El monje (31 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Ambrosio examinó el libro que había estado leyendo, y que ahora había dejado sobre la mesa. Era la Biblia.

«¡Cómo! —se dijo el fraile—. ¿Antonia lee la Biblia y sigue aún en la ignorancia?»

Pero al mirar nuevamente, descubrió que Elvira había caído exactamente en la misma cuenta. Aquella prudente mujer, aunque admiraba la belleza de las sagradas escrituras, tenía el convencimiento de que, si estaban íntegras, no podía dejarse a una joven lectura más indecorosa que ésta. Muchos de los relatos sólo pueden tender a excitar las ideas peor calculadas para un pecho femenino. Todo es designado clara y rotundamente por su nombre, y los anales de un burdel no podrían proporcionar mayor selección de expresiones indecentes. Sin embargo, es el libro cuyo estudio se recomienda a las jóvenes; el que se pone en manos de los niños, capaces de comprender poco más que los pasajes que sería mejor que ignorasen, y que demasiado a menudo inculca los primeros rudimentos del vicio, y hace la primera llamada a las pasiones aún dormidas. Tan convencida estaba Elvira de esto que hubiera preferido poner en manos de su hija el
Amadís de Gaula, o El valiente caballero Tirante el Blanco, y
antes la habría autorizado a estudiar las impúdicas hazañas de
Don Galaor o
las gracias lascivas de la
Damisela Plazer de mi vida.
En consecuencia, tenía dos alternativas con respecto a la Biblia. La primera era que Antonia no la leyese hasta que tuviera edad para comprender sus bellezas y aprovechar su moral. La segunda, copiarla ella a mano, y alterar o suprimir todos los pasajes indecentes. Había adoptado esta última opción, y tal era la Biblia que Antonia estaba leyendo. Se la había entregado recientemente, y Antonia se había sumergido en ella con una avidez y un placer indecibles. Ambrosio se dio cuenta de su error, y volvió a colocar el libro sobre la mesa.

Antonia hablaba de la salud de su madre con toda la entusiástica alegría de un corazón juvenil.

—Admiro vuestro afecto filial —dijo el abad—; es una prueba de la excelencia y sensibilidad de vuestro carácter. Promete un tesoro a aquel a quien el cielo designe como poseedor de vuestro amor. Un pecho que siente tanto cariño por una madre, ¿qué no sentirá por un amado? O mejor, ¿qué siente, quizá, por él ahora? Decidme, mi querida hija; ¿sabéis ya lo que es el amor? Contestadme con sinceridad, olvidad mi hábito, y consideradme sólo como un amigo.

—¿Qué es el amor? —dijo ella, repitiendo la pregunta—, ¡Oh, sí, indudablemente! He amado a muchas, a muchas personas.

—No me refiero a eso. El amor que digo sólo puede sentirse por una. ¿No habéis visto nunca a un hombre al que desearíais como esposo?

—¡Oh, no, desde luego!

Esto era una mentira, pero la dijo inconscientemente: no conocía la naturaleza de sus sentimientos por Lorenzo; y como no le había vuelto a ver desde la primera visita que éste hiciera a Elvira, cada día su imagen se volvía más débil en su pecho. Además, pensaba en un esposo con todo el terror de una virgen, y respondió negativamente a la pregunta del fraile sin un instante de vacilación.

—¿Y no deseáis encontrar a ese hombre, Antonia? ¿No sentís ningún vacío en vuestro corazón que anhelaríais poder llenar? ¿No suspiráis por la ausencia de alguien querido por vos, aunque no sabéis quién es? ¿No percibís que lo que antes podía agradaros ya no tiene encanto para vos? ¿Que han nacido en vuestro pecho mil nuevos deseos, mil nuevas ideas, mil nuevas sensaciones jamás descritas? ¿O es posible que mientras inflamáis de pasión a todos los demás corazones, el vuestro permanece insensible y frío? ¡No puede ser! Esos ojos dulces, esas ruborosas mejillas, esa melancolía encantadora y voluptuosa que a veces inunda vuestro semblante, todos esos síntomas desmienten vuestras palabras. Vos amáis, Antonia, y es inútil que me lo ocultéis.

—¡Padre, me asombráis! ¿De qué amor me habláis? No conozco su naturaleza, pero si lo sintiera, ¿por qué lo habría de ocultar?

