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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El monstruo subatómico (16 page)

La respuesta razonable es que gira con tanta rapidez porque es totalmente nuevo. Cuando se descubrió el púlsar de la Nebulosa del Cangrejo y se vio que rotaba sobre su eje 30,2 veces por segundo después de una vida de 930 años, los astrónomos calcularon hacia atrás y estimaron que podía haber estado girando 1.000 veces por segundo en el momento de su formación.

Pues bien, si el Púlsar Milisegundo gira 642 veces por segundo ahora debió formarse hace sólo un siglo o menos. Y si fue así, eso lo explicaría todo.

Pero ¿cómo puede ser tan joven? Si fuera tan joven, debería haber existido una brillante supernova a sólo 2.000 parsecs de distancia, en la constelación de
Vulpecula,
hace un siglo o menos, que marcara su nacimiento; y en ese caso, ¿no se habría descubierto esa supernova?

No se descubrió ninguna supernova.

Tal vez podríamos dar alguna tortuosa razón para explicar por qué no se halló tal supernova, pero, dejando esto aparte, no existe motivo que impida que los astrónomos miren el púlsar ahora. Y, naturalmente, lo han mirado.

De haber existido una supernova en el lugar del Púlsar Milisegundo en un pasado muy reciente, existirían ahora señales inconfundibles de esa explosión. La supernova de la Nebulosa del Cangrejo que tuvo lugar en el año 1054 dejó tras de sí una nube de polvo y gas en expansión que aun hoy es claramente visible. En realidad, la Nebulosa del Cangrejo
es
esa nube en expansión.

Así pues, en el lugar del Púlsar Milisegundo debería haber semejante nube en expansión de polvo y gas, mucho más pequeña que la Nebulosa del Cangrejo, naturalmente, dado que sería tan nueva, pero que sería mucho más activa.

No hay señales de nada parecido, y eso debe de significar que la supernova ocurrió hace tanto tiempo que la nube producida ya se ha dispersado y es imposible hallarla. Esto haría muy viejo al Púlsar Milisegundo.

Pero estamos recibiendo señales contradictorias. El giro ultrarrápido dice «muy joven», y la ausencia de nebulosa dice «bastante viejo». ¿Qué es lo correcto? ¿Cómo decidirlo?

Una forma consiste en determinar el índice de disminución de la velocidad de rotación. En el caso de todos los púlsares descubiertos antes de noviembre de 1982, la regla decía que cuanto más rápido es el giro, más rápido es el índice de disminución de la velocidad.

Por lo tanto, el Púlsar Milisegundo fue observado día a día y semana a semana, y el índice de rotación se midió cuidadosamente una y otra vez.

Los astrónomos estaban profundamente asombrados. El Púlsar Milisegundo estaba disminuyendo su velocidad en la proporción de 1,26 x 10
-19
segundos por segundo. Esto era un efecto de disminución de la velocidad mucho más pequeño que el de cualquier otro púlsar conocido, aunque el índice de giro fuese mucho más rápido que el de cualquiera de éstos. El índice de disminución de la velocidad del púlsar de la Nebulosa del Cangrejo es 3.000.000 de veces mayor que el del Púlsar Milisegundo, aunque el primero gira a menos del 5 por ciento de la velocidad de este último.

¿Y esto por qué? La creencia general es que el efecto de disminución de la velocidad surge a causa de la emisión energética de partículas y radiación por un púlsar contra la resistencia de su propio campo magnético enormemente intenso. Si el Púlsar Milisegundo disminuye su velocidad tan escasamente, debe de tener un campo magnético muy débil, y esto debería ser señal de un púlsar viejo. Y lo que es más, las mediciones parecen indicar que la temperatura superficial del Púlsar Milisegundo es de menos de 1.500.000 ºK, la cual es muy elevada según los niveles de una estrella ordinaria, pero bastante baja en comparación con los demás púlsares: otra señal de mucha edad.

Así pues, todas las pruebas menos una —la falta de una nebulosa, la baja temperatura, el débil campo magnético, el muy bajo índice de disminución de la velocidad de giro— parecen indicar que se trata de un púlsar viejo. En realidad, por su índice de disminución de la velocidad los astrónomos suponen que el Púlsar Milisegundo puede tener una edad de 500 millones de años (o tal vez más). Los púlsares ordinarios duran sólo de 10 a 100 millones de años antes de ir más despacio y debilitarse hasta el punto de que las pulsaciones no se puedan descubrir. El Púlsar Milisegundo es mucho más viejo de lo que se pensaba que era la vida máxima de un púlsar y, considerando su lento índice de pérdida energética, potencialmente puede vivir miles de millones de años más.

¿Pero esto por qué? En primer lugar, ¿por qué un púlsar viejo como éste giraría como si se tratase de uno recién nacido?

