Authors: Matthew G. Lewis
El monje la observaba con curiosidad. De súbito, Matilde profirió un chillido penetrante. Pareció presa de un ataque de delirio; se mesó los cabellos, se golpeó el pecho, gesticuló de manera frenética y sacando el puñal de su ceñidor, se lo clavó en el brazo izquierdo. La sangre brotó a borbotones, y como se hallaba en el borde del círculo, procuró que cayese fuera. Las llamas se retiraron del lugar donde caía la sangre. Una voluta de oscura nube se elevó lentamente del suelo ensangrentado, y ascendió hasta llegar a la bóveda de la caverna. Al mismo tiempo, se oyó el estallido de un trueno. El eco retumbó tremendo en los pasadizos subterráneos, y el suelo se estremeció bajo los pies de la hechicera.
Entonces fue cuando Ambrosio se arrepintió de su imprudencia. La solemne singularidad del conjuro le predispuso para presenciar algo extraño y horrible. Aguardó atemorizado la aparición del espíritu cuya llegada habían anunciado el trueno y el estremecimiento de la tierra. Miró espantado en torno suyo, esperando descubrir alguna tremenda aparición cuya visión le haría enloquecer. Un violento escalofrío sacudió su cuerpo, y cayó de rodillas, incapaz de sostenerse.
—¡Ya viene! —exclamó Matilde en tono gozoso.
Ambrosio se estremeció, y esperó al Demonio con terror. Cuál fue su sorpresa cuando, al cesar el trueno, se llenó el aire de una música melodiosa. Al mismo tiempo, se disipó la nube, y vio una figura más hermosa de lo que el lápiz pueda dibujar jamás. Era un joven de apenas dieciocho años, al parecer, con una perfección de cuerpo y de rostro sin rival. Estaba totalmente desnudo: una estrella radiante centelleaba en su frente; de sus hombros se extendían dos alas rojas, y llevaba sus bucles sedosos sujetos con una cinta de fuego multicolor que llameaba alrededor de su cabeza, formaba las más diversas figuras, e irradiaba un resplandor que sobrepasaba con mucho a las piedras preciosas. Sus brazos y tobillos estaban ceñidos por ajorcas de diamantes, y en su mano derecha llevaba una rama de plata que imitaba el mirto. Su cuerpo resplandecía con un aura deslumbrante. Estaba rodeado de nubes de luz rosácea, y en el momento de aparecer, un aire impregnado de perfumes recorrió la caverna. Encantado ante una visión tan opuesta a la que esperaba, Ambrosio se quedó contemplando al espíritu con arrobamiento. Sin embargo, pese a su hermosa figura, no pudo por menos de observar cierta fiereza en los ojos del Demonio, y una misteriosa melancolía impregnaba su semblante que delataba al ángel caído, e inspiraba a los que miraba un secreto temor.
Cesó la música. Matilde se dirigió al espíritu, le habló en un lenguaje incomprensible para el monje, y él contestó de la misma manera. Ella parecía insistir en algo, que el Demonio se negaba a conceder. Dirigía frecuentemente miradas furiosas a Ambrosio, que le encogían a éste el corazón. Matilde parecía cada vez más irritada. Hablaba en tono sonoro y autoritario, y sus gestos denotaban que amenazaba al espíritu con su venganza. Sus amenazas surtieron el efecto deseado: el espíritu cayó de rodillas, y con aire sumiso le ofreció la rama de mirto. Tan pronto como la tuvo Matilde en sus manos, se oyó la música otra vez; una nube se extendió por encima de la aparición. Se disiparon las llamas azules, y la caverna se sumió en total oscuridad. El abad no se movió de su sitio. Tenía todas sus facultades paralizadas por el placer, la ansiedad y la sorpresa. Por último, disipándose las tinieblas, vio a Matilde de pie junto a él, con su hábito religioso y el mirto en la mano. No había vestigio alguno de su encantamiento, y las criptas estaban iluminadas tan sólo por los débiles rayos de la lámpara sepulcral.
