El monje (3 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

—¡Ah!, sin duda Ambrosio será uno de ellos.

—De eso no tengo ninguna duda: En todos los respectos, es una excepción en la humanidad, y en vano tratará la envidia de manchar su reputación.

—¡Señor, me tranquilizáis con esta seguridad! Eso me anima a confirmarme en mi opinión en su favor; ¡y no sabéis con cuánto valor habría tenido que reprimir este sentimiento! ¡Ah!, tía querida, convenced a mi madre para que le elija como nuestro confesor.

—¿Convencerla yo? —replicó Leonela—; te prometo que no haré semejante cosa. No me gusta el tal Ambrosio lo más mínimo; hay un aire de severidad en todo él que me hace temblar de pies a cabeza: si fuera mi confesor, no sería capaz de revelarle ni la mitad de mis pecadillos, y entonces, ¡bonita situación! En mi vida he visto un hombre de aspecto más austero, ni espero verlo. ¡Qué descripción del diablo! ¡Dios nos bendiga! Casi me vuelvo loca de miedo; y cuando hablaba de los pecadores, parecía que se los iba a comer...

—Tenéis razón, señora —contestó don Cristóbal—; la excesiva severidad se dice que es el único defecto de Ambrosio. Como él está exento de las debilidades humanas, no es bastante indulgente con los demás; y aunque estrictamente justo y desinteresado en sus decisiones, su gobierno de los monjes ha dado ya alguna prueba de su inflexibilidad. Pero la multitud casi se ha dispersado: ¿Permitís que os acompañemos a vuestra casa?

—¡Oh, Jesús! ¡Señor! —exclamó Leonela fingiendo ruborizarse—, ¡no lo permitiría por nada del mundo! Si yo regresase a casa acompañada de un caballero tan galante, mi hermana es tan escrupulosa que me echaría un sermón de una hora, y no pararía de oírla. Además, desearía no considerar vuestras proposiciones de momento.

—¿Mis proposiciones? Os aseguro, señora...

—¡Oh! Señor, creo que vuestras manifestaciones de impaciencia son muy sinceras; pero realmente necesito algún tiempo. No sería muy delicado por mi parte aceptar vuestra mano al primer día.

—¿Aceptar mi mano? Como espero vivir y respirar que...

—¡Oh, mi querido señor, si me amáis, no me presionéis más! Consideraré vuestra obediencia como prueba de vuestro afecto; mañana os enviaré noticias mías, de modo que adiós. Pero decidme, caballeros, ¿puedo preguntaros vuestros nombres?

M amigo —replicó Lorenzo—, es el conde de Ossorio, y yo Lorenzo de Medina.

—Es suficiente. Bien, don Lorenzo, comunicaré a mi hermana vuestro gentil ofrecimiento, y os haré conocer la decisión con toda premura. ¿Adónde os la puedo enviar?

—Se me encontrará siempre en el palacio de Medina.

—Podéis confiar en que recibiréis noticias mías. Adiós, caballeros. Señor conde, permitidme suplicaros que moderéis el excesivo ardor de vuestra pasión; sin embargo, para probaros que no me desagradáis y evitar que os abandonéis a la desesperación, recibid esta muestra de mi afecto, y dedicad algún pensamiento a la ausente Leonela.

Diciendo esto, tendió su mano flaca y arrugada, que su supuesto admirador besó con tan poca gracia y aprensión tan evidente que Lorenzo tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a reír. Leonela entonces se apresuró a abandonar la iglesia; la encantadora Antonia la siguió en silencio; pero cuando llegó al atrio, se volvió involuntariamente y dirigió una mirada hacia Lorenzo. Éste hizo una inclinación a modo de adiós; ella le devolvió el saludo y salió apresuradamente.

