Unos gemidos aún más hondos siguieron a estas palabras. Se extinguieron gradualmente, y un silencio universal se impuso un vez más.
«¿Qué podrá significar?», pensó el desconcertado monje.
En ese momento le vino a la cabeza una idea que casi le petrificó de horror. Se estremeció, y sintió escalofríos de sí mismo.
—¡Será posible! —gimió involuntariamente—. ¡Será posible! ¡Oh, qué monstruo soy!
Decidió aclarar sus dudas y reparar su falta, si no era ya demasiado tarde: pero estos sentimientos generosos y compasivos se volatilizaron inmediatamente con la llegada de Matilde. Se olvidó de los lamentos, y no tuvo presente otra cosa que el peligro y la dificultad de su propia situación. La luz de la lámpara que regresaba doró las paredes y unos instantes después estaba Matilde a su lado. Se había quitado su hábito religioso: ahora llevaba un largo vestido negro, con multitud de caracteres desconocidos bordados en oro. Se lo ajustaba con un ceñidor de piedras preciosas, el cual sujetaba un puñal. Llevaba el cuello y los brazos descubiertos. Su mano sostenía una varita dorada. Su cabello suelto se derramaba sobre los hombros; sus ojos refulgían con terrible expresión, y todo su ademán estaba calculado para inspirar temor y admiración en el que la veía.
—¡Seguidme! —le dijo al monje con voz baja y solemne—. ¡Todo está preparado!
A Ambrosio le temblaron las piernas. La obedeció. Ella le guió por diversos pasadizos estrechos, y a uno y otro lado, al pasar, la luz de la lámpara fue revelando los más repugnantes objetos: cráneos, huesos, sepulturas e imágenes cuyos ojos parecían mirarle con sorpresa y horror. Finalmente, llegaron a una espaciosa caverna cuyo altísimo techo en vano se esforzaba el ojo en alcanzar. Una profunda oscuridad flotaba en aquel vacío. Los fríos y húmedos vapores helaron al fraile hasta el corazón, y escuchó con tristeza la ráfaga de aire que aulló en las criptas solitarias. Matilde se detuvo aquí. Se volvió Ambrosio, que tenía las mejillas y los labios pálidos de aprensión. Le reprochó su pusilanimidad con una mirada burlona y enfadada, pero no p dijo nada. Depositó la lámpara en el suelo, junto a la cesta. Hizo una seña a Ambrosio para que guardase silencio, y comenzó el rito misterioso. Trazó un círculo alrededor de él, otro alrededor suyo, y sacando luego una pequeña redoma de la cesta, derramó unas cuantas gotas ante ella. Se inclinó sobre ese lugar, murmuró unas frases confusas, e inmediatamente brotó del suelo una pálida llamarada sulfurosa. Aumentó gradualmente, hasta que su fuego se extendió por toda la superficie, respetando los círculos donde estaban Matilde y el monje. Entonces vieron elevarse las enormes columnas de tosca piedra hasta el techo, y surgir la caverna como una inmensa cámara totalmente inundada de un fuego tembloroso y azul. No irradiaba calor alguno. Al contrario, el extremado frío del lugar parecía aumentar a cada instante. Matilde prosiguió sus encantamientos; de vez en cuando, sacaba algún objeto de la cesta, cuyo nombre y naturaleza desconocía el fraile en su mayor parte. Pero entre los pocos que logró identificar, le llamaron la atención particularmente tres dedos humanos, y un agnusdéi que rompió en pedazos. Los arrojó todos a las llamas; ardieron ante ella, y se consumieron instantáneamente.