Authors: Matthew G. Lewis
—¿Mañana, Ambrosio? ¿Mañana? ¡Oh! ¡Sin duda no lo decís en serio! ¡No podéis decidir arrojarme a la desesperación! ¡No podéis tener la crueldad...!
—Habéis oído mi decisión, y debéis obedecer. Las reglas de nuestra orden prohíben que permanezcáis aquí. Sería perjurio ocultar el hecho de que hay una mujer entre estos muros, y mis votos me obligarían a declarar vuestra historia a la comunidad. ¡Debéis marcharos de aquí! ¡Os compadezco, pero no puedo hacer nada más!
Pronunció estas palabras con voz débil y temblorosa. Luego, levantándose de su asiento, se dispuso a regresar apresuradamente al monasterio. Matilde profirió un grito, echó a correr tras él y le detuvo.
—¡Esperad un instante, Ambrosio! ¡Permitid que os diga una cosa!
—¡No quiero escucharos! ¡Soltadme! ¡Ya sabéis mi decisión!
—¡Sólo una palabra! ¡Una sola, y habré terminado! —¡Dejadme! ¡Son inútiles vuestras súplicas! ¡Deberéis marcharos mañana!
—¡Id, pues, bárbaro! Pero aún me queda este recurso. Diciendo esto, sacó de pronto un puñal: se desgarró el hábito y apoyó la punta del arma contra su pecho. —¡Padre, no saldré viva de estos muros!
—¡Deteneos! ¡Deteneos, Matilde! ¿Qué vais a hacer? —Vos estáis decidido, y yo también. En el instante en queme dejéis me hundiré este acero en el corazón.
—¡San Francisco bendito! ¡Matilde, habéis perdido el juicio! ¿Os dais cuenta de las consecuencias de vuestra acción? ¿De que el suicidio es el más grande de los crímenes? ¿De que destruiréis vuestra alma? ¿De que perderéis vuestra posibilidad de salvación? ¿De que os enviará a la condenación eterna?
—¡No me importa! ¡No me importa! —replicó ella apasionadamente—. ¡O me conduce vuestra mano al paraíso, o me arroja la mía a la perdición! ¡Hablad, Ambrosio! ¡Decid que ocultaréis mi historia, que seguiré siendo vuestro amigo y compañero, o este puñal beberá mi sangre!
Al tiempo que pronunció estas palabras, alzó el brazo e hizo el movimiento como para clavárselo. Los ojos del fraile siguieron espantados la trayectoria de la daga. Matilde se había rasgado el hábito y su pecho quedaba medio al aire. Apoyó la punta del arma sobre el seno izquierdo. Y ¡oh, qué seno! La luna, iluminándolo de lleno, permitió al monje observar su deslumbrante blancura. Sus ojos se demoraron ávidos en la hermosa redondez. Una sensación hasta entonces desconocida inundó su corazón, con una mezcla de ansiedad y placer. Un fuego abrasador le recorrió todos los miembros. La sangre hirvió en sus venas, y mil deseos insensatos aturdieron su imaginación.
—¡Deteneos! —exclamó con voz entrecortada—. ¡No puedo resistirlo más! ¡Quedaos pues, hechicera! ¡Quedaos para mi perdición!
Y abandonando precipitadamente el lugar, se retiró al monasterio. Llegó a su celda y se arrojó sobre el lecho trastornado, indeciso y confundido.
Durante un rato fue incapaz de ordenar sus ideas. La escena en que acababa de verse envuelto había suscitado tal diversidad de sentimientos en su pecho que fue incapaz de determinar cuál predominaba. No sabía qué actitud debía adoptar frente a esta perturbadora de su paz. Era consciente de que la prudencia, la religión y el decoro exigían obligarla a abandonar la abadía. Pero por otra parte, había razones tan poderosas que la autorizaban a quedarse, que se sentía demasiado inclinado a permitirle que lo hiciera. No podía evitar sentirse halagado por la declaración de Matilde, y por el hecho de haber conquistado impremeditadamente un corazón que había resistido los asedios de los más nobles caballeros de España. El modo en que había ganado su afecto era también de lo más satisfactorio para su vanidad: recordaba las muchas horas dichosas que había pasado en compañía de Rosario, y sentía miedo al vacío que su marcha dejaría en su corazón. Pero además, reflexionó, como Matilde era rica, su favor podía ser de gran beneficio para la abadía.
