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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El monstruo subatómico (11 page)

Extrañamente, el descubrimiento de satélite más asombroso de los últimos años no tiene nada que ver con las sondas. Se realizó desde la superficie de la Tierra. El 22 de junio de 1978 se descubrió que Plutón, el más distante de los planetas, poseía un satélite. Se le llamó Caronte, por el barquero que transportaba las sombras de los muertos al otro lado de la laguna Estigia, hacia el reino de Plutón, en el Hades.

El satélite resultó ser sorprendentemente grande: tiene, al parecer, un diámetro de 1.300 kilómetros.

El diámetro del mismo Plutón ha sido materia de controversia desde que se descubriera en 1930. Antes de su descubrimiento, se suponía que otro planeta exterior seria un gigante gaseoso, como los demás. Una vez descubierto, se vio que Plutón era sorprendentemente apagado, por lo que tenía que ser más pequeño de lo que se creía. Con cada nueva evaluación, su tamaño disminuía. Llegó a parecer no más grande que la Tierra, y luego no más grande que Marte.

Una vez descubierto Caronte, la masa total de Plutón y Caronte pudo ser calculada a partir del período de revolución y de la distancia entre ambos. Por el brillo comparativo de los dos, pudieron determinarse las masas separadas y, suponiendo que la densidad seria la del hielo, se pudo estimar el diámetro. Se descubrió entonces que Plutón tenía un diámetro de unos 3.000 kilómetros y que, por 10 tanto, era un poco más pequeño que Europa, el más pequeño de los grandes satélites.

Hagamos ahora una aclaración.

Cada planeta es más voluminoso que todo el material de sus satélites. Mercurio y Venus son infinitamente más voluminosos que sus satélites, puesto que no tienen ninguno, mientras que Marte es 15.500.000 veces más voluminoso que sus dos satélites juntos. Júpiter es unas 8.500 veces más voluminoso que todos sus satélites reunidos, y Saturno es unas 8.800 veces más voluminoso que su sistema de satélites.

Urano lo hace algo mejor, al no tener grandes satélites, y es cerca de 10.000 veces más voluminoso que su sistema de satélites. Neptuno, con un gran satélite, y al ser él mismo el más pequeño de los cuatro grandes gigantes gaseosos, lo hace un poco peor y es sólo 1.350 veces más grande que sus dos satélites juntos.

Podemos sacar como conclusión, a partir de este registro de siete de los nueve planetas, que existe una ley cósmica según la cual cualquier planeta debe ser, por lo menos, 1.000 veces más voluminoso que todos sus satélites juntos.

Pero luego llegamos a la Tierra, y ¡atención! La Tierra es sólo 50 veces más voluminosa que la Luna.

Los terrícolas están, con razón, orgullosos de esto, y el poseer un satélite tan grande ha resultado muy útil, considerando lo que ha ayudado al avance intelectual de la especie humana (véase «The Triumph of the Moon», en
The Tragedy of the Moon,
Doubleday, 1973). Creemos ser lo más cercano a un planeta doble en el Sistema Solar, e incluso publiqué una vez un libro acerca del sistema Tierra-Luna, al que llamé
The Double Planet
(AbelardSchuman, 1960).

Pues bien, he aquí un caso en el que tengo que actualizar incluso el titulo de un libro, puesto que Plutón es sólo
doce
veces más voluminoso que su satélite, y Plutón-Caronte está más cerca de un planeta doble que la Tierra-Luna.

Es una lástima.

VI. EL BRAZO DEL GIGANTE

Además de ser un escritor prolífico, soy un orador prolífico, y en los últimos tiempos he dado casi una charla por semana. Sin embargo, hay una diferencia en mis dos carreras: mientras existen críticos profesionales de la literatura, no hay críticos profesionales de la oratoria.

Créanme, no me quejo de esta carencia. Comparto con todos los demás escritores que conozco (vivos y muertos) una pobre opinión respecto de los críticos de profesión, y no pido nuevas variedades de la especie. Y en lo que se refiere a mis discursos, me encanta aceptar los aplausos y ovaciones por lo que son; me complace que haya gente que se me acerque para decirme cosas agradables, y (la mejor indicación de todas) me gratifica que la persona que me persuadió para dar la charla me entregue el cheque con una amplia sonrisa en el rostro

No necesito que además alguien se gane la vida explicando lo que hice mal. Y, sin embargo, de vez en cuando aparece algo de esto de forma inesperada. (O, como dijo una vez algún olvidado filósofo: «No puedes vencerles a todos».).

Hace algunas semanas me pidieron que diese una charla nocturna en una convención de la Asociación Americana de Psiquiatras. Cuando les pregunté qué diantres les podía contar a un par de millares de psiquiatras, considerando que no sé nada de psiquiatría, se me respondió de una forma vaga:

—De cualquier cosa que usted desee.