—Lo he conseguido —dijo Matilde—, aunque con más dificultad de la que esperaba. Lucifer, a quien he invocado en mi ayuda, se negaba al principio a obedecer mis mandatos. Para reducirle a la obediencia, me he visto obligada a recurrir a mis más poderosos conjuros. Han producido el efecto deseado, pero he prometido no invocar nunca más su concurso en vuestro favor. Tened cuidado, pues, de cómo usáis de una oportunidad que jamás se volverá a repetir. Mis artes mágicas no os serán de ninguna utilidad. En el futuro, sólo podéis esperar ayuda sobrenatural invocando vos mismo a los demonios y aceptando las condiciones de su servicio. Pero esto no lo haréis nunca. Os falta fuerza espiritual para obligarles a la obediencia, y a menos que paguéis el precio estipulado, no serán vuestros servidores voluntarios. En este único caso consienten en obedeceros; os ofrezco el medio de disfrutar de vuestra amada; procurad no desperdiciar esta oportunidad. Recibid este mirto constelado: mientras lo tengáis en vuestra mano, se os abrirán todas las puertas. Os procurará el acceso, mañana por la noche, a la alcoba de Antonia. Soplad entonces tres veces sobre él, pronunciad el nombre de Antonia, y colocadlo sobre su almohada. Un sueño mortal se apoderará de ella inmediatamente y la privará del poder de resistirse a vuestros intentos. En este estado, podréis satisfacer vuestros deseos sin peligro de ser descubierto; cuando la luz del día disipe los efectos del encantamiento, Antonia se dará cuenta de su deshonra, aunque no sabrá quién ha sido el violador. Sed feliz, pues, Ambrosio, y que este servicio os convenza de que mi amistad es pura y desinteresada. La noche debe de estar a punto de expirar. Regresemos a la abadía, no sea que se descubra nuestra ausencia.
El abad recibió el talismán con muda gratitud. Sus ideas estaban muy confusas por las aventuras de la noche, para poder expresar su agradecimiento de manera audible, ni comprender todo el valor del regalo que ella le hacía. Matilde cogió la lámpara y la cesta, y guió a su compañero a través de la misteriosa caverna. Volvió a dejar la lámpara en su lugar, y prosiguió su camino a oscuras, hasta que llegó al pie de la escalera. Los primeros rayos de sol facilitaron su ascenso. Matilde y el abad salieron apresuradamente del sepulcro, cerraron la puerta tras ellos, y llegaron en seguida al claustro de la abadía. No se tropezaron con nadie, y se retiraron a sus respectivas celdas sin ser vistos.
La confusión del espíritu de Ambrosio empezó a sosegarse ahora. Se alegraba del afortunado final de su aventura, y al reflexionar sobre las virtudes del mirto, consideró a Antonia ya en su poder. Su imaginación evocó aquellos secretos encantos que el espejo mágico le había revelado, y esperó con impaciencia la llegada de la medianoche.
The crickets sing, and Mans o'er–laboured sense Repairs itself by rest: Our Tarquin thus Did softly press the rushes, ere He wakened
The chastity He wounded —Cytherea,
How bravely thou becom'st thy bed! Fresh Uy! And whiter than the sheets!