«¿Y qué riesgo corro yo —se dijo— dejándola que se quede? ¿No puedo fiar sin peligro en sus afirmaciones? ¿Acaso no puedo olvidar con facilidad su sexo, y seguir considerándola mi amigo y discípulo? Sin duda su amor es tan puro como lo describe. De haber sido fruto de la mera licencia, ¿lo habría ocultado durante tanto tiempo en su pecho? ¿No habría empleado algún medio de procurarle satisfacción? En cambio, ha hecho todo lo contrario. Se ha esforzado en ocultarme su propio sexo; y nada, de no ser por el temor a que mis insistencias la descubriesen, la habría obligado a revelar el secreto. Ha cumplido con los deberes de la religión tan estrictamente como yo. No ha hecho intento alguno de excitar mis pasiones dormidas, ni ha conversado conmigo hasta esta noche acerca del amor. De haber estado deseosa de ganarse mi afecto y no mi estima, no me habría ocultado sus encantos tan cuidadosamente. Hasta este mismísimo momento no le he visto la cara; aunque ciertamente deben de ser un rostro precioso y un cuerpo hermoso los suyos, a juzgar por su... por lo que he visto.»
Al cruzarle esta última idea por la imaginación, un rubor le encendió las mejillas. Alarmado por los sentimientos a los que acababa de abandonarse, se entregó a la oración; se levantó de su lecho, se arrodilló ante la hermosa Virgen e imploró su ayuda para sofocar tan culpables emociones. Luego regresó a la cama y se abandonó al sueño.
Se despertó enfebrecido y cansado. Durante el sueño, su inflamada imaginación no había cesado de girar en torno a escenas voluptuosas. Había soñado que Matilde estaba ante él, y que volvía a demorar sus ojos en su seno desnudo. Ella le repetía sus protestas de amor eterno, le arrojaba los brazos alrededor de su cuello y le cubría de besos. El se los devolvía: la estrechaba apasionadamente contra su pecho y... se disipaba la escena. A veces, sus sueños le presentaban la imagen de su Virgen predilecta, e imaginaba que estaba de rodillas ante ella. Al ofrecerle sus votos, los ojos de la imagen parecían mirarle con inefable dulzura. Posaba sus labios en los del retrato, y los encontraba cálidos: la animada figura del cuadro salía de la tela, le abrazaba afectuosamente, y sus sentidos eran incapaces de soportar la intensidad de tanto placer. Tales eran las escenas que ocuparon su cerebro durante el sueño. Sus deseos insatisfechos le presentaron las imágenes más sensuales y provocativas, y le sumergieron en goces que hasta entonces había ignorado.
Se levantó de su lecho lleno de confusión ante el recuerdo de esos sueños. Asimismo, se sentía avergonzado al pensar en las razones que la noche anterior le indujeron a autorizar a Matilde a quedarse. Ahora se había disipado la nube que le había ofuscado el juicio. Se estremeció al contemplar los argumentos en sus verdaderos colores, y vio que había sucumbido a la adulación, a la avaricia, al amor propio. Si en una hora de conversación Matilde había producido en él un cambio tan considerable de sentimientos, ¿qué no podía esperar, si permanecía más tiempo en la abadía? Consciente del peligro que le acechaba, despertó de su sueño de confianza, y decidió insistir en que se marchase sin demora. Empezaba a comprender que no era tan invulnerable a la tentación, y que por mucho que Matilde se mantuviese dentro de los límites de la modestia, él se sentía incapaz de enfrentarse con estas pasiones, de las que equivocadamente se creía exento.
—¡Inés! ¡Inés! —exclamó, en medio de sus tribulaciones—. ¡Ya empiezo a sentir tu maldición!
