El monje (46 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

Y mientras tronaba de esta manera, agarró a Antonia violentamente por el brazo y pateó el suelo con furia delirante.

Creyendo que había perdido el juicio, Antonia cayó de rodillas, aterrada. Alzó las manos, y su voz desfalleció, antes de poder exclamar:

—¡Piedad! ¡Piedad! —con gran esfuerzo.

—¡Silencio! —exclamó el fraile enloquecido, arrojándola al suelo.

La dejó, y se puso a pasear por la mazmorra con aire enajenado y salvaje. Sus ojos giraban extraviados. Antonia temblaba cada vez que su mirada se encontraba con ellos. Parecía meditar algo horrible, y Antonia perdió toda esperanza de escapar con vida del sepulcro. Aunque al concebir tal idea, cometía con él una injusticia. En medio del horror y la repugnancia de que era presa, aún sentía alguna piedad por su víctima. Una vez pasada la tormenta de pasión, habría dado el mundo entero por poderle devolver la inocencia que su lujuria desbocada le había arrebatado. No quedaba en su pecho ninguno de aquellos deseos que le instaban al crimen: las riquezas de la India no le habrían tentado a probar el goce de su persona una segunda vez. Su naturaleza parecía rebelarse ante el mero pensamiento, y con qué gusto habría borrado de su memoria la escena que acababa de tener lugar. A medida que su rabia tenebrosa disminuía, aumentaba su compasión por Antonia. Se detuvo, y quiso decirle unas palabras de alivio; pero no supo de dónde sacarlas, y se quedó mirándola con lúgubre extravío. Su situación parecía tan desesperada, tan infortunada, que no había fuerza humana que pudiera consolarla. ¿Qué podía hacer por ella? Ahora había perdido la paz del espíritu, y su honor estaba irreparablemente arruinado. Había sido apartada para siempre de la sociedad, y no se atrevía a devolverla. Comprendía que si aparecía en el mundo otra vez se descubriría su culpa, y su castigo sería inevitable. Para el que está cargado de crímenes, la muerte se halla doblemente armada de terrores. Sin embargo, aunque devolviese a Antonia a la luz y afrontase la posibilidad de que le traicionase, ¡qué miserable perspectiva se le presentaría! No podría vivir ya de manera honorable; estaría marcada por la infamia y condenada al dolor y la soledad para el resto de su existencia. ¿Cuál era la alternativa? Una solución mucho más terrible para Antonia, pero que al menos garantizaría la seguridad del monje. Decidió dejar que el mundo siguiese convencido de su muerte, y tenerla cautiva en aquella tenebrosa prisión: allí se proponía visitarla todas las noches, llevarle alimento, confesarle su penitencia y mezclar sus lágrimas con las de ella. El abad se daba cuenta de que esta resolución era injusta y cruel; pero era el único medio de evitar que Antonia publicase su culpa y su propia infamia. Si la liberaba, no podría confiar en su silencio: la ofensa que le había infligido era demasiado grande para esperar su perdón. Además, su reaparición despertaría la natural curiosidad, y la violencia de su aflicción le impediría ocultar la causa. Así que decidió que Antonia siguiese prisionera en la mazmorra.

