El monje (7 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

—¿Tenías una hermana?

—Decís bien:
tenía.
¡Ay! Ahora ya no la tengo. Pereció bajo el peso de sus desventuras en la misma primavera de la vida.

—¿Cuáles eran esas desventuras?

—No son de las que conmueven
vuestra
piedad. No conocéis el poder de esos irresistibles, esos fatales sentimientos de los que es presa el corazón. Padre, ella amaba desventuradamente. Su pasión por un hombre dotado de todas las virtudes, o más bien diría de la divinidad, resultó fatal para su existencia. Su noble figura, su carácter inmaculado, sus diversos talentos, su sólida, maravillosa y gloriosa sabiduría, podían haber inflamado el pecho más insensible. Mi hermana le vio, y se atrevió a amarle, aunque jamás osó esperar nada.

—Si tan bien había encauzado su amor, ¿qué le impedía a ella abrigar la esperanza de ser correspondida?

—¡Padre, antes de conocerla él, Julián ya había dado promesa a la mujer más pura y más celestial! Sin embargo, mi hermana aún le amaba, y por amor al esposo, amó con locura a la esposa también. Una mañana encontró el medio de escapar de casa de nuestro padre. Vestida con ropas humildes, se ofreció como sirvienta a la esposa del amado, y ésta la aceptó. Entonces estuvo continuamente en su presencia: se esforzó por granjearse su favor, y lo consiguió. Sus atenciones despertaron el interés de Julián. Los virtuosos son siempre agradecidos, de modo que distinguió a Matilde por encima del resto de sus compañeras.

—¿Y tus padres, no la buscaron? ¿Aceptaron dócilmente su pérdida, sin intentar recobrar a la hija extraviada?

—Antes de que la pudieran encontrar, ella misma se descubrió. Su amor se volvió demasiado violento para poder ocultarlo. Sin embargo, no deseaba la persona de Julián} ella sólo ambicionaba una parte de su corazón. En un momento de impremeditación, ella le confesó su afecto. ¿Cuál fue la recompensa? Enamorado de su esposa, y convencido de que una mirada de compasión a otra era como robarle algo a ella, echó a Matilde de su presencia. Le prohibió volver a presentarse más ante él. Su severidad le destrozó el corazón: regresó a casa de nuestro padre, y a los pocos meses la llevaban a la tumba.

—¡Desventurada muchacha! Evidentemente, el destino fue demasiado severo con ella, y Julián demasiado cruel.

—¿Lo creéis así, padre? —exclamó el novicio con vivacidad—. ¿Consideráis que fue demasiado cruel?

—Desde luego, y la compadezco muy sinceramente.

—¿La compadecéis? ¿La compadecéis? ¡Oh! ¡Padre! ¡Padre! ¡Entonces compadecedme a mí!

El fraile dio un respingo; luego, tras un momento de pausa, Rosario añadió con voz insegura:

—Pues mis sufrimientos son aún mayores. Mi hermana tenía un amigo, un amigo de verdad, que se apiadaba de la agudeza de sus sentimientos, y no le censuraba su incapacidad para reprimirlos. Yo... ¡Yo no tengo ningún amigo! ¡En todo el ancho mundo no hay un solo corazón que quiera compartir los sufrimientos del mío!

Al pronunciar estas palabras, sollozó audiblemente. El fraile se conmovió. Le cogió la mano, y se la apretó con ternura.

—¿No tienes amigo, dices? ¿Entonces qué soy yo? ¿Por qué no confías en mí, a qué tienes miedo? ¿A mi severidad? ¿La he empleado alguna vez contigo? ¿La dignidad de mi hábito? Rosario, deja a un lado al monje, y te ruego que no me consideres más que como tu amigo, tu padre. Bien puedo adoptar ese título, pues jamás ha velado un padre por su hijo con el afecto que velo yo por ti. Desde el momento en que te vi por primera vez, sentí que en mi pecho se despertaban unos sentimientos que hasta entonces desconocía; noté que tu compañía me producía un gozo que no me proporcionaba la de ningún otro; y al comprobar la magnitud de tu genio y tu saber, me congratulé como un padre ante las perfecciones de su hijo. Así que desecha tus temores; háblame con franqueza. Háblame, Rosario, y dime que confías en mí. Si mi ayuda y mi piedad pueden aliviar tu desventura...