—¡Bueno, Lorenzo! —dijo don Cristóbal tan pronto como estuvieron solos—. ¡Bonita intriga me habéis procurado! Para favorecer vuestros planes con Antonia, le hago cortésmente unos cumplidos sin importancia a la tía, y al cabo de una hora ¡me encuentro al borde del matrimonio! ¿Cómo vais a recompensarme por haber sufrido de este modo por vos? ¿Qué puede retribuirme el haber besado la zarpa correosa de esa maldita bruja? ¡Diablos! Me ha dejado tal perfume en los labios que voy a oler a ajo durante todo este mes que viene. ¡Cuando vaya a pasear al Prado, me van a tomar por una tortilla ambulante o una enorme cebolla pasada!

—Reconozco, mi pobre conde —replicó Lorenzo—, que vuestro servicio se ha visto acompañado de peligro; pero estoy tan lejos de considerarlo superior a vuestras fuerzas, que probablemente os pediré que llevéis vuestros amores aún más adelante.

—De esta petición infiero que la pequeña Antonia ha causado alguna impresión en vos.

—No puedo expresaros lo hechizado que me tiene. Desde la muerte de mi padre, mi tío el duque de Medina me ha manifestado su deseo de verme casado; hasta ahora he soslayado sus insinuaciones, y no he querido darme por enterado. Pero lo que he visto esta tarde...

—¿Y bien? ¿Qué es lo que habéis visto esta tarde? ¡Vaya, don Lorenzo, no podéis estar tan loco como para pensar en convertir en vuestra esposa a la nieta del zapatero más honrado y trabajador de Córdoba!

—Olvidáis que es también nieta del difunto marqués de las Cisternas; pero sin entrar a discutir cunas ni títulos, os aseguro que jamás he visto mujer más interesante que Antonia.

—Es muy posible; pero no pretenderéis casaros con ella.

—¿Por qué no, mi querido conde? Poseo riqueza suficiente para los dos, y sabéis que mi tío tiene ideas muy liberales a ese respecto. Por lo que sé de Raimundo de las Cisternas, estoy seguro de que estará dispuesto a acoger a Antonia como sobrina. Su cuna, por tanto, no será obstáculo para que pida yo su mano. Me portaría como un miserable si pensase en otra cosa que no fuese el matrimonio; y en verdad, parece dotada de todas las cualidades que para mí debe tener una esposa. Joven, adorable, dulce, juiciosa...

—¿Juiciosa? ¡Pero si no ha dicho más que «sí»y «no»!

—No ha dicho mucho más, lo reconozco; pero siempre ha dicho «sí»y «no»en el momento adecuado.

—¿De veras? ¡Oh! ¡Os pido mil perdones! Eso es emplear un argumento de enamorado, y no seré yo quien discuta con tan profundo casuista. ¿Y si nos dirigiéramos al teatro?

—Yo no puedo. Llegué anoche a Madrid, y aún no he tenido ocasión de ver a mi hermana; como sabéis, su convento está en esta calle, y me dirigía allí cuando la multitud que vi agolparse en esta iglesia excitó mi curiosidad por saber qué ocurría. Ahora deseo proseguir hacia donde iba al principio, y probablemente pasaré la tarde con mi hermana en el locutorio.

—¿Vuestra hermana en un convento, decís? ¡Oh, claro!, lo había olvidado. ¿Y cómo está doña Inés? ¡Me sorprende, don Lorenzo, cómo se os pudo ocurrir encerrar a una joven tan encantadora entre los muros de un claustro!

—¿Que se me ocurrió, don Cristóbal? ¿Cómo podéis considerarme capaz de semejante barbaridad? Sabed que tomó los hábitos por propio deseo y que determinadas circunstancias la indujeron a retirarse del mundo. Empleé todos los medios a mi alcance para hacerla cambiar de decisión. Mi esfuerzo fue inútil. ¡Y perdí a mi hermana!

—En cambio, vos tuvisteis más suerte. Creo, Lorenzo, que ganasteis bastante con esa pérdida. Si no recuerdo mal, doña Inés tenía una dote de diez mil doblones, la mitad de los cuales habrán ido a parar a vos. ¡Por Santiago! Quisiera tener cincuenta hermanas de esa misma categoría. Me resignaría a perderlas todas sin demasiado pesar.

