Authors: Matthew G. Lewis
De haber sido informado de que la muerte de Elvira había dejado a su hija desamparada y sin amigos, habría tomado medidas, evidentemente, que la hubiesen protegido contra todo peligro. Pero no estaba destinada Antonia a tener tanta suerte. El día que ella envió su carta al palacio de las Cisternas, fue el día siguiente de marcharse Lorenzo de Madrid. El marqués se encontraba en los primeros paroxismos de la desesperación, convencido de que, efectivamente, Inés no existía ya. Deliraba, y dado que su vida corría peligro, no permitían que se le acercase nadie. A Flora se le notificó que era incapaz de atender a carta ninguna, y que probablemente se decidiría su destino en cuestión de horas. Con tan poco satisfactoria respuesta, se vio obligada a regresar con su señora, que ahora se hallaba sumida en más grandes dificultades que nunca.
Flora y doña Jacinta se esforzaron en consolarla. La segunda le rogó que no se preocupara, que podía seguir viviendo en su casa cuanto desease, que ella la trataría como a su propia hija. Antonia, viendo que la buena mujer le había cobrado verdadero afecto, se sintió algo más tranquilizada, pensando que al menos tenía a una amiga en el mundo. Recibió entonces una carta, dirigida a Elvira. Reconoció la letra de Leonela; y al abrirla gozosa, encontró la detallada relación de las aventuras de su tía en Córdoba. Informaba a su hermana que había recobrado su legado, había perdido su corazón, y había recibido a cambio el del más amable de los boticarios, pasados, presentes y futuros. Añadió que estaría en Madrid el martes por la noche, y que tenía intención de presentar a su caro esposo en persona. Aunque su matrimonio estaba lejos de complacer a Antonia, el pronto regreso de Leonela produjo gran alegría en su sobrina. Se animó al pensar que una vez más estaría bajo el cuidado de una pariente. No podía por menos de pensar que era enormemente impropio que una joven viviese entre absolutos desconocidos, sin nadie que regulase su conducta o la protegiese de las ofensas a las que su desamparada condición la exponía. Así que esperó con impaciencia el martes por la noche.
Y llegó el día. Antonia escuchaba ansiosa los carruajes que pasaban por la calle. Ninguno se detenía, y comenzaba a hacerse tarde sin que apareciese Leonela. No obstante, Antonia decidió seguir levantada hasta que llegase su tía, y a pesar de todas las protestas de doña Jacinta y de Flora, insistió en velar. Las horas transcurrieron lentas y tediosas.: La marcha de Lorenzo había puesto fin a sus serenatas. Antonia esperó en vano oír el habitual sonido de las guitarras bajo su ventana. Cogió la suya, y tocó algunos acordes. Pero la música, esa noche, había perdido todo encanto para ella, y no tardó en volver a dejar el instrumento en su estuche. Se sentó ante el bastidor, pero nada le salía bien. Le faltaban sedas, se rompía el hilo a cada momento, y las agujas eran tan hábiles en equivocarse, que parecían tener vida propia. Por último, cayó una gota de cera del cirio que tenía cerca sobre su guirnalda de violetas favorita. Esto la desalentó completamente. Dejó la aguja y abandonó el bordado. Estaba visto que nada era capaz de distraerla. Se sentía presa del aburrimiento, y se dedicó a hacer votos por que llegase su tía.