—¡Sí que pueden! ¡Sólo las vuestras pueden! ¡Ah! ¡Padre, cómo desearía poder desvelaros mi corazón! ¡Cómo desearía confesaros el secreto que me agobia! ¡Pero tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—¿De qué, hijo mío?

—De que me odiéis por mi debilidad; de que la recompensa a mi confianza sea la pérdida de vuestra estima.

—¿Cómo podría yo tranquilizarte? Piensa en toda mi conducta pasada, en la paternal ternura que he mostrado siempre contigo. ¿Odiarte, Rosario? No me sería posible. Perder tu compañía significaría privarme del mayor placer de mi vida. Así que cuéntame qué te aflige, y créeme si juro solemnemente...

—¡Deteneos! —interrumpió el novicio—; juradme que, cualquiera que sea mi secreto, no me obligaréis a abandonar el monasterio hasta haber concluido mi noviciado.

—Os lo prometo sinceramente, y como mantengo yo la promesa que te hago, mantenga Cristo la que hizo al hombre. Ahora explícame este misterio y confía en mi indulgencia.

—Os obedezco. Sabed pues... ¡Oh! ¡Cómo tiemblo a la hora de decirlo! Escuchadme con compasión, venerado Ambrosio. ¡Apelad a toda chispa latente de humana debilidad que pueda ayudaros a compadecer la mía! ¡Padre! —prosiguió, arrojándose a los pies del fraile y besándole la mano con ansiedad, mientras la agitación ahogaba momentáneamente su voz—. ¡Padre! —continuó, con acento vacilante—, ¡soy mujer!

El abad se estremeció ante esta inesperada confesión. Prosternado en el suelo, el falso Rosario parecía aguardar en silencio la decisión de su juez. El estupor del uno, y el temor del otro, les tuvieron encadenados en las mismas actitudes durante unos minutos, como tocados por la varita de un mago. Por último, recobrándose de su confusión, el monje abandonó la gruta y se encaminó apresuradamente a la abadía. Su acción no pasó inadvertida a la suplicante. Se levantó inmediatamente del suelo y corrió tras él, le alcanzó, se arrojó a sus pies y se abrazó a sus rodillas. Ambrosio forcejeó en vano para librarse de este abrazo.

—¡No huyáis de mí! —exclamó—. ¡No me abandonéis al impulso de la desesperación! ¡Dejad que justifique mi imprudencia! ¡Confieso que la historia de mi hermana es la mía propia! Soy Matilde; y vos sois su amado.

Si la sorpresa de Ambrosio fue grande al principio, esta segunda confesión rebasó todos los límites. Atónito, confundido e indeciso, se sintió incapaz de pronunciar una sílaba, y se quedó mirando en silencio a Matilde; esto le dio a ella ocasión de proseguir su explicación de este modo:

—No penséis, Ambrosio, que he venido a robaros a la esposa de vuestros afectos. No, creedme, sólo la religión es digna de vos; está muy lejos de los deseos de Matilde apartaros de la senda de la virtud. Lo que siento por vos es amor, no concupiscencia. Aspiro a poseer vuestro corazón, no ambiciono gozar de vuestra persona. Dignaos escuchar mi justificación: en unos momentos os convenceréis de que este sagrado retiro no queda manchado por mi presencia, y que podéis concederme vuestra compasión sin transgredir ninguno de vuestros votos —se sentó; y Ambrosio, casi sin saber lo que hacía, siguió su ejemplo.

Luego ella prosiguió su discurso:

—Yo procedo de una distinguida familia: mi padre era primogénito de la noble casa de Villanegas. Murió siendo yo niña, y me nombró heredera única de sus inmensas posesiones. Joven y rica, me pretendieron los jóvenes más nobles de Madrid. Pero ninguno consiguió conquistar mis afectos. Yo me había educado bajo la custodia de un tío, dotado del más sólido juicio y la más vasta erudición. Le encantaba transmitirme algo de su sabiduría. Bajo su instrucción, mi entendimiento adquirió más fuerza y precisión de las que suelen ser normales en mi sexo. Ayudada la habilidad de mi preceptor por mi natural curiosidad, no sólo hice considerables progresos en las ciencias universalmente estudiadas, sino en otras asequibles a muy pocos, y rechazadas por la censura en la ceguera de su superstición. Pero a la vez que mi guardián se esforzaba en ensanchar la esfera de mis conocimientos, me fue inculcando todos los preceptos morales. Me hizo ver la belleza de la religión; me enseñó a mirar con veneración a los puros y virtuosos, y, ¡ay de mí! ¡Le he obedecido demasiado bien!