—¿No habéis visto a ningún hombre, Antonia, al que, aunque no lo hayáis visto nunca anteriormente, os pareció que hacía tiempo que lo buscabais? ¿Cuya forma, aunque extraña, era ya familiar a vuestros ojos? ¿Cuya voz os sosiega, os agrada, penetra hasta el fondo de vuestra alma? ¿En cuya presencia os sentís a gusto, y cuya ausencia lamentáis? ¿Con quien vuestro corazón parece ensancharse, y en cuyo pecho depositáis con ilimitada confianza vuestros mismos cuidados? ¿No habéis sentido todo esto, Antonia?

—Es cierto, sí; la primera vez que os vi, sentí eso mismo.

Ambrosio se sobresaltó. Apenas se atrevía a dar crédito a lo que oía.

—¿Por mí, Antonia? —exclamó, con ojos centelleantes de placer e impaciencia, mientras le cogía la mano y se la besaba arrebatadoramente—. ¿Por mí, Antonia? ¿Habéis experimentado por mí estos sentimientos?

—Y con más fuerza aún de la que me habéis descrito. En el mismísimo instante que os vi, me sentí muy contenta, ¡muy interesada! Esperé con anhelo escuchar el sonido de vuestra voz, y cuando la oí, ¡qué dulce me pareció! ¡Me habló en un lenguaje hasta entonces desconocido! ¡Creo que me dijo mil cosas que yo deseaba oír! Me pareció como si os conociera desde hacía mucho tiempo; como si yo tuviera derecho a vuestra amistad, a vuestro consejo, a vuestra protección. Lloré cuando os marchasteis, y deseé fervientemente que transcurriese el tiempo que faltaba para veros otra vez.

—¡Antonia! ¡Mi encantadora Antonia! —exclamó el monje, y la apretó contra su pecho—. ¿Puedo creer en mis sentidos? ¡Repetídmelo, mi dulce muchacha! ¡Decidme otra vez que me amáis sincera y tiernamente!

—Desde luego que sí; quitando a mi madre, ¡no hay en el mundo nadie a quien quiera más!

Ante esta franca confesión, Ambrosio ya no fue dueño de sí; loco de deseo, estrechó en sus brazos a la ruborizada joven. Apretó sus labios ávidos en los de ella, sorbió su aliento puro y delicioso, violó con su mano atrevida los tesoros de su pecho, y ciñó en torno suyo sus suaves y rendidos brazos. Sobresaltada, alarmada y confundida ante esta reacción, la sorpresa la privó al principio del poder de resistencia. Por último, recobrándose, luchó por librarse de su abrazo.

—¡Padre...! ¡Ambrosio! —gritó—. ¡Soltadme, por amor de Dios!

Pero el licencioso monje no hizo caso de sus súplicas: persistió en su propósito, y siguió tomándose aún mayores libertades. Antonia suplicaba, lloraba y forcejeaba. Aterrada en extremo, aunque no sabía por qué, recurrió a todas sus fuerzas para rechazar al fraile, y estaba a punto de gritar pidiendo auxilio, cuando se abrió la puerta de golpe. Ambrosio tuvo a tiempo la justa presencia de ánimo para comprender su peligro. Soltó a su presa y se levantó rápidamente del sofá. Antonia profirió un grito de alegría, corrió hacia la puerta y se encontró con los brazos de su madre, que la estrecharon.

Alarmada por algunas frases del abad que Antonia le había repetido inocentemente, Elvira había decidido comprobar la verdad de sus sospechas. Conocía demasiado al género humano para dejarse embaucar por la supuesta virtud del monje. Había pensado en algunos detalles que, aunque triviales, considerados en conjunto parecían dar un fundamento a sus temores. Sus frecuentes visitas, que por lo que ella sabía se limitaban a su familia, su evidente emoción cada vez que le hablaba de Antonia, el hecho mismo de encontrarse en pleno vigor de su virilidad, y sobre todo, su perniciosa filosofía, que le había llegado a través de Antonia, la cual concordaba tan mal con su conversación cuando ella estaba presente, todas estas circunstancias le inspiraron serias dudas respecto a la pureza de la amistad de Ambrosio. En consecuencia, había decidido, la próxima vez que se encontrase a solas con Antonia, procurar sorprenderle. Y su plan había resultado. Cierto que, cuando entró en la habitación, él ya había abandonado a su presa. Pero el desorden del vestido de su hija y la vergüenza y confusión reflejadas en el semblante del fraile probaban suficientemente que sus sospechas eran demasiado fundadas. Sin embargo fue lo bastante prudente para no manifestar sus recelos. Consideró que desenmascarar al impostor no sería cosa fácil, con el público tan predispuesto en su favor. Y dado que contaba con pocos amigos, juzgó peligroso granjearse tan poderoso enemigo. Así que fingió no darse cuenta de su agitación, se sentó tranquilamente en el sofá, alegó un pretexto cualquiera por haber abandonado su habitación tan inesperadamente y conversó sobre diversos temas con aparente serenidad y confianza.