Así que hablé de robots y de su efecto sobre la sociedad, y lo que podría reservarnos el futuro de la robótica. Presenté el tema contándoles con detalles humorísticos cómo llegué a escribir mis historias de robots y recité las Tres Leyes de la Robótica, y, como suelo hacer, me mostré muy seguro de mí mismo y muy poco humilde.

La conferencia pareció ser un gran éxito, y yo quedé complacido. Sin embargo, mi querida esposa Janet (que es también psiquiatra), se había sentado en la última fila para no ser tan visible, y me dio la impresión de que estaba un poco deprimida. Me di cuenta de ello, de modo que se lo pregunté y ella me lo explicó.

Después de haber estado yo perorando durante un rato (me contó Janet), una mujer que se sentaba cerca de ella comenzó a hablar en voz alta a su vecina. Janet le llamó la atención y le pidió con mucha educación que bajase la voz.

A lo cual la mujer respondió con desprecio:

—¿Por qué? No me diga que lo encuentra interesante. No son más que disparates narcisistas.

Naturalmente me reí, y le dije a Janet que se olvidase del asunto. Nunca he esperado complacer a todo el mundo.

Asimismo, no sabía si la mujer era también psiquiatra o simplemente había entrado porque sí, pero, sin duda, no empleaba la palabra «narcisista» en un sentido psiquiátrico. Lo había usado en su sentido informal y cotidiano de «anormalmente interesado en sí mismo, con desprecio de los demás», y captar el hecho de que yo soy un narcisista en este sentido no constituye ningún gran descubrimiento.

En realidad, casi todo el mundo es narcisista en este sentido, por lo general con menos excusas de las que yo puedo fabricar. Por ejemplo, su crítica fue más bien desagradablemente narcisista, ya que expresaba de modo deliberado su desagrado hacia mí de una forma que molestaba a los que pudieran estar interesados por mi conferencia.

Ni siquiera tenemos que limitamos a los individuos. La especie humana es, en conjunto, increíblemente narcisista y, de una manera general, se considera a sí misma la única razón para la existencia del Universo. Su interés por algo más se limita casi por completo a objetos que les impresionan y en proporción directa al alcance de esa mencionada impresión.

Por ejemplo, se estima que existen 10
22
estrellas en el Universo conocido y, no obstante, la Humanidad fija por lo común su atención en sólo una de ellas (el Sol), con una casi total exclusión de las otras, sólo porque resulta que es la que se encuentra más cerca de nosotros.

Para ilustrar lo que quiero decir, estaremos todos de acuerdo al instante en que el Sol es con mucho, la estrella de mayor importancia por su tamaño aparente. A fin de cuentas, es la única estrella que aparece en forma de disco y no como un simple punto de luz. Muy bien, pero ¿cuál es la
segunda
estrella más grande en tamaño aparente? ¿Cuántas personas lo saben? ¿O les interesa?

Por lo tanto, para desalentar el narcisismo, abordaré ahora la cuestión de la segunda estrella más grande en tamaño aparente.

La constelación de Orión se considera en general, la más bella de nuestro firmamento septentrional porque es tan grande, de forma tan interesante y tan rica en brillantes estrellas. El nombre de la constelación se remonta a los griegos, que poseían multitud de mitos acerca de un cazador gigante llamado Orión. Fue amado por Artemisa, la diosa de la caza, pero el hermano de ésta, Apolo, la obligó a matarle. Entristecida y arrepentida, lo trasladó al firmamento como constelación.

Normalmente, se representa al cazador gigante sujetando un escudo con el brazo izquierdo para detener el ataque de Tauro (el Toro), mientras con el brazo derecho sostiene en el aire su clava, dispuesto a matar con ella al furioso animal. Una brillante estrella señala cada uno de esos brazos. Más abajo, una brillante estrella marca cada una de sus piernas. Entre ambos hay una línea horizontal de tres estrellas luminosas que señalan su cintura (cinturón de Orión).

La más brillante de las estrellas de Orión es una de un característico color rojo y que brilla en su brazo derecho. Su nombre astronómico es Alfa de Orión
(Alpha Orionis).

En la Alta Edad Media, los victoriosos árabes se apropiaron de la ciencia griega, incluyendo la descripción del firmamento que los griegos habían hecho, y vieron también la constelación de Orión en la forma de un cazador gigante. Los árabes tenían la sensata costumbre de denominar a las estrellas según su posición en una constelación, por lo que llamaron a Alfa de Orión
Yad al-yawza,
que significa «brazo del gigante». Por alguna razón, algún traductor europeo de un texto árabe transliteró los símbolos árabes como
bayt al-yawza
(«casa del gigante», lo cual carece de sentido), y lo deletreó con caracteres como
Betelgeuse,
que sigue siendo su nombre hasta hoy.

En mi juventud, tenía la impresión de que se trataba de una palabra francesa, y trataba de pronunciarla de esa forma. No sentía más que desprecio hacia cualquiera que fuese tan analfabeto como para pronunciarla de otra manera. Imaginen mi vergüenza cuando salí de mi error.