»En tales disposiciones, juzgad si podría yo observar con otro sentimiento que el de aversión el vicio, la disipación y la ignorancia, que deshonran a nuestros jóvenes españoles. Rechacé todos los ofrecimientos con desprecio. Mi corazón permaneció sin dueño, hasta que el azar me condujo a la catedral de los capuchinos. ¡Oh! ¡Sin duda aquel día mi ángel de la guarda se durmió, dejando abandonado su puesto! Entonces os vi por primera vez; ocupabais el lugar del superior, ausente por enfermedad. No podéis dejar de recordar el vivo entusiasmo que despertó vuestro sermón. ¡Oh! ¡Cómo bebía yo vuestras palabras! ¡Cómo parecía transportarme vuestra elocuencia! Apenas me atrevía a respirar, por temor a perderme una sílaba; y mientras hablabais, parecía que una aureola de radiante gloria rodeaba vuestra cabeza, y que de vuestro semblante emanaba la majestad de un dios. Me retiré de la iglesia inflamada de admiración. Desde aquel momento, os convertisteis en el ídolo de mi corazón, en el perpetuo objeto de mis meditaciones. Hice averiguaciones sobre vos. Las informaciones que me llegaron de vuestro modo de vida, de vuestra sabiduría, piedad y abnegación reforzaron las cadenas que me había impuesto vuestra elocuencia. Comprendí que mi corazón ya no estaba vacío; que había encontrado al hombre al que hasta entonces había buscado en vano. Con el anhelo de volveros a oír, visité todos los días vuestra catedral: vos permanecíais recluido entre los muros de la abadía, y me veía obligada a retirarme siempre decepcionada y desdichada. La noche se mostraba más benévola conmigo, pues entonces me visitabais en sueños. Me prometíais eterna amistad. Me llevabais por los senderos de la virtud, y me ayudabais a soportar las vejaciones de la vida. La madrugada disipaba estas gratas visiones; al despertar, me hallaba separada de vos por barreras que parecían insuperables. El tiempo parecía aumentar la fuerza de mi pasión: me fui sumiendo en una melancolía y abatimiento aún mayores. Finalmente, no pudiendo vivir en este estado de tortura, decidí adoptar el disfraz en que ahora me veis. Mi artificio fue afortunado, pues fui recibida en el monasterio y conseguí ganarme vuestra estima.

»Ahora hubiera podido sentirme completamente feliz, de no haber venido a turbar mi paz el temor de ser descubierta. El placer que disfrutaba con vuestra compañía lo agriaba el pensamiento de que quizá no tardaría en verme privada de ella; y el corazón me latía con tanta intensidad cuando obtenía alguna prueba de vuestra amistad, que me convencí de que no podría sobrevivir a su pérdida. Así que decidí no dejar ninguna posibilidad de que se descubriese casualmente mi sexo, confesároslo todo a vos y entregarme enteramente a vuestra compasión y misericordia. ¡Ah, Ambrosio! ¿Acaso me he equivocado? ¿Vais a ser menos generoso de lo que yo os creía? No quiero suponerlo. No arrastraréis a una desdichada a la desesperación. ¡Aún me permitiréis veros, conversar con vos, adoraros! Vuestras virtudes serán para mí un ejemplo a lo largo de toda mi vida. Y cuando expiremos, nuestros cuerpos descansarán en la misma sepultura.

Guardó silencio. Mientras estuvo hablando, mil sentimientos contrapuestos se debatían en el pecho de Ambrosio. La sorpresa ante su inesperada revelación, el resentimiento ante su osadía al ingresar en el monasterio, la conciencia de la severidad con que le correspondía contestar, eran sentimientos de los que se daba cuenta. Pero había otros también, de los que no se percataba. No percibía que su vanidad se sentía halagada ante las alabanzas a su elocuencia y su virtud; de que sentía un secreto placer al ver que una mujer joven, y hermosa al parecer, había abandonado el mundo por él, y había sacrificado toda otra pasión a la que él le había inspirado; y aún se daba menos cuenta de que su corazón latía de deseo mientras sentía en su mano la dulce presión de los delicados dedos de Matilde.

