Una vez Lavoisier explicó la combustión y colocó los modernos cimientos de la Química, el asunto de la actividad de las plantas suscitó un particular interés.
Un botánico holandés, Jan Ingenhousz (1730-1799), se enteró del experimento de Priestley y decidió profundizar más en este asunto. En 1779 realizó numerosos experimentos ideados para estudiar la manera en que las plantas revitalizaban el aire consumido, y descubrió que las plantas producían su oxígeno sólo en presencia de la luz. Esto lo hacían durante el día, pero no durante la noche.
Un botánico suizo, Jean Senebier (1742-1809), confirmó en 1782 los descubrimientos de Ingenhousz y fue más lejos. Mostró que era necesario algo más para que las plantas produjeran oxígeno: debían también estar expuestas al anhídrido carbónico.
Era el momento adecuado para repetir el experimento de Helmont de un siglo y medio antes, a la luz de los nuevos conocimientos. Esto fue realizado por otro botánico suizo, Nicolas Théodore de Saussure (1767-1845). Dejó que las plantas creciesen en un contenedor cerrado con una atmósfera que contenía anhídrido Carbónico, y midió cuidadosamente cuánto anhídrido carbónico Consumía la planta y cuánto peso de tejido se ganaba. La ganancia en peso de tejido fue considerablemente mayor que el peso del anhídrido carbónico consumido, y De Saussure mostró de una forma del todo convincente que la única posible fuente del peso restante era el agua: Helmont había tenido en parte razón.
Para entonces se conocía lo suficiente para dejar claro que las plantas estaban vivas igual que los animales, y para hacerse una idea de cómo se equilibraban mutuamente las dos grandes ramas de la vida.
Los alimentos, ya sean de tejido vegetal o animal, son ricos en átomos de hidrógeno y carbono, C y H. (La teoría atómica se estableció en 1803 y fue adoptada con bastante rapidez por los químicos.) Cuando el alimento se combinaba con oxígeno, formaba anhídrido carbónico (C0
2
) y agua (H
2
0).
La combinación de sustancias que contienen átomos de hidrógeno y carbono con átomos de oxígeno liberan por lo general, energía. La energía química de las sustancias de carbono-hidrógeno se convierte en el cuerpo en energía cinética, como cuando los músculos se contraen, o en energía eléctrica, como cuando los nervios dirigen los impulsos, etcétera. Por lo tanto, podríamos escribir:
alimento + oxígeno Þ anhídrido carbónico + agua + energía cinética (etc.)
Con las plantas se produce en sentido inverso:
luz + anhídrido carbónico + agua Þ alimento + oxígeno
Lo que esto quiere decir es que plantas y animales, al actuar juntos, mantienen los alimentos y el oxígeno, por un lado, y el anhídrido carbónico y el agua por el otro, en equilibrio, de modo que, en conjunto, las cuatro cosas permanecen en cantidad constante, sin aumentar ni disminuir.
El único cambio irreversible es la conversión de energía luminosa en energía cinética, etc. Así ha sido desde que existe la vida y puede continuar de este modo sobre la Tierra mientras el Sol continúe irradiando luz, aproximadamente de la forma actual. Esto fue reconocido y declarado por primera vez en 1845 por el físico alemán Julius Robert von Mayer (1814-1878).
¿Cómo llegó a desarrollarse este equilibrio en dos sentidos? Podemos especular sobre el tema.
En un principio, fue la luz ultravioleta del Sol la que, con probabilidad, suministró la energía para formar moléculas relativamente grandes a partir de las más pequeñas de las aguas sin vida del mar primitivo. (La conversión de pequeñas moléculas en otras grandes, por lo general, implica una entrada de energía; lo contrario normalmente también implica una salida de energía.)
Cuando por fin se formaron moléculas lo suficientemente grandes y complejas para poseer las propiedades de la vida, éstas pudieron emplear (como alimento) moléculas de moléculas intermedias (lo suficientemente complejas para producir energía al descomponerse, pero no lo suficientemente complejas para ser vivas y capaces de contraatacar).
La energía del Sol, que actúa sobre una base de todo o nada, se formaba, sin embargo, sólo en la forma de moléculas intermedias, y éstas podían mantener por si solas bastante vida.
Por lo tanto, correspondió a los sistemas vivos el constituir membranas por si mismas (convirtiéndose en células), que podrían permitir que pasasen pequeñas moléculas hacia adentro. Si los sistemas vivos poseyeran mecanismos que usaran la energía solar para la formación de moléculas esas pequeñas moléculas formarían otras más grandes antes de que tuviesen una oportunidad de salir de nuevo, y las grandes, una vez formadas, tampoco podrían salir.
