Resulta tentador argumentar a la inversa, naturalmente: pues que la carga eléctrica está cuantificada, los monopolos magnéticos deben existir en algún lugar. Parecía acertado buscarlos.
Pero ¿dónde y cómo pueden encontrarse, si es que existen? Los físicos no lo sabían y, lo que era peor, no estaban seguros de cuáles podrían ser las propiedades de esos monopolos. Parece natural suponer que eran partículas con bastante masa, porque no serlo no serían muy comunes y no podrían producirse con facilidad en el laboratorio; y esto explicaría el por qué nadie había tropezado con ellos de manera accidental.
No existió ninguna guía teórica hasta los años setenta, cuando había gente elaborando algunas grandes teorías unificadas con propósito de combinar las interacciones débiles, fuertes y electromagnéticas, todo ello bajo una simple serie de ecuaciones (véase
Contando los eones
, del mismo autor.)
En 1974, un físico neerlandés, Gerardt Hooft, y un físico soviético, Alexandr Poliakov, mostraron, de forma independiente que de las grandes teorías unificadas podía deducirse que monopolos magnéticos debían existir, y que no tienen meramente mucha masa, sino que son unos monstruos.
Aunque un monopolo sería aún más pequeño que un protón, envuelta en su pequeñez podría haber una masa de entre diez trillones y diez cuatrillones de veces la del protón. Si se encontrase en el extremo superior de este ámbito, un monopolo tendría un equivalente en energía de 10.000.000.000.000.000.000.000.000.000 electrón-voltios (10
28
eV).
¿Y qué cantidad sería eso en masa? Al parecer, un monopolo magnético podría tener una masa de hasta 1,8 x 10
-9
gramos. Esto equivale a la masa de 20 espermatozoides humanos, todos metidos en una sola partícula subatómica.
¿Cómo pueden formarse estos monstruos subatómicos? No existe modo alguno de que los seres humanos puedan encerrar tanta energía en un volumen subatómico de espacio, ni en actualidad ni en un futuro previsible. En realidad, no existe ningún proceso natural que tenga lugar en alguna parte del Universo ahora (por lo que sabemos) que pudiera crear una partícula con una masa tan monstruosa.
La única posibilidad es volver al Big Bang, o gran explosión inicial, cuando las temperaturas eran increíblemente elevadas y las energías estaban increíblemente concentradas (véase también el libro citado de
Contando los eones
). Se calcula que los monopolos debieron formarse sólo 10
-34
segundos después del Big Bang. Después, el Universo habría sido demasiado frío y demasiado grande para este propósito.
Probablemente, se formaron los monopolos norte y sur, quizás en cantidades enormes. Probablemente, un gran número de ellos se aniquilaron los unos a los otros, pero cierto número debió de sobrevivir, simplemente porque, por pura casualidad, no llegaron a encontrar otros del tipo opuesto. Después de que los monopolos sobrevivieran cierto tiempo, la firme expansión del Universo hizo cada vez menos probable que se produjesen colisiones, y esto aseguró su ulterior supervivencia. Por lo tanto, hoy existe cierto número de ellos flotando en torno del Universo.
¿Cuántos? No demasiados, pues por encima de cierto número el efecto gravitatorio de esas monstruosas partículas hubiera asegurado que el Universo, antes de ahora, alcanzase un tamaño máximo y se derrumbase de nuevo por su propio impulso gravitatorio. En otras palabras, podemos calcular una densidad máxima de monopolos en el Universo simplemente reconociendo el hecho de que nosotros mismos existimos.
Sin embargo, aunque en escaso número, un monopolo debería, de vez en cuando, moverse en las proximidades de un aparato de grabación. ¿Cómo podría detectarse?
En un principio, los científicos, suponían que los monopolos se movían a casi la velocidad de la luz, como lo hacen las partículas de rayos cósmicos; y como las partículas de rayos cósmicos, los monopolos deberían estrellarse contra otras partículas en su camino y producir una lluvia de radiación secundaria que se podría detectar con facilidad, y a partir de la cual el mismo monopolo se podría identificar.
Ahora que se cree que el monopolo es de una masa monstruosa, las cosas han cambiado. Estos enormes monopolos no podrían acumular suficiente energía para moverse muy rápidamente, y se estima que deben de viajar a una velocidad de un par de centenares de kilómetros por segundo; es decir, menos de una milésima parte de la velocidad de la luz. A tan bajas velocidades, los monopolos simplemente se deslizarían al lado y a través de la materia, sin dejar ninguna señal de la que hablar. Es posible que esto explique el que hasta aquí no se hubieran descubierto los monopolos.
Bueno, entonces, ¿qué debe hacerse?