Hasta ahora, la mejor suposición es que el Púlsar Milisegundo, habiéndose formado hace mucho tiempo y habiendo reducido su velocidad y debilitado hasta no ser posible su descubrimiento (muchos millones de años antes que hubiese en la Tierra nadie para descubrirlo), de alguna forma se aceleró de nuevo en una época relativamente reciente.

Supongamos, por ejemplo, que originariamente, el púlsar formase parte de un sistema binario. Se conocen casos de sistemas binarios, en los que una o ambas estrellas es un púlsar, como ya mencioné al final del capitulo 4.

Algún tiempo después de que el púlsar hubiese envejecido y se hubiese apagado, la estrella normal que fue su compañera entró en el estado de gigante roja y se expandió. Las regiones exteriores de la nueva gigante roja inundaron la influencia gravitatoria del púlsar y formaron un «disco de acreción» de materia que se hallaba en órbita en tomo del púlsar.

Cuanto más débil el campo magnético del púlsar, más cerca estaría el disco de acreción del púlsar, y más rápido se movería el material en órbita bajo el azote gravitatorio de la pequeña estrella.

En su borde interior, el material del disco de acreción giraría en torno del púlsar más de prisa de lo que el lento y viejo púlsar estaría girando alrededor de su propio eje. El resultado sería que el momento angular pasaría del disco de acreción al púlsar. El púlsar aceleraría su giro y el disco de acreción reduciría su velocidad.

A medida que la materia del disco de acreción redujera su velocidad, formaría una espiral interior hacia el púlsar y se aceleraría de nuevo, transfiriendo una vez más momento angular al púlsar. Con el tiempo, el material giraría hacia abajo en espiral en el púlsar, mientras el nuevo material entraría en el borde exterior del disco de acreción de la estrella compañera. Con el tiempo, buena parte de la materia de la estrella compañera se habría derramado sobre el púlsar y el viejo púlsar habría aumentado su índice de giro hasta la gama de los milisegundos. Finalmente, la compañera habría desaparecido o tendría una masa demasiado pequeña para no poder mantener sus fuegos nucleares, pasando a ser una enana negra, es decir, en realidad, un planeta grande.

La lenta adición de la materia de la estrella compañera al púlsar no restituiría su juventud. El púlsar seguiría careciendo de nebulosa; seguiría estando frío y poseyendo un campo magnético débil; y puesto que tendría un campo magnético débil, seguiría teniendo un índice de reducción de la velocidad de giro muy lento. Pero tendría un giro muy rápido, como cuando era joven.

Si esta sugerencia es correcta, aunque algunos astrónomos la han combatido con fuerza, tampoco se trataría de un caso muy raro. Los sistemas binarios son en extremo comunes, más comunes que las estrellas sencillas como nuestro Sol. Esto significa que la mayoría de las supernovas formarían parte de sistemas binarios, y los púlsares resultantes, con frecuencia, tendrían una estrella normal como compañera. Y si un sistema binario incluye un púlsar, de vez en cuando la estrella normal evolucionaría de tal forma que se inmolaría y aceleraría el púlsar. Por esta razón, una atenta búsqueda en el firmamento podría descubrir otros púlsares viejos pero muy rápidos, tal vez incluso docenas de ellos.

Aún queda un asunto interesante.

El Púlsar Milisegundo tiene un período de rotación que es el intervalo de tiempo más delicadamente medido que conocemos. El período de rotación ha sido medido hasta la trillonésima de segundo (quince decimales), y con el tiempo aún seremos capaces de mejorarlo.

Otros púlsares son también buenos relojes, pero se hallan sujetos a periódicos pequeños cambios repentinos en el índice de rotación, que pueden surgir por cambios internos en la estructura del púlsar, o por la llegada de una cantidad considerable de materia exterior. Esto introduce una imprevisible inexactitud en el reloj púlsar ordinario. Por alguna razón, parece que no existen estos cambios en el Púlsar Milisegundo.

Con toda seguridad, el índice del Púlsar Milisegundo no es constante. Reduce su velocidad de modo perceptible. Cada 9 1/4 días su índice de giro se hace una trillonésima de segundo más largo. Esto realmente no es mucho, puesto que se necesitarían 2,5 millones de años para que su giro se hiciese una milmillonésima de segundo más largo si esta reducción de velocidad permaneciese constante.

¿Para qué sirve un reloj así?

Tomemos un ejemplo: el Púlsar Milisegundo puede emplearse para medir el paso de la Tierra en torno del Sol. Las irregularidades en esa travesía —los pequeños adelantos y los pequeños retrasos en relación con la posición teórica, si la Tierra y el Sol estuviesen solos —en el Universo podrían medirse con más exactitud que nunca.

Esos desplazamientos serían debidos, en gran parte, a las perturbaciones producidas en la Tierra por otros planetas. A su vez, dichas perturbaciones dependerían de la masa de esos planetas y de sus cambiantes posiciones con el tiempo.