De esa manera, esas células (los prototipos de las plantas) vivirían en un microambiente rico en alimentos y florecerían en un grado mucho mayor que las formas de vida precelulares que carecían de capacidad para dirigir la fabricación de alimentos a través del empleo de la energía solar.
Por otra parte, las células que carecen de capacidad para usar la energía solar para constituir alimentos pueden aún crecer si desarrollan medios de hurtar el contenido alimenticio de células que sí pueden hacerlo. Estos rateros fueron los prototipos de los animales.
Pero ¿son esos rateros unos parásitos y nada más?
Tal vez no. Si las plantas existiesen solas concentrarían todas las pequeñas moléculas disponibles en sus propios tejidos y después el crecimiento y el desarrollo serían lentos. Los animales sirven para descomponer una razonable proporción del complejo contenido de las células vegetales y permitir así el crecimiento continuado de la planta, su desarrollo y la evolución en una proporción mayor de lo que seria posible de otro modo.
Las moléculas alimenticias son mucho más grandes y más complejas que las moléculas de anhídrido carbónico y agua. Las dos últimas poseen moléculas compuestas por tres átomos cada una, mientras que las moléculas características de los alimentos están compuestas por entre una docena y un millón de átomos.
La formación de moléculas grandes a partir de otras más pequeñas es denominada «síntesis» por los químicos, según las palabras griegas que significan «unir». Mientras que de una forma característica los animales descomponen las moléculas alimenticias combinándolas con oxígeno para formar anhídrido carbónico y agua, las plantas, de una forma también característica, sintetizan esas moléculas a partir del anhídrido carbónico y el agua.
Las plantas tienen que emplear la energía de la luz. Por lo tanto, esa clase particular de síntesis se denomina «fotosíntesis», y el prefijo «foto» procede de la palabra griega que significa «luz». ¿No les había dicho que les explicaría esa palabra?
Pero hay unas cuantas cosas más que puedo explicar también al respecto, pero eso será en el capitulo siguiente.
Cuando estaba comprando la máquina de escribir eléctrica en la que estoy escribiendo el primer borrador de este capítulo (la copia final la haré con mi procesador de texto), el vendedor me planteó su última pregunta:
—¿Y de qué color le gustaría? —y me mostró una página en la que se ilustraban varios colores de la forma más viva posible.
Para mí fue una pregunta incómoda, porque no me siento inclinado hacia lo visual y, por lo general, no me preocupa el color que puedan tener las cosas. Mientras miraba pensativamente aquellas muestras, me percaté de que había tenido una máquina de cada uno de los colores indicados menos el verde. Por lo tanto, pedí el color verde y en su momento, me llegó la máquina de escribir.
Entonces, Janet (mi querida esposa) mostró su asombro:
—¿Por qué escogiste el color verde? — me preguntó.
Se lo expliqué.
Y me contestó:
—Pero si tu alfombra es azul. ¿O no te has dado cuenta?
Miré la alfombra, que sólo hacia siete años que la tenía y, Dios bendito, mi mujer tenía razón.
Respondí:
—¿Y eso qué importa?
—La mayoría de la gente —me explicó —cree que el verde y el azul no combinan.
Pensé en ello y repuse:
—La hierba es verde y el cielo es azul, la gente siempre está hablando de las bellezas de la Naturaleza.
Por una vez la había atrapado. Se echó a reír y nunca más me dijo nada acerca de mi máquina de escribir verde.
Sin embargo, yo, por mi parte, tengo intención de hablar un poco acerca del verde.
En el capítulo anterior he explicado que los animales combinan las complejas moléculas del alimento con el oxígeno del aire, y al hacerlo descomponen esas moléculas complejas en las relativamente simples de anhídrido carbónico y agua. La energía liberada por estos medios es utilizada por el cuerpo animal en todo el proceso consumidor de energía característico de la vida: contracción muscular, impulso nervioso, secreción glandular, acción renal, etcétera.
Por otra parte, las plantas emplean la energía del Sol para invertir el proceso anterior (fotosíntesis), combinando anhídrido carbónico y agua para formar las moléculas complejas del tipo que se encuentra en los alimentos, y liberando oxígeno al hacerlo.
Plantas y animales, todos juntos, intervienen en un proceso químico cíclico que mantiene las moléculas complejas, el oxígeno, el agua y el anhídrido carbónico en un estado de equilibrio. El único cambio permanente es el de la conversión de la energía solar en energía química.
La pregunta es: ¿Qué hace tan diferentes a las plantas y a los animales? ¿Qué hay en las plantas que les permite fotosintetizar, empleando la energía del Sol para ello; y qué hay en los animales que les imposibilita realizar lo mismo? Antes de que nos sumerjamos en las profundidades de las células y moléculas en búsqueda de algo muy sutil y delicado, podríamos volver atrás y ver si, por alguna casualidad, existe algo muy evidente que nos responda esa pregunta.