SHAKESPEARE, Cimbelino
Todas las indagaciones del marqués de las Cisternas resultaron vanas: había perdido a Inés para siempre. La desesperación produjo un efecto tan violento en él que contrajo una larga y grave enfermedad. Ésta le impidió visitar a Elvira, como había sido su intención; e ignorando ella por qué causa había dejado de ir a verla, sentía no poca inquietud. La muerte de su hermana había impedido a Lorenzo comunicar a su tío sus propósitos respecto a Antonia: el ruego de su madre le prohibía presentarse ante ella sin el consentimiento del duque; y como Elvira no volvió a saber de sus proposiciones, dedujo que, o bien había encontrado un partido mejor, o le habían ordenado renunciar a toda idea sobre su hija. Cada día se sentía más inquieta por el futuro de Antonia. Mientras tuvo la protección del abad, soportó con fortaleza el desencanto de sus esperanzas respecto a Lorenzo y al marqués. Pero ese recurso le había fallado ahora. Estaba convencida de que Ambrosio tramaba la ruina de su hija. Y cuando pensaba que su muerte dejaría a Antonia sin amigos y sin protección en un mundo tan bajo, tan pérfido y depravado, se le llenaba el corazón de amargura y temor. En tales ocasiones permanecía sentada horas y horas contemplando a la adorable joven, como si escuchase su charla inocente, aunque en realidad su pensamiento estaba en las aflicciones que la hundirían tan pronto como se presentasen. Luego la estrechaba en sus brazos súbitamente, apoyada la cabeza sobre el pecho de su hija, y lo regaba con sus lágrimas.
Ocurrió un hecho que, de haberlo sabido ella, le habría aliviado toda inquietud. Lorenzo esperaba ahora tan sólo una ocasión favorable para informar al duque de su proyectado matrimonio. Sin embargo, una circunstancia ocurrida en esos momentos le obligó a posponer sus explicaciones unos días más.
La enfermedad de don Raimundo parecía ganar terreno. Lorenzo estaba siempre junto a él, y le trataba con una ternura verdaderamente fraterna. Tanto la causa como el efecto de sus males eran enormemente dolorosos para el hermano de Inés. Y la aflicción de Theodore era igual de sincera. El amable joven no abandonaba a su señor un instante, y apelaba a todos los recursos para consolarle y aliviar sus sufrimientos. El marqués había sentido un amor tan hondo por su difunta amada que todo el mundo veía claramente que no podría sobrevivir a su pérdida. Nada podía haber evitado que se hundiese en el dolor, más que la convicción de que aún estaba viva y necesitada de ayuda. Aunque conscientes de que no era cierto, sus acompañantes le alentaban en esta creencia, que constituía su único consuelo. Le aseguraban diariamente que se habían iniciado nuevas averiguaciones respecto a lo ocurrido a Inés; inventaban historias acerca de diversos intentos para entrar en el convento, y le relataban circunstancias que, aunque no garantizaban su absoluta recuperación, bastaban al menos para abrigar la esperanza de que viviera. El marqués caía constantemente en el más terrible acceso de pasión, cada vez que le informaban del fracaso de estos supuestos intentos. Y aunque estaba convencido de que todas las diligencias tendrían el mismo resultado, se hacía la ilusión de que la siguiente sería más afortunada.
Theodore era el único que se esforzaba en llevar a efecto las quimeras de su amo. Estaba siempre ocupado en idear planes para entrar en el convento, o al menos para conseguir de las monjas alguna noticia de Inés. Ejecutar estos planes era el único motivo que podía moverle a separarse de don Raimundo. Se convirtió en un auténtico Proteo, cambiando de aspecto cada día; pero todas estas metamorfosis daban muy poco resultado: regresaba siempre al palacio de las Cisternas sin noticias que confirmasen las esperanzas de su amo. Un día, se le metió en la cabeza disfrazarse de mendigo. Se puso un parche en el ojo izquierdo, y con una guitarra en la mano, se apostó junto a la entrada del convento.
«Si tienen a Inés verdaderamente encerrada en el convento —pensó—, y oye mi voz, la recordará; posiblemente encontrará el medio de hacérmelo saber, si está aquí.»
