El monje (36 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

—¡Escuchadme un momento, señora! —exclamó el monje, recobrándose ante la inminencia del peligro—. ¡Por todo cuanto es santo y sagrado, os juro que el honor de vuestra hija no ha sido violado! ¡Perdonad mi trasgresión! Ahorradme la vergüenza de ser descubierto, y permitidme que regrese a la abadía sin problemas. ¡Os pido por compasión que me concedáis lo que os suplico! Os prometo no sólo que Antonia se verá libre de mí en el futuro, sino que el resto, de mi vida demostrará...

Elvira le interrumpió bruscamente:

—¿Que Antonia se verá libre de vos? ¡Yo seré la que la libere! ¡No volveréis a traicionar la confianza de los padres! ¡Vuestra iniquidad quedará desvelada ante los ojos de la gente! Todo Madrid se estremecerá ante vuestra perfidia, vuestra hipocresía e incontinencia. ¡Eh! ¡Aquí! ¡Flora! ¡Flora! ¡Venid!

Mientras ella gritaba de este modo, el recuerdo de Inés le vino de repente a la memoria. Así le había suplicado ella misericordia, ¡y del mismo modo había rechazado él sus ruegos! Ahora le tocaba sufrir a él, y no podía por menos de reconocer que el castigo era justo. Entretanto, Elvira seguía llamando a Flora en su auxilio; pero le salía la voz tan estrangulada por la pasión que la criada, sumida en un profundo sueño, seguía insensible a sus llamadas. Elvira no se atrevía a ir al cuarto donde Flora dormía, no fuese que el monje aprovechase la ocasión para escapar. Ésta era, efectivamente, su intención. Él confiaba en que, si lograba llegar a la abadía sin ser visto por nadie más que por Elvira, el solo testimonio de ésta sería insuficiente para arruinar su reputación, dado el prestigio que tenía en Madrid. Con esta idea recogió todas las ropas que ya se había quitado y corrió hacia la puerta. Elvira se dio cuenta de su intención. Le siguió, y antes de que pudiese descorrer el cerrojo, le cogió por el brazo y le detuvo.

—¡No intentéis huir! —dijo—. No saldréis de esta habitación sin testigos de vuestro delito.

Ambrosio pugnó en vano por desasirse. Elvira no soltó su presa, sino que redobló sus gritos de socorro. El peligro del fraile se hacía cada vez más inminente. Esperaba oír acudir a la gente de un momento a otro; así que, enloquecido ante la proximidad de su ruina, adoptó una resolución desesperada y salvaje. Se volvió súbitamente, agarró a Elvira por el cuello con una mano, a fin de evitar que continuase gritando, y con la otra, arrojándola violentamente al suelo, la arrastró hacia la cama. Ofuscada ante este inesperado ataque, no tuvo fuerzas para librarse de su mano. Entretanto, el monje cogió la almohada de debajo de la cabeza de la hija, cubrió con ella la cara de Elvira, y apretándole el estómago con la rodilla con todas sus fuerzas, trató de acabar con su vida. Y lo consiguió plenamente. Con su fuerza aumentada por la angustia excesiva, la víctima forcejeó cuanto pudo por librarse, pero en vano. El monje siguió con la rodilla sobre su pecho, y presenció sin misericordia los convulsivos estremecimientos de los miembros que tenía debajo y soportó con firmeza inhumana el espectáculo de su agonía, cuando el cuerpo y el alma estaban a punto de separarse. Finalmente, concluyó toda resistencia. Elvira dejó de luchar por su vida. El monje soltó la almohada y se quedó mirándola. Vio que su cara había adquirido una negrura espantosa. Sus miembros habían dejado de agitarse. La sangre se enfriaba ya en sus venas, el corazón había olvidado sus latidos, y sus manos estaban rígidas y sin vida. Ambrosio contempló ante sí aquella forma, antes noble y majestuosa, convertida ahora en un cadáver frío, insensible y repugnante.