Estaba paseando arriba y abajo con indiferencia por la habitación, cuando sus ojos se fijaron casualmente en la puerta que daba acceso a la habitación que había sido de su madre. Recordó que la pequeña biblioteca de Elvira seguía allí, y pensó que tal vez podría encontrar algún libro que la distrajese hasta que llegara Leonela. Así que cogió la palmatoria de la mesa, cruzó el cuarto pequeño y entró al aposento contiguo. Al mirar en torno suyo, los objetos de la habitación le evocaron mil pensamientos dolorosos. El silencio total que reinaba en toda la cámara, la cama despojada de sus sábanas, la fría chimenea en la que había una lámpara apagada y unas cuantas plantas medio secas en la ventana, olvidadas desde la muerte de Elvira, inspiraron a Antonia un melancólico temor. La oscuridad de la noche daba más fuerza a esta sensación. Colocó la luz sobre la mesa y se hundió en una gran butaca, en la que había visto a su madre sentada miles de veces. ¡Ya no la vería allí otra vez! Sin quererlo, las lágrimas inundaron sus mejillas, y se abandonó a una tristeza que se fue haciendo más profunda a cada instante.
Avergonzada de su debilidad, se levantó por último de su asiento. Se puso a buscar lo que la había traído a este escenario melancólico. La pequeña colección de libros estaba ordenada en varios estantes. Antonia los examinó sin encontrar nada interesante. Echó mano a un volumen de viejos poemas españoles. Leyó unas cuantas estrofas que despertaron su curiosidad. Cogió el libro, y se sentó a hojearlo con más detenimiento. Despabiló el cirio, que se estaba casi terminando, y leyó la siguiente balada:
ALONSO EL BRAVO Y LA HERMOSA IMOGINA
Un aguerrido soldado y una radiante doncella
Conversaban sentados en la hierba.
Con tierno gozo se miraban;
Alonso el Bravo se llamaba el caballero;
La doncella, la hermosa Imogina.
«¡Ay! —dice el joven—, mañana partiré
A luchar en lejanas tierras;
Pronto acabarán vuestros llantos por mi ausencia,
Otro os cortejará, y vos concederéis
A más rico pretendiente vuestra mano.»
«¡Oh, dejad esos recelos —dijo la hermosa Imogina—,
Que ofenden al amor y a mí!
Pues ya estéis vivo o muerto,
Os juro por la Virgen que nadie en vuestro lugar
Será esposo de Imogina.
»¡Si alguna vez, movida por el placer o la riqueza,
Olvidase a mi Alonso el Bravo,
Quiera Dios que para castigar mi orgullo,
Vuestro espectro en mis nupcias se presente
Y me acuse de perjurio, me reclame como esposa,
Y me arrastre con él a su tumba!»
A Palestina marchó el héroe esforzado;
Su amor lloró la doncella amargamente;
Pero apenas transcurridos doce meses,
Se vio a un barón cubierto de oro y joyas
Llegar a la puerta de la hermosa Imogina.
Su tesoro, sus regalos, su dilatado dominio
No tardaron en hacerla quebrantar sus votos;
Le deslumbró los ojos, le ofuscó el cerebro;
Y conquistó su ligero y vano afecto,
Y la llevó a su casa como esposa.
Bendecido el matrimonio por la iglesia,
Ahora empezaba el festín.
Las mesas gemían con el peso de los manjares,
Aún no había cesado la diversión y la risa,
Cuando la campana del castillo dio la una.
Entonces vio la hermosa Imogina con asombro
A un extraño junto a ella;
Su gesto era terrible; no hizo ruido,
Ni habló, ni se movió, ni se volvió en torno suyo,
Sino que miró gravemente a la esposa.
Tenía la visera bajada, y era gigantesco;
Y su armadura parecía negra;
Toda risa y placer se acalló con su presencia,
Los perros retrocedieron al verle;
¡Las luces se volvieron azules!
Su presencia pareció paralizar todos los pechos.
Los invitados enmudecieron de terror.
Por último habló la esposa, temblando:
«¡Señor caballero, quitaos ya vuestro yelmo,
Y dignaos compartir nuestra alegría!».
La dama guarda silencio; el extraño obedece,
Y levanta lentamente su visera.
¡Oh, Dios! ¡Qué visión presenció la hermosa Imogina!
¡Cómo expresar su estupor y desmayo,
Al descubrir el cráneo de un esqueleto!
Todos los presentes gritaron aterrados.