—¡Cómo, conde! —exclamó Lorenzo con voz irritada—. ¿Me suponéis tan bajo como para haber influido en el retiro de mi hermana? ¿Creéis que el despreciable deseo de convertirme en dueño de su fortuna ha podido...?

—¡Admirable! ¡Valor, don Lorenzo! Ya se ha puesto como una furia. ¡Quiera Dios que Antonia temple vuestro fogoso carácter, o acabaremos cortándonos el cuello antes de que termine el mes! Pero para evitar tan trágica catástrofe de momento, me voy y os dejo dueño del terreno. ¡Adiós, mi caballero del Etna! Moderad vuestro carácter inflamable, y recordad que cuantas veces sea necesario hacerle la corte a esa vieja arpía, podéis contar con mis servicios.

Y dicho esto salió precipitadamente de la catedral.

«¡Qué atolondrado! —dijo don Lorenzo para sí—. Con un corazón tan excelente, ¡qué lástima que tenga tan poco juicio!»

La noche avanzaba rápidamente. Sin embargo, aún no habían encendido las lámparas. Los débiles destellos de la luna ascendente apenas conseguían traspasar la gótica oscuridad de la iglesia. Don Lorenzo no se sintió capaz para abandonar el lugar. El vacío que la ausencia de Antonia había dejado en su corazón, y el sacrificio de su hermana, que don Cristóbal acababa de recordarle, hicieron nacer en su espíritu una melancolía muy acorde con la religiosa oscuridad que le envolvía. Aún estaba apoyado contra la séptima columna del púlpito. Una brisa suave y fresca recorrió las naves solitarias. La claridad de la luna, penetrando en la iglesia a través de las pintadas vidrieras, tenía las bóvedas labradas y los gruesos pilares con mil matices diversos de luz y color: un silencio universal reinaba a su alrededor, turbado sólo por el cerrar de alguna puerta en la abadía contigua.

La calma de la hora y la soledad del lugar contribuyeron a fomentar la disposición de Lorenzo a la melancolía. Se dejó caer en el asiento que había junto a él y se abandonó a las ilusiones de su fantasía. Pensó en su unión con Antonia, y en los obstáculos que podían oponerse a sus deseos; y mil visiones cambiantes flotaron ante su imaginación, tristes, es cierto, aunque no desagradables. Insensiblemente, el sueño se fue adueñando de él, y la tranquila solemnidad que embargaba su espíritu momentos antes, siguió influyendo en sus sueños durante un rato.

Soñó que aún se encontraba en la iglesia de los capuchinos; pero ya no estaba oscura y solitaria. Multitud de lámparas de plata derramaban su esplendor desde el abovedado techo. Acompañada por el cántico lejano del coro, la melodía del órgano inundó la iglesia. El altar parecía adornado como para una fiesta señalada: estaba rodeado de un espléndido grupo de personas; y en el centro se encontraba Antonia, vestida de blanco, ruborizada con todos los encantos de su virginal modestia.

Esperanzado y temeroso, Lorenzo contemplaba la escena que tenía ante sí. De súbito, se abrió la puerta que conducía a la abadía, y vio avanzar, escoltado por una larga fila de monjes, al predicador que acababa de escuchar con tanta admiración. Se acercó a Antonia.

—¿Dónde está el novio? —preguntó el imaginario fraile.

Antonia pareció mirar con ansiedad por la iglesia. Involuntariamente, el joven avanzó unos pasos. Ella le vio. Un rubor de alegría afloró a sus mejillas. Con un gracioso movimiento de mano, le hizo seña de que se acercase. No se hizo esperar: corrió hacia ella y se arrojó a sus pies.

Ella retrocedió un instante. Luego, mirándole con un gozo inefable, exclamó:

—¡Sí! ¡Sois mi esposo! ¡Mi esposo prometido!

Y se arrojó a sus brazos. Pero antes de que él tuviese tiempo de recibirla, un desconocido se interpuso entre los dos. Su figura era gigantesca. Su piel, atezada; sus ojos, terribles y fieros; su boca exhalaba llamaradas de fuego; y su frente tenía escrito en caracteres legibles: «¡Orgullo! ¡Lujuria! ¡Crueldad!».