Tranquilizado por su comportamiento, el monje empezó a recobrarse. Procuró contestar a Elvira sin que notara su embarazo. Pero aún era demasiado novicio en el arte del disimulo, y le daba la impresión de que debía de parecer confundido y atropellado. Así que no tardó en interrumpir la conversación, y se levantó para marcharse. ¡Cuál no fue su vejación cuando, al despedirle, Elvira le dijo, en términos corteses, que puesto que se sentía restablecida, consideraba una injusticia privar de su compañía a otros que podían necesitarla más! Le aseguró su eterna gratitud por el beneficio que durante su enfermedad había recibido ella de su compañía y exhortaciones, y lamentó que sus quehaceres domésticos, así como la multitud de asuntos que él necesariamente debía atender, la privasen en adelante del placer de sus visitas. Aunque expresada con el más amable de los lenguajes, la alusión era demasiado clara para no captarla. Aún estaba preparándose a oponer alguna objeción, cuando una elocuente mirada de Elvira le cortó la palabra. No se atrevió a pedirle que le recibiese, pues su actitud le convenció de que había sido descubierto. Se resignó sin replicar, se despidió apresuradamente y se marchó a la abadía con el corazón lleno de rabia y de vergüenza, de amargura y desencanto.

El espíritu de Antonia se sintió aliviado con su marcha. Sin embargo, no pudo por menos de lamentar no volver a verle más. Elvira sentía también un secreto pesar; le había producido demasiado placer considerarle como un amigo para no lamentar la necesidad de cambiar de opinión. Pero su espíritu estaba demasiado acostumbrado al engaño de las amistades mundanas para permitir que su presente desencanto la apesadumbrase demasiado. Ahora procuró poner a su hija al corriente del peligro que había corrido. Pero se vio obligada a tratar el tema con precaución, no fuera que al quitar la venda de la ignorancia le arrancase también el velo de la inocencia. De modo que se conformó con advertir a Antonia que estuviese en guardia, y le ordenó que si el abad persistía en sus visitas, no le recibiese más que en compañía de ella. Antonia prometió cumplir este requerimiento.

Ambrosio entró apresuradamente en su celda. Cerró la puerta tras él y se arrojó desesperado en la cama. El impulso del deseo, el aguijón del desencanto, la vergüenza de verse descubierto públicamente convirtieron su pecho en escenario de la más espantosa confusión. No sabía qué camino tomar. Privado de la presencia de Antonia, no tenía esperanzas de satisfacer aquella pasión que ahora había pasado a formar parte de su existencia. Pensó que su secreto estaba en manos de una mujer: tembló de aprensión al contemplar el precipicio que tenía ante sí, y de rabia al ver que de no haber sido por Elvira, ahora habría poseído ya el objeto de sus deseos. Juró vengarse de ella con las más contundentes imprecaciones: juró que, costara lo que costase, poseería a Antonia. Saltó de la cama y se puso a pasear por su aposento con pasos agitados, a gruñir de furia impotente, golpear violentamente los muros y entregarse a todos los accesos de rabia y de locura.

Aún se encontraba bajo el influjo de esta tormenta de pasiones, cuando oyó un golpe suave en la puerta de su celda. Consciente de que debían de haber oído su voz, no se atrevió a negar la entrada al importuno. Procuró sosegarse y ocultar su agitación. Tras conseguirlo en cierta medida, retiró el cerrojo. Abrió la puerta, y apareció Matilde.

En este instante preciso no había nadie a quien hubiese deseado evitar más. No tenía el suficiente dominio de sí para ocultar su enfado. Retrocedió y frunció el ceño.

—Estoy ocupado —dijo en tono severo y apremiante—. ¡Dejadme!

Matilde no le hizo caso: cerró nuevamente la puerta y luego avanzó hacia él con gesto dulce y suplicante.