Podría parecer que no tenemos muchas posibilidades de encontrar algo inmediatamente en la superficie, dado que la Madre Naturaleza tiende a mantener sus pequeños trucos ocultos bajo el sombrero, pero, en este caso, un punto muy evidente se nos muestra al instante.
Algo que salta a la vista es que todas las plantas, o por lo menos las partes más importantes de las plantas, son verdes. Y lo que es más, mientras los animales pueden exhibir una gran variedad de colores, el verde brilla por su ausencia.
Ninguna afirmación es por completo universal (y es mejor que lo diga antes de que algún lector lo haga). Existen cosas vivas que parecen plantas en diversos aspectos crecen en el suelo, poseen celulosa, y muestran otras diversas propiedades físicas y químicas asociadas con las plantas y que, sin embargo, no son verdes.
Los ejemplos más familiares son las setas, y esas plantas no verdes se agrupan como «hongos», término que deriva de una palabra latina para designar las setas.
De la misma manera, existen los loros que, aunque indudablemente son animales, poseen unos plumajes de un chillón color verde. (Sin embargo, no existe ningún parecido químico entre el verde de las plumas de los loros y el verde de la hierba.)
Semejantes excepciones son triviales y no quitan importancia a la generalización de que las plantas son verdes y los animales no lo son.
Sin embargo, tal vez se trate de una coincidencia, y a lo mejor los dos contrastes —verde contra no verde, y fotosíntesis contra no fotosíntesis —no tengan nada que ver lo uno con lo otro.
¡No es así! En las plantas que son en parte verdes y en parte no verdes, es invariablemente en la proporción verde donde tiene lugar la fotosíntesis. Así, en un árbol, es en las hojas verdes donde encontramos la fotosíntesis, y no en el tronco marrón o en las flores de diversos colores. Y, en los hongos, que son plantas sin partes verdes, tampoco hay fotosíntesis. Los hongos, al igual que los animales, pueden crecer sólo si, de una forma u otra, pueden ya disponer de moléculas complejas.
Por esa razón, a menudo hablamos de fotosíntesis como de algo que tiene lugar no en las plantas, sino en las plantas
verdes,
asegurándonos así de que no generalizamos demasiado.
¿Y por qué el color debería tener algo que ver con la fotosíntesis? Recuerden que ese proceso requiere el empleo de energía solar.
Si la luz del Sol traspasase una planta, no podría emplearse en absoluto para suministrar la energía necesaria. Lo mismo ocurriría si la luz del Sol se reflejase por entero. En el primer caso, la planta seria transparente, y en el segundo seria blanca, y en ninguno de los dos casos habría fotosíntesis.
Para que la fotosíntesis tenga lugar, la luz solar debe ser detenida y absorbida por la planta. Si toda la luz del Sol fuese absorbida, la planta sería negra, pero no es necesaria la absorción total.
La luz solar es una mezcla de un enorme número de diferentes longitudes de ondas de luz, y cada una de estas longitudes de onda está compuesta por cuantos que poseen un contenido energético específico. (Cuanto más larga sea la longitud de onda, más pequeño será el contenido de energía de los cuantos.)
Para que tenga lugar un cambio químico determinado, debe suministrarse una cantidad determinada de energía, y esos cuantos trabajan mejor si se emplea la cantidad correcta. En el caso de la fotosíntesis, es la luz roja la que actúa mejor, y esto constituye algo bueno. La luz roja posee las más largas longitudes de onda de la luz visible, y puede traspasar la niebla y las nubes un poco mejor que las demás formas de luz visible, y se dispersa menos cuando el Sol está bajo en el horizonte. Por lo tanto, las plantas hacen bien en depender de la luz roja y no de cualquier otra forma de luz visible.
En ese caso, ¿por qué molestarse en desarrollar un sistema fotosintético que absorba algo más que la luz roja? Absorber longitudes de onda más cortas no serviría de nada, requeriría la evolución de compuestos especiales con la capacidad necesaria y elevaría innecesariamente la temperatura de las plantas.
Por lo tanto, las plantas poseen un sistema fotosintético que tiende a absorber la porción roja de la luz solar y a reflejar el resto. La luz solar reflejada menos la porción roja que se absorbe es de color verde, por lo que las plantas que fotosintetizan son verdes de modo natural, y cabe esperar que las plantas que son verdes sean capaces de efectuar la fotosíntesis. Las dos cosas, el color verde y la fotosíntesis, tienen una relación lógica, y el hecho de que una vaya acompañada de la otra no constituye una coincidencia.