Antonia profirió un grito. El monstruo la cogió en sus brazos, y saltando con ella sobre el altar, la torturó con sus odiosas caricias. Ella luchó en vano por escapar de su abrazo. Lorenzo corrió en su socorro, pero antes de llegar hasta ella, se oyó un trueno espantoso. Instantáneamente la catedral pareció desmoronarse. Los monjes echaron a correr, gritando de terror. Se apagaron las lámparas, se hundió el altar, y en su lugar se abrió un abismo que vomitaba bocanadas de humo y de fuego. El monstruo profirió un grito espantoso y terrible, y se precipitó en el abismo, tratando de arrastrar a Antonia con él. Forcejeó en vano. Animada de unos poderes sobrenaturales, ella se zafó de su abrazo; pero su blanco vestido quedó en su poder. Al punto, un ala de brillante esplendor se desplegó de cada brazo de Antonia. Se elevó, y mientras ascendía gritó a Lorenzo:

—¡Amigo mío! ¡Arriba nos reuniremos!

En el mismo instante, se abrió la bóveda de la catedral; unas voces armoniosas resonaron en lo alto, y el resplandor que acogió a Antonia estaba formado por una luz tan deslumbrante, que Lorenzo no fue capaz de sostener la mirada. Le falló la visión y se derrumbó en el suelo.

Cuando despertó, se encontró tendido en el pavimento de la iglesia: estaba iluminada, y los cánticos sonaban a lo lejos. Durante un rato, Lorenzo no consiguió convencerse de que lo que había presenciado era un sueño, tan fuerte impresión había dejado en su mente. Una breve reflexión le convenció de su engaño. Durante su sueño habían encendido las lámparas, y la música que oía se debía a los monjes, que celebraban vísperas en la capilla de la abadía.

Se levantó Lorenzo, y se dispuso a dirigir sus pasos hacia el convento de su hermana. Había llegado ya cerca del atrio, con la mente ocupada en este sueño singular, cuando le llamó la atención una sombra al deslizarse por el muro opuesto. Miró con curiosidad, y descubrió a un hombre embozado en su capa, el cual pareció comprobar cautelosamente si eran observados sus movimientos. Muy pocas personas estaban exentas de curiosidad. El desconocido parecía deseoso de ocultar su entrada en la catedral, y fue esta misma circunstancia la que hizo que Lorenzo desease averiguar qué hacía.

Nuestro héroe sabía que no tenía derecho a espiar los secretos de aquel desconocido caballero.

«Me iré», se dijo Lorenzo. Pero se quedó donde estaba.

La sombra que proyectaba la columna le ocultaba del desconocido, que siguió avanzando con cautela. Finalmente, sacó una carta de debajo de su capa y la colocó apresuradamente bajo una colosal estatua de San Francisco. Luego, retirándose a toda prisa, se ocultó en un rincón de la iglesia, a considerable distancia de dicha imagen.

«¡Vaya! —se dijo Lorenzo—; creo que se trata de un vulgar asunto amoroso. Será mejor que me vaya, puesto que nada tengo que ver.»

Lo cierto es que hasta ese momento no se le había ocurrido ni de lejos que pudiese tener algo que ver con él. Pero creyó necesario darse una pequeña excusa por haberse permitido esta curiosidad. Ahora hizo un segundo intento de retirarse de la iglesia: esta vez llegó al atrio sin ningún impedimento. Pero estaba destinado a encontrarse con otra visita esa noche. Al bajar la escalinata que conducía a la calle, chocó con él un caballero con tal violencia que a punto estuvieron de caerse al suelo los dos. Lorenzo echó mano a su espada.

—¿Qué significa eso, señor? —exclamó—. ¿A qué viene esta insolencia?

—¡Ah, sois vos, Medina! —replicó el recién llegado, en quien Lorenzo reconoció a don Cristóbal por la voz—. ¡Sois el hombre más afortunado del universo, por no haber abandonado la iglesia hasta mi regreso! ¡Entrad, entrad! ¡Mi querido muchacho! ¡Estarán aquí inmediatamente!

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