—Perdonadme, Ambrosio —dijo—. Por vuestro propio bien, debo desobedeceros. No temáis ninguna queja de mí. No vengo a reprocharos vuestra ingratitud. Os perdono de corazón, y dado que vuestro amor ya no puede ser mío, os pido aquello que se halla en segundo lugar, vuestra confianza y amistad. No podemos forzar nuestras inclinaciones. La poca belleza que un día visteis en mí ha perecido con la novedad, y si ya no puedo despertar vuestro deseo, mía es la culpa, no vuestra. Pero ¿por qué persistís en evitarme? ¿Por qué esa ansiedad por huir de mi presencia? Tenéis aflicciones, pero no me dejáis compartirlas; tenéis decepciones, pero no aceptáis mi consuelo; tenéis deseos, pero impedís que os ayude en vuestros propósitos. Es de esto de lo que me quejo, no de vuestra indiferencia hacia mi persona. He renunciado a todos los derechos de la amante, pero nada me hará que renuncie a los de la amiga.

Su dulzura tuvo un efecto instantáneo sobre los sentimientos de Ambrosio.

—¡Generosa Matilde! —exclamó, tomándole la mano—. ¡Cuán por encima os eleváis de las flaquezas de vuestro sexo! Sí, acepto vuestro ofrecimiento. Tengo necesidad de un consejero y un confidente. En vos encuentro todas las cualidades necesarias reunidas. Pero ayudarme en mis propósitos... ¡Ah, Matilde! ¡Eso no está en vuestro poder!

—No está en el poder de nadie más que el mío, Ambrosio. Vuestro secreto no existe para mí, cada paso que dais, y cada acto, es observado por mis ojos atentos. Amáis.

—¡Matilde!

—¿Por qué me lo ocultáis? No temáis los pequeños celos que manchan al común de las mujeres. Mi alma desprecia pasión tan baja. Amáis, Ambrosio; y Antonia Dalfa es el objeto de vuestros ardores. Conozco todos los detalles sobre vuestra pasión. Me han repetido de cada una de vuestras conversaciones. Me han informado de vuestro intento de gozar de la persona de Antonia, vuestra decepción, y cómo habéis sido despedido de la casa de Elvira. Ahora desesperáis de llegar a poseer a vuestra amada. Pero yo voy a reavivar vuestras esperanzas, y señalaros el camino a seguir para lograrlo.

—¿Para lograrlo? ¡Oh, eso es imposible!

—Para los que no se atreven, es imposible. Confiad en mí, y puede que aún seáis feliz. Ha llegado el momento, Ambrosio, en que el interés por vuestra satisfacción y tranquilidad me obliga a revelaros parte de mi historia, que vos aún desconocéis. Escuchad, y no me interrumpáis. Si mi confesión os desagrada, recordad que al hacerlo mi único propósito es satisfacer vuestros deseos y restablecer la paz de vuestro corazón, que de momento ha perdido. Ya os dije anteriormente que mi tutor era un hombre de conocimientos excepcionales. El se preocupó de inculcar esos conocimientos en mi infantil mentalidad. Entre las diversas ciencias que su curiosidad le impulsó a explorar, no faltó aquella que la mayoría juzga como impía, y no pocos como quimérica. Hablo de las artes que se relacionan con el mundo de los espíritus. Sus profundas investigaciones sobre las causas y los efectos, su incansable dedicación al estudio de la filosofía natural, su profundo e ilimitado conocimiento de las propiedades y virtudes de cada piedra preciosa que enriquece las simas, de cada hierba que la tierra produce, le procuró finalmente la distinción a la que él aspiró durante tanto tiempo y con tanto empeño. Vio su curiosidad plenamente saciada y su ambición ampliamente gratificada. Dictó leyes a los elementos; llegó a subvertir el orden de la naturaleza. Sus ojos leyeron los mandatos del futuro, y los espíritus infernales estuvieron sometidos a su voluntad. ¿Por qué os apartáis de mí? Comprendo esa mirada interrogante. Vuestras sospechas son correctas, aunque vuestros terrores infundados. Mi tutor no me ocultó su más preciosa adquisición. Sin embargo, si yo no os hubiera visto, jamás habría ejercido mi poder. Como a vos, el solo pensamiento de la magia me hacía estremecer; como vos, me había formado una idea terrible de las consecuencias de invocar a un demonio. Para preservar esa vida que vuestro amor me ha enseñado a apreciar, he tenido que recurrir a medios que me estremecía utilizar. ¿Recordáis la noche que pasé en la cripta de Santa Clara? Entonces fue cuando, rodeada de cadáveres consumidos, me atreví a ejecutar esos ritos místicos que invocaban en mi ayuda al ángel caído. Juzgad cuál fue mi gozo al descubrir que mis terrores eran imaginarios. Vi al demonio obediente a mis órdenes; le vi temblar ante mi gesto, y descubrí que, en vez de vender mi alma a un señor, mi valor había comprado a un esclavo.

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