Se acercó a ella con la confusión pintada en su semblante. La levantó del suelo. Tembló la mano de él al cogérsela Antonia, y Ambrosio la soltó como si hubiese tocado una serpiente. Su naturaleza parecía retroceder ante el mero contacto. Se sentía a la vez rechazado y atraído hacia ella, aunque no podía explicarse ninguno de estos dos sentimientos. Había algo en la expresión de Antonia que le traspasaba de horror; y aunque su entendimiento lo ignoraba todavía, su conciencia le señalaba toda la dimensión de su crimen. Con palabras atropelladas, aunque en el tono más suave de que fue capaz y con voz apenas audible, mientras mantenía los ojos apartados, trató de consolarla de una des—' ventura que era ya irreparable. Se declaró sinceramente arrepentido, y dijo que con gusto derramaría una gota de su sangre por cada lágrima que su barbarie le había arrancado a ella. Desdichada y sin esperanza, Antonia le escuchó con mucho dolor. Pero cuando él le anunció su decisión de tenerla encerrada en el sepulcro, condenarla a un espantoso destino ante el cual la muerte parecía preferible, despertó de su insensibilidad. El pensamiento de arrastrar una vida miserable en una celda repugnante, ignorada de todo ser humano salvo de aquel que la había violado, rodeada de cadáveres putrefactos, respirando el aire pestilente de la corrupción, y de no ver más la luz ni beber la brisa pura de los cielos, fue más terrible de lo que ella podía soportar. Superó incluso el horror que sentía por el fraile. Nuevamente cayó de rodillas: suplicó su compasión en los términos más patéticos e insistentes. Prometió, si le devolvía la libertad, ocultar sus agravios al mundo, explicar su reaparición de la manera que él juzgase más oportuna; y a fin de evitar que recayese sobre él la menor sospecha, se ofreció a abandonar Madrid inmediatamente. Sus súplicas fueron tan insistentes que causaron honda impresión en el monje. Consideró éste que, puesto que su persona no excitaba ya sus deseos, no tenía interés en mantenerla oculta como había sido su primera intención; que eso añadía nuevos agravios a los que ya había sufrido; y que si era fiel a sus promesas, estaría él seguro, tanto si la dejaba encerrada o en libertad. Por otro lado, le daba miedo que, en su aflicción, Antonia rompiese su promesa impensadamente, o que su excesiva simplicidad e ignorancia de la astucia diese pie a que alguien más artero y solapado sorprendiese su secreto. Sin embargo, pese a lo fundadas que eran estas aprensiones, la compasión y un sincero deseo de reparar su crimen lo más posible le inclinaban a acceder a los ruegos de la suplicante. La dificultad de hacer plausible el inesperado retorno de Antonia a la vida, tras su supuesta muerte y público enterramiento, era el único punto que le tenía indeciso. Aún estaba meditando sobre los medios de eliminar tal obstáculo, cuando oyó un ruido de pasos que se acercaban con precipitación. Se abrió la puerta de la cripta, y entró corriendo Matilde, manifiestamente confundida y aterrada.

Al ver entrar a una persona desconocida, Antonia profirió un grito de alegría. Pero su esperanza de recibir auxilio de su parte se disipó en seguida. El supuesto novicio, sin manifestar la menor sorpresa al encontrar a una mujer a solas con el monje, en tan extraño lugar y a hora tan tardía, se dirigió a él sin una sola vacilación.

—¿Qué podemos hacer, Ambrosio? Estamos perdidos, a menos que encuentren algún medio de dispersar a los amotinados. Ambrosio, el convento de Santa Clara está en llamas, la priora ha caído víctima de la furia de la turba. La abadía amenaza correr la misma suerte. Alarmados ante la ira del populacho, los monjes os buscan por todas partes. Creen que vuestra sola autoridad bastará para calmar esos desmanes. Nadie sabe qué ha sido de vos, y vuestra ausencia ha creado universal asombro y desesperación. Yo he aprovechado la confusión para venir corriendo a advertiros del peligro.

—En seguida lo remediaremos —contestó el abad—; regresaré inmediatamente a mi celda. Cualquier excusa justificará mi ausencia.

—Imposible —replicó Matilde—. El sepulcro está lleno de arqueros. Lorenzo de Medina está registrando las criptas, y recorre todos los pasadizos con varios oficiales de la Inquisición. Os cortarán la huida. Os preguntarán los motivos por los que os encontráis a estas horas en el sepulcro. Descubrirán a Antonia, ¡y estaréis perdido para siempre!

—¿Lorenzo de Medina? ¿Oficiales de la Inquisición? ¿Qué les trae a este lugar? ¿Me buscan? ¿Entonces soy un sospechoso? ¡Oh, hablad, Matilde! ¡Contestadme, por piedad!