No bien hubo perpetrado esta acción horrible, se dio cuenta de la enormidad de su crimen. Un frío sudor le bañó todos los miembros. Cerró los ojos; se dirigió tambaleante hacia una silla y se dejó caer en ella casi sin fuerzas, como la desdichada que yacía a sus pies. La necesidad de huir y el peligro de que le descubriesen en el aposento de Antonia le sacaron de este estado. No sintió deseos de sacar provecho de este crimen. Antonia le parecía ahora un objeto desagradable. Un frío mortal ocupaba el lugar de aquel ardor que había inflamado su pecho. En su espíritu no bullían otras ideas que las de la muerte y la culpa, la vergüenza presente y el futuro castigo. Acuciado por el remordimiento y el miedo, se dispuso a huir. Sin embargo, sus terrores no le dominaron tan completamente como para dejar de tomar las necesarias precauciones para su seguridad. Volvió a colocar la almohada en la cama, recogió sus ropas, y con el fatídico talismán en la mano, se dirigió con paso inseguro hacia la puerta. Trastornado por el miedo, imaginó que una legión de fantasmas se oponía a su huida. Allí hacia donde se volvía, el desfigurado cadáver parecía cortarle el camino, y tardó bastante en llegar a la puerta. El mirto encantado produjo su anterior efecto: se abrió la puerta, y echó a correr escalera abajo. Llegó a la abadía sin ser visto; y tras encerrarse en su celda, abandonó su alma a las torturas de los vanos remordimientos y al terror de que le descubriesen.

Capítulo II

Tell us, ye Dead, will none of you in pity

To those you left behind disclose the secret?

O! That sorne courteous Ghost would blab it out, What 'tis you are, and we must shortly be. I've heard, that Souls departed have sometimes Fore–warned Men of their deaths: Twas kindly done

To knock, and give the alarum.

BLAIR

Ambrosio se estremeció de sí mismo cuando consideró sus rápidos progresos en la iniquidad. El enorme crimen que acababa de cometer le llenaba de verdadero horror. La imagen de Elvira asesinada estaba constantemente ante sus ojos, y ya pagaba su culpa con las agonías de su conciencia. El tiempo, sin embargo, debilitó estas impresiones. Pasó un día, y otro, sin que las sospechas recayesen sobre él. La impunidad le reconcilió con su culpa; empezó a recobrar el ánimo. Y a medida que se disipaba el temor de que le descubriesen, prestaba menos atención a los reproches del remordimiento. Matilde se esforzó en apaciguar sus inquietudes. Al enterarse de la muerte de Elvira, pareció afectarse profundamente y lamentó, junto con el monje, la desdichada catástrofe de su aventura. Pero en cuanto vio que su agitación se había apaciguado algo, y que se hallaba más dispuesto a escuchar sus argumentos, pasó a hablarle de su delito en los términos más suaves, y a convencerle de que no era tan culpable como él parecía considerarse. Le explicó que lo único que había hecho era hacer valer los derechos que la naturaleza otorga a cada uno, que son los de la autoconservación. Que podía haber perecido tanto Elvira como él, y que la inflexibilidad de ella y su decisión de arruinarle la habían señalado merecidamente como víctima. Después declaró que, como antes se había hecho sospechoso ante los ojos de Elvira, era una suerte que la muerte le hubiera sellado los labios, puesto que sin este último desenlace, sus sospechas se habrían divulgado, produciendo consecuencias muy desagradables. De modo que se había librado de un enemigo para quien los errores de su conducta se habían hecho tan manifiestos como para hacerle peligroso, y el cual era el más grande obstáculo en sus designios sobre Antonia. Designios que Matilde le animó a no abandonar. Pues le aseguró que sin la protección de la mirada vigilante de su madre, la hija sería una conquista fácil; y alabando y enumerando los encantos de Antonia, se esforzó en reavivar los deseos del monje; esfuerzo que consiguió sobradamente.