Un físico de la Universidad de Stanford, Blas Cabrera, tuvo una idea. Un imán que impulse energía a través de una bobina de cable enviará una oleada de corriente eléctrica a través de ese cable. (Esto se conoce desde hace un siglo y medio.) ¿Por qué no instalar una bobina así y esperar? Tal vez pasaría un monopolo magnético a través de la bobina y señalaría su paso mediante una corriente eléctrica. Cabrera calculó las posibilidades de que esto sucediera basándose en la densidad más alta del monopolo dado el hecho de que el Universo existe, y decidió que semejante eventualidad podía ocurrir como promedio, cada seis meses.
Por lo tanto, Cabrera instaló una bobina de metal de niobio, y la mantuvo a una temperatura cercana al cero absoluto. En esas condiciones, el niobio es superconductor y posee una resistencia cero ante una corriente eléctrica. Esto significa que si de alguna forma comienza a fluir por el mismo una corriente, esa corriente fluirá de manera indefinida. Un monopolo que pase a través de la bobina no dará lugar a una oleada instantánea de corriente, sino una corriente continua.
Naturalmente, una corriente podría ser iniciada por cualquier viejo campo magnético que se encontrase cerca; el propio campo magnético de la Tierra, los que son establecidos por cualquiera de los mecanismos técnicos que le rodean, incluso por pedazos de metal que se estén moviendo porque se encuentran en el bolsillo de alguien.
Por tanto, Cabrera colocó el carrete dentro de un globo de plomo superconductor, el cual estaba dentro de un segundo globo plomo superconductor. Los campos magnéticos ordinarios no traspasarían el plomo superconductor, pero un monopolo magnético lo haría.
Aguardó durante cuatro meses y no sucedió nada. El nivel corriente, señalado en un rollo móvil de papel, permaneció durante todo ese tiempo cerca de cero. Esto en sí era bueno. Demostraba que había excluido con éxito los campos magnéticos al azar.
Luego, a la 1:53 de la tarde del 14 de febrero de 1982, se produjo un flujo repentino de electricidad, y en la cantidad exacta que cabría esperar si hubiese pasado a través de allí un monopolo magnético.
Cabrera comprobó todas las posibles eventualidades que podían haber iniciado la corriente sin la ayuda de un monopolo, y pudo encontrar nada. El monopolo parecía la única alternativa posible.
Así pues, ¿se ha detectado el esquivo monopolo? En este caso se trata de una notable proeza y de un fuerte apoyo a la gran teoría unificada.
Sin embargo, el problema es que no se repitió ese suceso único, y resulta difícil basar algo en un solo caso.
Asimismo, la estimación de Cabrera del número de monopolos que están flotando por ahí se basaba en el hecho de que el Universo se encuentra aún en expansión. Algunas personas creen que existe una restricción más fuerte derivada de la posibilidad de que esos monopolos que flotan por la galaxia borren el campo magnético galáctico general. Puesto que el campo magnético galáctico aún existe (aunque sea muy débil), esto podría establecer un valor máximo de la densidad del monopolo aún mucho más bajo, tan bajo tal vez como 1/10.000 de la cifra de Cabrera.
Si eso fuese así, cabría esperar que pasase un monopolo a través de su carrete una vez cada 5.000 años como promedio. Y en este caso que hubiese pasado uno después de esperar sólo cuatro meses es pedir una suerte excesiva, y se hace difícil creer que se tratase de un monopolo.
Sólo se puede hacer una cosa, y los físicos lo están haciendo. Continúan sus investigaciones. Cabrera está construyendo una versión mayor y mejor de su mecanismo, lo cual incrementará en cincuenta veces sus posibilidades de hallar un monopolo. Otros físicos están ideando otras formas de abordar su descubrimiento.
En los próximos años, la búsqueda del monopolo aumentará enormemente en intensidad, porque hay mucho en juego. Su descubrimiento definitivo nos proporcionará una indicación de las propiedades del monstruo subatómico y de sus números. Y a partir de ello, podemos aprender cosas acerca del principio del Universo, por no hablar de su presente y de su futuro, algo que, en caso contrario, tal vez jamás averiguaríamos.
Y, naturalmente, hay un Premio Nobel que está esperando a alguien.
Mi querida esposa, Janet, es una auténtica escritora, que ya había vendido bastante antes de conocerme. En la actualidad, ha publicado dos novelas
(The Second Experiment y The Last Immortal),
bajo su nombre de soltera, J. O. Jeppson, y ha colaborado conmigo en la antología de ciencia-ficción humorística (incluyendo versos y chistes) titulada
Laughing Space.
Los tres libros han sido publicados por Houghton Miffin. Además, Doubleday ha publicado un libro de sus relatos cortos.