Abandonó su celda, dispuesto a expulsar al fingido Rosario. Asistió a los maitines, pero sus pensamientos estaban ausentes, y prestó al oficio escasa atención. Su corazón y su cerebro estaban llenos de objetos mundanos, y rezó sin devoción. Terminado el oficio, bajó al jardín, dirigió sus pasos hacia el mismo lugar en el que tan embarazoso descubrimiento había hecho la noche anterior. No dudaba que Matilde iría a buscarle allí: y no se equivocó. Poco después entró ella en la ermita, y se acercó al monje con timidez. Tras unos minutos, durante los cuales permanecieron en silencio, pareció ella como a punto de hablar. Pero el abad, que había estado hasta ahora haciendo acopio de toda su resolución, la interrumpió apresuradamente. Aunque ignoraba aún cuán vasto era el influjo de su voz, temía su melodiosa seducción.
—Sentaos a mi lado, Matilde —dijo, adoptando una expresión de firmeza, aunque evitando cuidadosamente el más mínimo asomo de severidad—; escuchadme con paciencia, y creed que lo que voy a deciros no está motivado tanto por mi propio interés como por el vuestro. Creed que siento por vos la más cálida amistad, la más sincera compasión, y que no podéis sentiros más apenada de lo que me siento yo al teneros que decir que no debemos volver a vernos.
—¡Ambrosio! —exclamó ella con una voz que expresaba a la vez sorpresa y dolor.
—¡Serenaos, amigo mío, mi buen Rosario! ¡Dejadme que os llame por este nombre tan querido para mí! Nuestra separación es inevitable; me avergüenza confesar cuán sensiblemente me afecta... Pero así debe ser. Me siento incapaz de trataros con indiferencia, y esa misma convicción me obliga a insistir en vuestra marcha. Matilde, no debéis permanecer más tiempo aquí.
—¡Oh!, ¿dónde buscaré ahora sinceridad? Hastiada de un mundo insincero, ¿en qué región dichosa se oculta la verdad? Padre, yo esperaba que imperase aquí; yo creía que vuestro pecho era su altar predilecto. ¿Así que también vos demostráis ser falso? ¡Oh, Dios! ¿También vos podéis traicionarme?
—¡Matilde!
—¡Sí, padre, sí! Os reprocho, con toda justicia. ¡Oh!, ¿dónde están vuestras promesas? Mi noviciado no ha expirado, y, sin embargo, me obligáis a abandonar el monasterio. ¿Podéis tener valor para arrojarme de vuestra presencia? ¿No me habéis hecho solemne juramento de lo contrario?
—Yo no os obligo a que abandonéis el monasterio; habéis recibido mi solemne juramento de lo contrario. Pero si apelo a vuestra generosidad al declararos las turbaciones en que me sume vuestra presencia, ¿no me relevaréis de ese juramento? Pensad en lo peligroso que sería si esto se descubriese, en el oprobio en que me hundiría semejante contingencia. Considerad que están en juego mi honor y mi reputación, y que mi paz espiritual depende de vuestro con sentimiento. Hasta ahora mi corazón ha sido libre. Me separaré de vos con pesar, aunque no con desesperación. Quedaos, y en pocas semanas habréis sacrificado mi felicidad en el altar de vuestros encantos. ¡Sois demasiado atractiva, demasiado afectuosa! ¡Os amaría! ¡Me volvería loco por vos! ¡Mi pecho acabaría siendo presa de deseos que el honor y mi profesión me prohíben satisfacer! Si los reprimiera, la impetuosidad de mis deseos insatisfechos me arrastraría a la locura; y si cediera a la tentación, sacrificaría a un momento de placer culpable mi reputación en este mundo y mi salvación en el otro. Así que apelo a vos para que me defendáis de mí mismo. ¡Preservadme de convertirme en víctima de los remordimientos!