Todos huyeron de allí despavoridos.
Los gusanos entraban y salían,
Y se agitaban en las cuencas y las sienes,
Mientras esto decía el espectro a Imogina:
«¡Mírame, perjura! ¡Mírame! —exclamó—,
¡Recuerda a Alonso el Bravo!
Dios permite castigar tu falsedad,
Mi espectro viene a ti en tu boda,
Te acusa de perjurio, te reclama como esposa,
¡Y va a llevarte a la sepultura!».
Dicho esto, rodeó a la dama con sus brazos,
Que profirió un grito al desmayarse,
Y se hundió con su presa en el suelo abierto.
Nunca volvieron a ver a la hermosa Imogina,
Ni al espectro que por ella vino.
No vivió mucho el barón, que desde entonces
No quiso habitar más el castillo.
Pues cuentan las crónicas que, por orden sublime,
Imogina sufre el dolor de su crimen
Y lamenta su destino deplorable.
A medianoche, cuatro veces al año, su espectro,
Cuando duermen los mortales,
Ataviada con su blanco vestido de esposa
Aparece en el castillo con el caballero–esqueleto
Y grita mientras él la acosa.
Mientras, bebiendo en los cráneos sacados de las tumbas,
Se ven danzar espectros en torno a ellos.
Sangre es su bebida, y este horrible canto
Entonan todos: «¡A la salud de Alonso el Bravo,
Y su esposa la falsa Imogina!».
La lectura de esta historia no disipó precisamente la tristeza de Antonia. Poseía una fuerte inclinación hacia lo maravilloso; y su nodriza, que creía firmemente en las apariciones, le había contado de pequeña tantas y tan horribles aventuras de esta naturaleza que todos los intentos de Elvira por extirpar del espíritu de su hija sus impresiones habían resultado inútiles. Antonia aún abrigaba un prejuicio supersticioso en su pecho: a menudo sufría terrores que, cuando descubría su causa natural e insignificante, la hacían ruborizarse por su propia debilidad. Con tal disposición de ánimo, la aventura que acababa de leer bastó para alarmar sus aprensiones. A ello contribuían también la hora y la atmósfera del aposento. Era una hora avanzada de la noche; estaba sola en la cámara que un día ocupara su difunta madre. El tiempo era frío y tormentoso: el viento aullaba alrededor de la casa, las puertas retemblaban en sus marcos, y la pesada lluvia golpeaba las ventanas. No se oía ningún otro ruido. La vela, que ahora se había derretido hasta el agujero de la palmatoria, elevaba a veces una llama inusitada que iluminaba toda la habitación, para menguar seguidamente casi hasta extinguirse. El corazón de Antonia latía con violencia. Sus ojos vagaron temerosos entre los objetos que la rodeaban cuando la llama los iluminaba de manera intermitente. Trató de levantarse de su asiento, pero le temblaban las piernas con tanta violencia que fue incapaz de enderezarse. Entonces llamó a Flora, que estaba en una habitación vecina; pero el nerviosismo le ahogó la voz, y su grito se convirtió en un murmullo cavernoso.
Pasó unos minutos en esta situación, después de los cuales comenzaron a disipársele los terrores. Se esforzó en recuperarse y hacer el suficiente acopio de fuerza para abandonar la habitación. De súbito, le pareció oír como un leve suspiro cerca de ella. Esta impresión le hizo volver a su anterior flojedad. Ya se había levantado de la butaca, y estaba a punto de coger la palmatoria de la mesa. El imaginario ruido la detuvo. Retiró la mano, y se apoyó en el respaldo de la butaca. Escuchó con ansiedad, pero no oyó nada más.
«¡Dios mío! —se dijo a sí misma—. ¿Qué ha podido ser ese ruido? ¿Me habré equivocado, o lo habré oído en realidad?»