—Hasta ahora no sospechan nada de vos, pero me temo que no tardarán. Vuestra única posibilidad de escapar está en lo improbable de que exploren esta mazmorra. La puerta está hábilmente disimulada. Tal vez no reparen en ella y; podamos permanecer ocultos hasta que se marchen.

—Pero Antonia... Si se acercan los Inquisidores y oyen sus gritos...

—¡Yo eliminaré ese riesgo! —interrumpió Matilde.

Diciendo esto, sacó un puñal y se abalanzó sobre su presa.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —exclamó Ambrosio, cogiéndole la mano y quitándole el arma que ya tenía en alto—. ¿Qué vais a hacer, mujer cruel? ¡Ya ha sufrido demasiado la desdichada, gracias a vuestros consejos perniciosos! ¡Ojalá no los hubiera escuchado jamás! ¡Ojalá no hubiese visto nunca vuestro rostro!

Matilde le lanzó una mirada de desprecio.

—¡Absurdo! —exclamó, con un gesto de pasión y de soberbia que atemorizó al monje—. Después de despojarla de cuanto la hacía valiosa, ¿teméis privarla de una vida miserable? ¡Pero está bien! Dejadla vivir, y os convenceréis de vuestra locura. ¡Os dejo a vuestro propio destino! ¡Renuncio a vuestra alianza! Quien tiembla ante la idea de cometer un crimen tan insignificante, no merece mi protección. ¡Escuchad! ¡Escuchad! Ambrosio, ¿no oís a los arqueros? Ya vienen; ¡vuestra ruina es inevitable!

En ese momento, el abad oyó el rumor de unas voces distantes. Corrió a cerrar la puerta, de cuyo secreto dependía su seguridad, la cual había olvidado Matilde cerrar. Antes de que pudiera llegar, vio correr a Antonia delante de él, y huir hacia donde sonaban las voces, con la rapidez de una flecha. Había estado escuchando atentamente a Matilde. Oyó mencionar el nombre de Lorenzo, y decidió arriesgarlo todo para ponerse bajo su protección. La puerta estaba abierta. Los rumores de voces la convencieron de que los arqueros no se hallaban demasiado lejos. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y echó a correr, antes de que el monje se diese cuenta de sus intenciones, y se dirigió rápidamente hacia aquel lugar. Tan pronto como se recobró de su primera sorpresa, el abad salió tras ella. En vano redobló Antonia su velocidad y forzó al máximo sus nervios. Su enemigo ganaba terreno por momentos, y sintió el calor de su aliento en su cuello. El monje la alcanzó; alargó la mano, la agarró por los bucles agitados de su pelo y trató de arrastrarla de nuevo hacia la mazmorra. Antonia se resistió con todas sus fuerzas. Se abrazó a una columna que sostenía el techo, y gritó pidiendo socorro. En vano la amenazó el monje si no callaba.

—¡Socorro! —siguió gritando—. ¡Socorro! ¡Socorro, por el amor de Dios!

Espoleados por estos gritos, el ruido de pasos pareció acercarse más aprisa. El abad esperaba a cada instante ver llegar a los Inquisidores. Antonia aún resistía; en consecuencia, la redujo al silencio con los medios más horribles e inhumanos. Todavía empuñaba la daga de Matilde. Sin permitirse un segundo de reflexión, la levantó, ¡y la hundió dos veces en el pecho de Antonia! Ella profirió un alarido, y se derrumbó en el suelo. El monje trató de llevársela, pero aún se abrazaba firmemente en la columna. En ese instante, las paredes se iluminaron con la luz de las antorchas que se acercaban. Temeroso de que le descubriesen, Ambrosio se vio obligado a abandonar a su víctima y huyó a toda prisa hacia la mazmorra donde había dejado a Matilde.

No pasó inadvertido. Don Ramírez, que iba a la cabeza, descubrió a una mujer ensangrentada en el suelo y vio huir a un hombre del lugar, cuya confusión le delataba como el homicida. Inmediatamente persiguió al fugitivo con algunos arqueros, mientras los demás se quedaban con Lorenzo para auxiliar a la malherida desconocida. La levantaron y la sostuvieron en brazos. Se había desmayado por el exceso de dolor, pero pronto dio signos de recobrar los sentidos. Abrió los ojos y, al alzar la cabeza, los rubios cabellos que ocultaban su semblante, cayeron hacia atrás.