Como si los crímenes a que su pasión le había empujado hubiesen aumentado su violencia, anheló con más avidez que nunca gozar de Antonia. Del mismo modo que había logrado ocultar su presente culpabilidad, esperaba ocultar la próxima. Se mantuvo sordo a los susurros de la conciencia, y decidió satisfacer sus deseos a cualquier precio. Sólo esperaba la ocasión de repetir su anterior intento. Pero ahora era imposible que el mismo medio le proporcionase dicha ocasión. En los primeros arrebatos de desesperación había roto en mil pedazos el mirto encantado. Matilde le dijo con toda claridad que no esperase nueva ayuda de los poderes infernales, a menos que estuviese dispuesto a suscribir las condiciones estipuladas. Ambrosio se mostraba decidido a no dar semejante paso. Estaba convencido de que, por grande que fuera su iniquidad, mientras conservase su derecho a la salvación, no tenía por qué desesperar de conseguir el perdón. Así que se negó decididamente a adquirir ninguna clase de compromiso o pacto con los espíritus malignos; y Matilde, viéndole tan porfiado en este aspecto, se abstuvo de insistirle más y se puso a darle vueltas a su imaginación para descubrir algún medio de poner a Antonia en manos del abad. Y no transcurrió mucho tiempo, cuando se presentó dicho medio.

Mientras se maquinaba de este modo su ruina, la desventurada joven sufría dolorosamente la pérdida de su madre. Cada mañana, al despertar, su primer cuidado había sido acudir a la cámara de Elvira. La mañana siguiente a la fatal visita de Ambrosio, se despertó más tarde de lo acostumbrado. Se dio cuenta de esto al oír las campanas de la abadía. Se levantó de la cama, se echó encima algún vestido, e iba a correr apresuradamente a preguntarle a su madre cómo había pasado la noche, cuando su pie tropezó con algo que le obstruía el paso. Lo miró. ¡Cuál no fue su horror al reconocer el lívido cadáver de Elvira! Profirió un grito desgarrado, y se arrojó al suelo. Estrechó la forma inanimada contra su pecho, la sintió fría, y con un impulso, de repugnancia que no consiguió reprimir, la dejó caer nuevamente. El grito había alarmado a Flora, que acudió en su ayuda. El espectáculo que presenció la traspasó de horror; pero sus gritos de auxilio fueron más audibles que los de Antonia. Hizo vibrar la casa con sus lamentos, en tanto su ama, casi ahogada por el dolor, no manifestaba su desventura más que con sollozos y gemidos. Los alaridos de Flora llegaron inmediatamente a oídos de la dueña, cuyo terror y sorpresa fueron indescriptibles al saber la causa del alboroto. Fue mandado llamar inmediatamente un médico; pero en cuanto vio el cadáver declaró que la recuperación de Elvira estaba más allá de las posibilidades de su arte. Así que procedió a prestar asistencia a Antonia, la cual en ese momento estaba verdaderamente necesitada de ella. La trasladaron a la cama, mientras que la propietaria se ocupaba de impartir las órdenes necesarias para el entierro de Elvira. Doña Jacinta era una mujer afable, caritativa, generosa y devota, aunque de pocas luces, y esclava miserable del miedo y la superstición. Le horrorizaba la idea de pasar la noche en la casa con un cadáver. Estaba segura de que se le aparecería el espectro de Elvira, y no menos convencida de que tal visita la mataría del susto. Tal convicción la decidió a pasar la noche en casa de una vecina e insistir en que se celebrase el funeral al día siguiente. Como el cementerio más cercano era el de Santa Clara, se decidió que Elvira fuese enterrada en él. Doña Jacinta se comprometió a sufragar todos los gastos del entierro. No sabía en qué situación quedaba Antonia, pero según la economía en que había vivido la familia, consideraba que no le vendría mal. Por consiguiente, abrigaba muy poca esperanza de recobrar dicho dinero alguna vez. Esta consideración, sin embargo, no le impidió cuidar de que el entierro se llevase a efecto con decencia, y mostrar por la desventurada Antonia todo el respeto posible.