Con esta idea se mezcló con la multitud de mendigos qué' se congregaba a diario a las puertas de Santa Clara para recibir la sopa que las monjas acostumbraban distribuir a las doce. Todos iban provistos de tazones o escudillas para llevársela, pero como Theodore no tenía ningún utensilio de esta clase, pidió que se la dejasen tomar en la puerta del convento. Consiguió el permiso sin dificultad. Su dulce voz y su atractivo semblante, a pesar del parche en el ojo, se ganaron el corazón de la vieja portera, la cual, ayudada por una hermana, se encargaba de dar a cada uno su ración. Pidió a Theodore que esperase a que se hubiesen marchado los demás, y prometió que entonces le serviría. El joven no deseaba otra cosa, ya que no era la sopa lo que le había traído al convento. Dio las gracias a la portera por su permiso, se retiró de la puerta y, sentándose en el poyo, se entretuvo tocando la guitarra mientras servían a los mendigos.
Tan pronto como se hubo marchado la multitud, la portera hizo una seña a Theodore para que entrase. Obedeció él con infinita presteza, pero fingió un gran respeto al cruzar el sagrado umbral, y sentirse cohibido ante la presencia de las reverendas damas. Su infinita timidez halagó la vanidad de las monjas, que procuraron tranquilizarle. La portera le condujo a su pequeño locutorio. Entretanto, la hermana lega fue a la cocina y regresó con una ración doble de sopa, de mejor calidad que la repartida a los mendigos. Su anfitriona añadió algunas frutas y dulces de su propia reserva, y las dos le animaron a que comiese cuanto quisiera. A todas estas atenciones respondió él con mucha gratitud, y derramó abundantes bendiciones sobre sus benefactoras. Mientras comía, las monjas admiraron la delicadeza de su semblante, la belleza de su pelo y la dulzura y la gracia que acompañaban a todos sus gestos. Se lamentaron en voz baja de que un joven tan encantador estuviese expuesto a las seducciones del mundo, y coincidieron en que podría ser un valioso pilar para la Iglesia católica. Concluyeron su conferencia decidiendo que se le haría un auténtico servicio al Cielo si pedían a la priora que intercediese ante Ambrosio para que admitiese al mendigo en la orden de los capuchinos.
Decidido esto, la portera, que era persona de gran influencia en el convento, se encaminó a toda prisa a la celda de la superiora. Hizo aquí un relato tan ardoroso de los méritos de Theodore que la vieja dama sintió curiosidad por verle. De modo que encargó a la portera que le condujese a la reja del locutorio. Entretanto, el fingido mendigo preguntó a la hermana qué había pasado con Inés; pero sus palabras no hicieron más que corroborar las afirmaciones de la superiora: dijo que Inés había caído enferma al regresar de la confesión, que desde aquel momento no abandonó ya la cama, y que ella misma había estado presente en el funeral. Incluso declaró haber visto su cuerpo muerto, y ayudado con sus propias manos a meterla en el ataúd. Este informe desalentó a Theodore. Sin embargo, dado que ya estaba tan metido en la aventura decidió esperar a ver cómo terminaba.
Regresó, pues, la portera, y le ordenó que la siguiese. Obedeció y fue conducido al locutorio, donde la madre priora se hallaba ya en las rejas. La rodeaban todas las monjas, deseosas de presenciar una escena que prometía alguna diversión. Theodore las saludó con profundo respeto, y su presencia tuvo el poder de suavizar por un momento el ceño adusto de la superiora. Le hizo varias preguntas acerca de sus padres, su religión, y qué le había reducido al estado de mendicidad. Las respuestas a estas preguntas fueron perfectamente satisfactorias y perfectamente falsas. Entonces se le preguntó qué opinaba sobre la vida monástica. El contestó en términos de gran estima y respeto por ella. Tras lo cual, la priora le dijo que no era imposible conseguir su ingreso en una orden religiosa; que su recomendación salvaría el obstáculo de su pobreza, y que si ella veía que lo merecía, podía contar con su protección en el futuro. Theodore le aseguró que su mayor ambición sería merecer su favor. Así que la superiora le ordenó que volviese al día siguiente, para seguir hablando de este asunto, y abandonó el locutorio.