Pues bien, en realidad, Betelgeuse es más conocida en detalle que cualquier otra estrella, excepto nuestro Sol.

¿Por qué?

Consideremos que (siendo iguales todas las demás cosas) una estrella cercana es más probable que sea conocida con detalle que una que esté lejos, del mismo modo que la Luna fue conocida en sus detalles superficiales mucho antes de que lo fuese Marte.

Una vez más (siendo iguales las demás cosas), una estrella grande es más probable que sea conocida con cierto detalle que una pequeña; igual que la superficie de Júpiter se conocía con más detalle, hasta hace poco, que la del mucho más pequeño, pero más cercano, Fobos.

Si queremos, pues, saber detalles de alguna estrella que no sea nuestro Sol, debemos elegir una que sea grande y esté cerca.

Betelgeuse no es una estrella realmente cercana; es probable que existan 2.500.000 estrellas más próximas a nosotros. De todos modos, considerando que puede haber 300.000.000.000 de estrellas en la galaxia, existen 120.000 veces más estrellas en nuestra galaxia que están más lejos que Betelgeuse que estrellas que están más cerca. Por lo tanto, podemos decir que Betelgeuse se encuentra en nuestra vecindad estelar.

Por otra parte, también podemos llegar a la conclusión de que Betelgeuse es inusualmente grande, sólo mirándola sin ayuda de instrumentos. Esto puede parecer extraño, dado que todas las estrellas parecen simples puntos de luz, no sólo al ojo sin ayuda de instrumentos, sino también con el mayor de los telescopios. ¿Cómo, pues, podemos decir con tanta facilidad que un punto de luz es mayor que otro punto, sólo mirándolo sin la ayuda de instrumentos?

La respuesta es que las estrellas rojas son rojas porque sus superficies están relativamente frías. Debido a que esas superficies están frías, tienen que ser confusas por unidad de área. Si no obstante las estrellas rojas son muy brillantes, ello debe ser porque están excepcionalmente cerca de nosotros, o, si no es así, porque la superficie total es excepcionalmente grande.

Así, la estrella Alfa del Centauro C (Próxima Centauro) está más cerca de nosotros que cualquier otra estrella en el firmamento, pero incluso así es insuficientemente próxima para ser visible al ojo sin ayuda de instrumentos. Es roja y fría, y además pequeña.

Betelgeuse es tan roja como Alfa del Centauro C, y está 150 veces más lejos que Alfa del Centauro C, pero Betelgeuse no es sólo visible sin ayuda de instrumentos, sino que se halla entre la docena de estrellas más brillantes en el cielo. Por lo tanto, debe deducirse por este solo hecho que tiene una superficie enorme.

De este modo debió de razonar el físico estadounidense, nacido en Alemania, Albert Abraham Michelson (1852-1931)
.
En 1881, Michelson había inventado el interferómetro, con el que se puede medir con gran exactitud, la forma en que dos rayos de luz se interfieren mutuamente, eliminando las ondas de luz de uno las del otro en algunos lugares y reforzándolas en otros (dependiendo de si una onda sube mientras la otra baja, o ambas suben y bajan juntas). El resultado fue una especie de alternancia de franjas de luz y oscuridad, y se pudieron deducir muchas cosas por la anchura de las franjas.

Si una estrella tal como la vemos nosotros en el firmamento fuese un verdadero punto, con un diámetro cero, toda la luz llegaría en un solo rayo y por lo tanto no habría ninguna interferencia. Sin embargo, si una estrella tuviese un diámetro finito (aunque pequeño), la luz procedente de un lado de la estrella y la luz procedente del otro lado serían dos rayos separados que convergerían hacia el punto de observación, formando un ángulo muy pequeño. Los dos rayos separados interferirían uno con otro, pero lo harían muy ligeramente y la interferencia sería muy difícil de descubrir. Naturalmente, cuanto más grande fuera la estrella, más grande seria el ángulo (aunque seguiría siendo muy pequeño) y mejor la posibilidad de descubrir la interferencia.

Michelson usó un interferómetro especial, de 6 metros de longitud, que podía detectar efectos particularmente pequeños. También empleó el entonces nuevo telescopio de 2,5 metros, el mayor del mundo. En 1920 se midió el diámetro aparente de Betelgeuse. Fue la primera estrella que demostró, mediante una medición real, que era más que un punto de luz, y la noticia apareció en primera plana en el
Times
de Nueva York.

El diámetro aparente de Betelgeuse resultó ser de unos 0,02 segundos de arco.

¿Qué anchura representa esto? Si imaginamos 100.000 puntos brillantes igual que Betelgeuse uno al lado de otro y tocándose, tendríam
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una línea delgada y brillante con una longitud igual a la anchura de la Luna llena cuando se halla más cerca de la Tierra. Si imaginamos 65.000.000 de puntos como Betelgeuse uno al lado del otro y tocándose, tendríamos una delgada línea brillante rodeando el cielo como un fulgurante ecuador.

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