Nadie muere de pesar. Ejemplo de esto fue Antonia. Ayudada por su organismo joven y sano, eliminó la postración en que la muerte de su madre la había sumido. Pero no fue tan fácil eliminar la postración del espíritu. Sus ojos estaban constantemente llenos de lágrimas. Cualquier pequeñez la afectaba y, evidentemente, alimentaba en su pecho una profunda y arraigada melancolía. La más leve mención de Elvira, la más trivial circunstancia que le recordase a su adorada madre, bastaban para provocarle una grave agitación. ¡Cuánto más habría sufrido, de haber sabido las agonías con que terminó su existencia! Pero de esto nadie tenía la más ligera sospecha. Elvira sufría fuertes convulsiones. Supusieron que, al sentir que le iban a acometer otra vez, se había esforzado en llegar a la cámara de su hija con la esperanza de que la asistiese; que sufrió un súbito ataque, demasiado violento para su ya debilitada salud, y que había expirado antes de darle tiempo a tomar la medicina que generalmente la aliviaba, y que se hallaba en un anaquel de la habitación de Antonia. Tal explicación fue firmemente creída por las pocas personas que se interesaban por Elvira. Su muerte se consideró un hecho natural, y no tardaron en olvidarlo todos, salvo la persona que tenía demasiados motivos para lamentar su pérdida.

Verdaderamente, la situación de Antonia era bastante embarazosa y desagradable. Se encontraba sola en medio de una ciudad cara y disipada. Estaba mal provista de dinero, y peor de amigos. Su tía Leonela se encontraba todavía en Córdoba y no sabía su dirección. No había tenido noticias del marqués de las Cisternas; por lo que se refería a

Lorenzo, hacía tiempo que había abandonado la idea de que poseyera ningún interés por ella. No sabía a quién dirigirse en su presente dilema. Quería consultar a Ambrosio. Pero recordaba las instrucciones de su madre de evitar su trato en lo posible, y la última conversación que tuvieron las dos sobre este tema le dio a entender suficientemente sus intenciones, a fin de que estuviese en guardia contra él en el futuro. Sin embargo, todas las advertencias de su madre no podían hacerle cambiar su buena opinión del fraile. Seguía pensando que esta amistad y relación eran imprescindibles para su dicha. Consideraba sus flaquezas con ojos, imparciales, y no podía convencerse de que hubiese intentado realmente su ruina. Sin embargo, Elvira le había ordenado enérgicamente que dejase de tratarle, y ella tenía demasiado respeto por su madre para desobedecerla.

Por último, resolvió dirigirse al marqués de las Cisternas para pedirle consejo y amparo, dado que era su pariente más próximo. Le escribió, informándole brevemente de su desolada situación; le suplicaba que se apiadase de la hija de su hermano, que le siguiese pasando a ella la pensión de Elvira y le autorizase para retirarse al viejo castillo que él poseía en Murcia, el cual había sido su refugio hasta ahora. Después de lacrar la carta, se la dio a la fiel Flora, que inmediatamente salió a ejecutar la comisión. Pero Antonia había nacido bajo el signo de una mala estrella. De haber recurrido al marqués tan sólo un día antes, acogida como sobrina y colocada a la cabeza de su familia, habría escapado a todas las desventuras que ahora la amenazaban. Raimundo siempre había tenido idea de hacerlo así, pero su esperanza, primero, de hacerle la proposición a Elvira a través de los labios de Inés, y después, su desencanto ante la pérdida de la prometida esposa, así como la grave enfermedad que durante algún tiempo le había tenido confinado en la cama, le obligaron a diferir de día en día el dar asilo en su casa a la viuda de su hermano. Había encargado a Lorenzo que la proveyese de dinero en abundancia. Pero Elvira, poco deseosa de contraer obligaciones con este noble, le había asegurado que ella no tenía necesidad inmediata de ayuda pecuniaria. Por tanto, el marqués no imaginaba que una pequeña demora por su parte pudiese originar ninguna dificultad; y el pesar y la agitación de su espíritu podían muy bien excusar su descuido.

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