Vuestro
corazón ha sentido ya las angustias del amor sin esperanza. ¡Oh, si de veras me amáis, ahorrad al mío esas angustias! Libradme de esa promesa; huid de estos muros. Si os marcháis, os acompañarán mis más fervientes plegarias en favor de vuestra felicidad, así como mi amistad, estima y admiración. Si os quedáis, os convertiréis para mí en fuente de peligros, de sufrimiento, ¡y de desesperación! Respondedme, Matilde: ¿cuál es vuestra decisión? —Ella siguió callada—. ¿No decís nada, Matilde? ¿No queréis darme a conocer vuestra decisión?
—¡Cruel! ¡Cruel! —exclamó Matilde, retorciéndose las manos con agonía—. ¡De sobra sabéis que no me dais a elegir! ¡De sobra sabéis que no tengo otra voluntad que la vuestra!
—¡Entonces no me había equivocado! La generosidad de Matilde es tan inmensa como yo esperaba.
—Sí; demostraré la sinceridad de mi afecto sometiéndome a la sentencia que me destroza el corazón. Os devuelvo vuestra promesa. Hoy mismo abandonaré el monasterio. Tengo una pariente, la abadesa de un convento de Extremadura: acudiré a ella, y abandonaré el mundo para siempre. Pero decidme, padre, ¿me acompañarán vuestros parabienes en mi soledad? ¿Apartaréis alguna vez vuestra atención de los objetos divinos para dedicarme un pensamiento a mí?
—¡Ah, Matilde, me temo que pensaré en vos demasiadas veces para mi serenidad!
—Entonces, no deseo nada más, salvo que podamos reunirnos en el cielo. ¡Adiós, amigo mío! ¡Ambrosio mío! ¡Pero antes, desearía con toda el alma llevarme alguna prenda en señal de vuestro afecto!
—¿Qué podría daros?
—Algo... cualquier cosa. Una de esas flores será suficiente. —Y señaló un rosal que había plantado en la puerta de la gruta—. La ocultaré en mi pecho; y cuando muera las monjas la descubrirán marchita sobre mi corazón.
El fraile fue incapaz de hablar: con el paso lento y el alma agobiada por la aflicción, salió de la ermita. Se acercó al arbusto, se inclinó a coger una de las rosas. De pronto, profirió un grito penetrante, retrocedió apresuradamente y dejó caer la flor, que ya había cortado. Matilde, al oír el grito, corrió ansiosa hacia él.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¡Contestadme, por el amor de Dios! ¿Qué ha sucedido?
—¡Acabo de recibir la muerte! —contestó con voz desfallecida—. Oculta entre las rosas..., una serpiente...
Aquí se hizo tan intenso el dolor de la herida, que su naturaleza fue incapaz de soportarlo. Le abandonaron los sentidos y se desplomó exánime en los brazos de Matilde.
La angustia de ésta fue indescriptible. Se mesó los cabellos, se golpeó el pecho, y no atreviéndose a abandonar a Ambrosio, comenzó a llamar con grandes voces a los monjes para que acudiesen en su auxilio. Lo consiguió finalmente. Alarmados por sus gritos, acudieron presurosos varios hermanos al lugar, y transportaron al superior de la abadía. Le acostaron inmediatamente, y el monje que ejercía las funciones de cirujano en la comunidad se dedicó a examinar la herida. La mano de Ambrosio se había hinchado considerablemente. Los remedios que le habían administrado, es cierto, le devolvieron la vida, pero no los sentidos; desvariaba, presa de todos los horrores del delirio, echaba espumarajos por la boca, y cuatro de los monjes más fornidos apenas podían tenerle sujeto en la cama.
El padre Pablos, que así se llamaba el cirujano, examinó rápidamente la mano. Los monjes rodeaban el lecho, aguardando ansiosamente el veredicto. Entre éstos, el fingido Rosario no parecía el menos afectado por la calamidad del fraile. Miraba al paciente con indecible angustia; y los gemidos que a cada instante escapaban de su pecho bastaban para delatar la violencia de su aflicción.
El padre Pablos sajó la herida. Al retirar su lanceta, vio la punta teñida de un humor verdoso. Movió la cabeza pesarosamente, y se apartó de la cama.