—¡Dios Todopoderoso! ¡Es Antonia!

Tal fue la exclamación de Lorenzo, mientras la arrancaba de los brazos de los asistentes y la abrazaba con los suyos.

Aunque guiado con mano insegura, el puñal había respondido demasiado bien a los propósitos de su dueño. Las, heridas eran mortales, y Antonia se daba cuenta de que no tenía salvación. Sin embargo, los pocos instantes que le quedaban, fueron instantes de felicidad. La angustia que reflejaba el semblante de Lorenzo, la frenética pasión de sus lamentos y la ansiosa preocupación por sus heridas, la convencieron más allá de toda duda de que eran de ella sus afectos. No quiso que la sacaran de la cripta, temerosa de que el movimiento acelerase su muerte; no quería perder estos instantes en que recibía de Lorenzo pruebas de su amor, a las que ella correspondía. Le dijo que, de no haber sido violada, habría sentido morir ahora; pero que, privada de su honor y manchada por la vergüenza, la muerte era una bendición: no podía haber sido su esposa y, privada de esta esperanza, se resignaba a bajar a la sepultura sin un suspiro de pesar. Le pidió que tuviese valor, le alentó para que no se abandonase a un dolor inútil, y le confesó que lamentaba no tener en este mundo más que a él. Aunque cada dulce acento, más que aliviar, aumentaba el dolor de Lorenzo, ella siguió hablando de este modo hasta el momento de su disolución. Su voz desfalleció, se hizo apenas audible. Una densa nube emborronó su vista, su corazón se volvió lento e irregular, y cada instante pareció anunciar el desenlace.

Yacía con la cabeza apoyada en el pecho de Lorenzo, y sus labios aún murmuraban palabras de consuelo. La interrumpió el tañido lejano de la campana del convento, que dio la hora. Súbitamente, los ojos de Antonia parpadearon con vivacidad: su cuerpo pareció dotado de nueva fuerza y animación. Se enderezó de los brazos de su enamorado.

—¡Las tres! —exclamó—. ¡Madre, voy a ti!

Juntó las manos, y cayó sin vida en el suelo. Lorenzo, presa de indecible agonía, se arrojó junto a ella; se mesó los cabellos, se golpeó el pecho y se negó a separarse del cadáver. Finalmente, sin fuerzas ya, consintió en que le sacasen de la cripta, siendo trasladado al palacio de Medina escasamente más vivo que la desventurada Antonia.

Entretanto, aunque perseguido de cerca, Ambrosio había logrado llegar a la tumba. La puerta estaba ya cerrada cuando don Ramírez llegó, y transcurrió mucho tiempo antes de descubrir el refugio del fugitivo. Pero nada se resiste a la perseverancia. Aunque hábilmente oculta, la puerta no escapó a la inspección de los arqueros. La abrieron a la fuerza y entraron, con gran espanto de Ambrosio y su compañera. La confusión del monje, su intento de esconderse, su rápida huida y la sangre que manchaba sus ropas, no dejaban lugar a dudas de que era el asesino de Antonia. Pero cuando le identificaron como el inmaculado Ambrosio, «el Hombre Santo», el ídolo de Madrid, los perseguidores se quedaron estupefactos, y apenas podían convencerse de que no era una aparición lo que tenían ante sí. El abad no se esforzó en justificarse, sino que mantuvo un obstinado silencio. Lo detuvieron y lo maniataron. Tomaron la misma precaución respecto a Matilde. Al quitarle la capucha, la profusión y belleza de sus cabellos delataron su sexo, y este accidente produjo un nuevo asombro. Encontraron, también, la daga en la tumba, donde el monje la había arrojado; y tras registrar completamente la mazmorra, los culpables fueron conducidos a las prisiones de la Inquisición.

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