Gradualmente, se recobró de su ofuscamiento. Sus ideas se hicieron menos perplejas; se dio cuenta inmediatamente de la extremada insensatez que suponía el consentir que Matilde permaneciese en la abadía, después de revelar su sexo. De modo que adoptó un aire de severidad y retiró la mano.

—¡Vamos, señora! —dijo—; ¿acaso esperáis realmente que os conceda permiso para permanecer entre nosotros? Y aun cuando yo accediese a ello, ¿qué beneficio podría derivarse de ello? ¿Creéis que yo podría corresponder a un afecto que...?

—¡No, padre, no! Yo no espero inspiraros un amor como el mío. Yo sólo deseo la libertad de estar cerca de vos, pasar algunas horas al día en vuestra compañía; obtener vuestra compasión, vuestra amistad y estima. Creo que mi petición no es desorbitada.

—¡Pero reflexionad, señora! Reflexionad un momento cuán impropio sería que yo diese cobijo a una mujer en la abadía; a una mujer, además, que confiesa que me ama. No puede ser. El riesgo de que os descubran es demasiado grande, y no quiero exponerme a tan peligrosa tentación.

—¿Tentación, decís? Olvidad, padre, que soy mujer, y no existirá. Consideradme sólo como un amigo, como un desventurado cuya felicidad, cuya vida, depende de vuestra protección. No temáis que vaya a recordaros que el amor más impetuoso, el más desatado, me ha impulsado a disfrazar mi sexo; o que, instigada por deseos ofensivos para
vuestros
votos y para mi propio honor, intente apartaros del sendero de la rectitud. No, Ambrosio; aprended a conocerme mejor. Yo os amo por vuestras virtudes: perdedlas, y con ellas perderéis mi afecto. Os miro como a un santo. Probadme que no sois más que un hombre, y os dejaré con repugnancia. ¿Vais entonces a temer de mí la tentación? ¿De mí, en quien los deslumbrantes placeres del mundo no despertaron otro sentimiento que el de desprecio? ¿De mí, cuyo afecto se basa en vuestra carencia de toda debilidad humana? ¡Oh! ¡Desechad tales aprensiones perniciosas! Pensad más noblemente de mí; pensad más noblemente de vos. Yo soy incapaz de induciros al pecado; y sin duda vuestra virtud está cimentada sobre una base demasiado firme para que la hagan tambalearse unos deseos injustificables. ¡Ambrosio, queridísimo Ambrosio! ¡No me arrojéis de vuestra presencia; recordad vuestra promesa y autorizadme a que me quede!

—Imposible, Matilde; es
vuestro
interés el que me obliga a rechazar vuestra súplica, ya que tiemblo por vos, no por mí. Después de vencer las ebulliciones de la juventud; después de pasar treinta años de mortificación y penitencia, podría permitir que os quedarais sin peligro, y sin temor a que me inspiraseis sentimientos más cálidos que el de la mera compasión. Pero vuestra permanencia en la abadía no puede traeros más que fatales consecuencias. Interpretaríais mal todas mis palabras y mis acciones. Aprovecharíais con avidez todas las ocasiones que os alentasen a esperar una correspondencia a vuestro afecto. Insensiblemente, vuestras pasiones predominarían sobre vuestra razón; y lejos de reprimirlas mi presencia, cada momento que pasáramos juntos no serviría más que para irritarlas y excitarlas. ¡Creedme, desventurada mujer! Tenéis mi sincera compasión. Estoy convencido de que hasta aquí habéis actuado con los más puros motivos. Pero aun cuando sois ciega a la imprudencia de vuestra conducta, sería culpable en mí el no abriros los ojos. Me doy cuenta de que el deber me obliga a trataros con rudeza: debo rechazar vuestra súplica y disipar toda sombra de esperanza que contribuya a alentar sentimientos tan perniciosos para vuestra paz: Matilde, tendréis que iros de aquí mañana.

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