Conociendo las posiciones de los planetas por medio de la observación directa, y con mayor precisión que nunca gracias al reloj del Púlsar Milisegundo, seríamos capaces de calcular la masa de los distintos planetas con un elevado grado de exactitud, mucho mayor de lo que hasta ahora ha sido posible, especialmente la de los planetas más exteriores, como Urano y Neptuno.

Y es del todo concebible que puedan aparecer otras aplicaciones aún más cercanas a nuestro hogar, también.

Tercera parte

QUÍMICA

IX. LAS PROPIEDADES DEL CAOS

Allá por el año 1967, escribí un libro acerca de la fotosíntesis, y es posible que puedan interrumpirme en este momento para preguntarme qué demonios es la fotosíntesis. Sí es así, tengan fe… Se lo explicaré antes de que se acabe este capítulo.

En aquel tiempo, reconocí el hecho de que esta palabra de cinco sílabas no inspiraba amor y confianza a primera vista, y fue mi intención darle al libro un título dinámico para captar la atención del lector, y hacerle comprar el libro antes de que se percatase de que estaba lleno de bioquímica moderadamente difícil.

No tenía pensado el título exacto, y para tener un titulo de trabajo dejé que mi imaginación se tomase un bien merecido descanso y empleé «Fotosíntesis». Cuando hube terminado seguía sin tener un título exacto en mente, así que decidí dejar que se ocupara de ello el editor, Arthur Rosenthal, de Basic Books.

En 1968 se publicó el libro y recibí un ejemplar previo, y descubrí, con gran perplejidad, que el título de la cubierta del libro era
Fotosíntesis.
En realidad, lo crean o no, ese título se repetía
cuatro veces.

Dije con voz trémula:

—Arthur, ¿cómo esperas vender un libro con el título Fotosíntesis… Fotosíntesis… Fotosíntesis… Fotosíntesis…?

A lo que me respondió:

—¿Pero no te has dado cuenta de que más hay en la cubierta del libro?

—¿El qué? —pregunté, intrigado.

Señaló la parte inferior izquierda de la cubierta donde se leía con claridad:
Isaac Asimov.

Como algunos de ustedes saben, el halago siempre funciona conmigo, así que me sonreí y, en realidad, el libro fue razonablemente bien. El editor no perdió dinero, pero les seré franco: no fue un auténtico
bestseller

Por lo tanto, se me ocurrió volver a tratar algunos aspectos del tema, en el encantador estilo informal que empleo en estos capítulos, y esta vez he utilizado un título dramático, aunque supongo que eso solo tampoco convertirá este libro en un auténtico
bestseller.

Comencemos con el asunto del comer. Los animales, desde los más pequeños gusanos a la ballena más grande, no pueden vivir sin alimentos, y los alimentos; en esencia, son plantas. Todos nosotros, desde trillones de insectos hasta miles de millones de seres humanos, nos tragamos de una forma interminable y sin remordimientos todo el mundo de las plantas, o animales que han comido plantas; o animales que han comido animales que han comido plantas, o…

Investiguemos las cadenas alimenticias de los animales, y en sus extremos siempre encontraremos plantas.

Sin embargo, el mundo vegetal no disminuye. Las plantas continúan creciendo indefinidamente y sin remordimientos a medida que son comidas pero, por lo que podemos ver por la simple observación no científica, ellas mismas no comen. Sin duda requieren agua, y a veces tienen que ser ayudadas abonando cuidadosamente el suelo con algo como excrementos de animales; pero no nos atrevemos a considerar eso «comer».

En los tiempos precientíficos pareció tener sentido el suponer que las plantas eran un orden de objetos, completamente diferente a los animales. Por supuesto, las plantas crecían lo mismo que los animales, y provenían de semillas como algunos animales provenían de huevos, pero esto no parecía otra cosa que similitudes superficiales.

Los animales se movían independientemente, respiraban y comían… Las plantas no hacían ninguna de estas cosas, como tampoco, por ejemplo, lo hacían las rocas. El movimiento independiente, en particular parecía una propiedad esencial de la vida, por lo que mientras todos los animales parecían vivos de una forma evidente, las plantas (como las rocas), no.

Esto es al parecer el punto de vista de la Biblia. Cuando la tierra seca apareció en el tercer día del relato que el Génesis hace de la creación, se describe a Dios diciendo: «Haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla y árboles que den frutos según su especie y tengan su simiente sobre la tierra.» (Génesis, 1, 11.)

No se hace la menor mención de que la vida sea una característica del mundo de las plantas.

No es hasta el quinto día cuando se menciona la vida. Entonces Dios dice: «Pululen las aguas con un pulular de seres vivientes… Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todos los animales vivos que se deslizan…» (Génesis, 1, 20-21.)

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