Sus reflexiones fueron interrumpidas por otro ruido en la puerta, apenas audible. Parecía como si alguien susurrara. La alarma de Antonia aumentó. Sin embargo, sabía que estaba pasado el cerrojo, y esta idea la tranquilizó en cierto modo. Luego, se levantó el pestillo suavemente, y la puerta se movió despacio adelante y atrás. El excesivo terror confirió ahora a Antonia esa fuerza de la que hasta ahora había estado privada. Echó a correr, y se dirigió hacia la puerta del cuarto pequeño, de donde llegaría fácilmente a la cámara donde esperaba encontrar a Flora y a doña Jacinta. Apenas hubo llegado al centro de la estancia, cuando se levantó el pestillo por segunda vez. Un impulso involuntario la obligó a volver la cabeza. Lenta, gradualmente, la puerta giró sobre sus goznes, y de pie, en el umbral, descubrió una figura alta y flaca, envuelta en un blanco sudario que la cubría de la cabeza a los pies.
Esta visión le paralizó las piernas. Se quedó petrificada en el centro del aposento. La desconocida figura, con paso medido y solemne, se acercó a la mesa. Al acercarse, la vela medio apagada elevó una llama melancólica y azul. Sobre la mesa había un pequeño reloj; alzó su brazo derecho, y señaló la hora, al tiempo que miraba gravemente a Antonia, que aguardaba inmóvil y en silencio la conclusión de esta escena.
La figura permaneció en esta actitud unos segundos. El reloj dio la hora. Y cuando hubo cesado el ruido, dio unos pasos hacia Antonia.
—Dentro de tres días —dijo una voz débil, cavernosa, sepulcral—, dentro de tres días nos veremos otra vez.
Antonia se estremeció ante estas palabras.
—¿Nos veremos otra vez? —profirió al fin, con dificultad—. ¿Dónde nos veremos? ¿A quién veré otra vez?
La figura señaló el suelo con una mano, y con la otra, alzó el lienzo que cubría su rostro.
—¡Dios todopoderoso! ¡Mi madre! —gritó Antonia, y se derrumbó en el suelo sin sentido.
Doña Jacinta, que se hallaba trabajando en una habitación vecina, se alarmó al oír el grito. Flora acababa de bajar a traer aceite para la lámpara junto a la cual estaban sentadas las dos. Así que Jacinta echó a correr sola en auxilio de Antonia, y no fue pequeño su asombro al encontrarla sin sentido. Luego procedió a mojarle las sienes, calentarle las manos, y recurrió a todos los medios posibles para que volviese en sí. Lo consiguió con alguna dificultad. Antonia se recobró, y miró a su alrededor con ojos extraviados.
—¿Dónde está? —exclamó con voz temblorosa—. ¿Se ha ido? ¿Estoy a salvo? ¡Habladme! ¡Ayudadme! ¡Oh, habladme, por amor de Dios!
—¿A salvo de quién, criatura? —replicó asombrada Jacinta—. ¿Qué os alarma? ¿De quién tenéis miedo?
—¡Dentro de tres días! ¡Me ha dicho que nos veremos dentro de tres días! ¡Se lo he oído decir! ¡Y lo he visto, Jacinta, lo he visto hace un momento!
Se arrojó sobre el pecho de Jacinta.
—¿Que lo habéis visto? ¿A quién?
—¡Al fantasma de mi madre!
—¡Jesucristo! —exclamó Jacinta y, poniéndose de pie, dejó caer a Antonia en la almohada y salió consternada de la habitación.
Cuando bajaba precipitadamente, se encontró con Flora que subía.
—Id a ver a vuestra ama, Flora —dijo—. ¡Aquí ocurren cosas raras! ¡Oh! ¡Soy la mujer más desgraciada de este mundo! Tengo la casa llena de fantasmas, cadáveres y sabe Dios qué más. Sin embargo, estoy segura de que a nadie le gustan tales compañías menos que a mí. Pero id a ver a doña Antonia, Flora, yo tengo cosas que hacer.