Y lo que es mejor aún, ha publicado un alegre libro de ciencia-ficción juvenil que lleva el título de
Norby, the Mixed-up Robot
(Walker, 1983), en colaboración conmigo, y la autoría incluso reconoce nuestro matrimonio. El nombre de los autores es el de «Janet e lsaac Asimov». Es el primero de una serie, y el segundo,
Norby's Other Secret,
se editó en 1984. Es agradable vernos unidos así, en letras de molde.
En realidad, la unificación es muy agradable en numerosos campos. Los norteamericanos están sin duda contentos de que trece Estados independientes decidieran unirse en un solo Gobierno federal. Esto es lo que ha hecho de
E pluribus unum
(en latín, «De muchos, uno») una frase tan asociada con los Estados Unidos. Y a los científicos les gusta también la unidad, y les complace mostrar que sucesos que pueden parecer totalmente distintos son, en realidad, aspectos diferentes de un solo fenómeno.
Empecemos con la «acción a distancia».
Normalmente, si se quiere conseguir alguna acción como impartir movimiento a un objeto que está en reposo, debe establecerse un contacto físico con el mismo, directa o indirectamente. Se le puede golpear con la mano o con el pie, o con un palo o una maza que se sostenga. Se puede sujetarlo en la mano mientras uno hace que la mano se mueva, y luego soltarlo. Se puede arrojar un objeto de esta manera y hacerlo chocar contra un segundo objeto, al que de este modo imparte movimiento. En realidad, es posible mover un objeto y lograr que ese movimiento se transmita, poco a poco, a numerosos objetos (como al caer una hilera de fichas de dominó). Se puede también soplar, consiguiendo que el aire se mueva y, gracias a su impacto, que se desplace otra cosa.
Sin embargo, ¿podría conseguirse que un objeto distante se moviera sin tocarlo, y sin permitir que algo que usted haya tocado previamente lo toque? En ese caso, tendríamos una acción a distancia.
Por ejemplo, supongamos que usted sostiene una bola de billar a la altura de los ojos sobre el suelo. Usted la sujeta bien para que esté perfectamente inmóvil y luego, de repente, la suelta. Usted la ha estado tocando, ciertamente, pero al soltarla ha
dejado
de tocarla. Sólo después de dejar de tocarla cae al suelo. Ha sido movida sin que hubiera ningún contacto físico.
La Tierra atrae la bola, y a esto le llamamos «gravitación». La gravitación parece ser un ejemplo de acción a distancia.
O pensemos en la Luz. Si sale el Sol, o se enciende una lámpara, una habitación queda iluminada al instante. El sol o la lámpara originan la iluminación sin que nada material parezca intervenir en el proceso. Y esto también parece una acción a distancia. Digamos de paso que la sensación de calor que producen el Sol o la lámpara puede sentirse a cierta distancia. Y éste es otro ejemplo.
También se cree que hacia el año 600 a. de C., el filósofo griego Tales (624-546 a. de C.) estudió, por primera vez, una piedra negra que poseía la capacidad de atraer objetos de hierro a distancia. Dado que la piedra en cuestión procedía de los alrededores de la ciudad griega de Magnesia, en la costa de Asia Menor, Tales la llamó
ho magnetes lithos
(«la piedra magnésica») y el efecto se ha llamado desde entonces «magnetismo».
Tales descubrió asimismo que si se frota una varilla de ámbar, ésta puede atraer objetos ligeros a distancia. La varilla de ámbar atrae objetos que no se ven afectados por un imán, por lo que constituye un fenómeno diferente. Dado que la voz griega para ámbar es
elektron,
el efecto ha sido denominado desde entonces «electricidad». El magnetismo y la electricidad parecen representar, también, acciones a distancia.
Finalmente, tenemos el sonido y el olor. Si una campana suena a distancia, usted la oye aunque no exista contacto físico entre la campana y usted. O coloque un bisté encima de una llama y lo olerá a distancia.
Tenemos, pues, siete de estos fenómenos: gravitación, luz, calor, magnetismo, electricidad, sonido y olor.
En realidad, los científicos se sienten incómodos con la noción de acción a distancia. Existen tantos ejemplos de efectos que sólo pueden producirse con alguna clase de contacto, que los pocos ejemplos que parecen omitir el contacto suenan a falsos. Tal vez haya contacto, pero de una forma tan sutil que no lo notamos.
El olor es el fenómeno de este tipo más fácil de explicar. El filete encima del fuego chisporrotea y humea. Resulta obvio que se sueltan pequeñas partículas y flotan en el aire. Cuando alcanzan la nariz de alguien, entran en acción con sus membranas y son interpretadas como olor. Con el tiempo, esto se vio confirmado por entero. El olor es un fenómeno que implica contacto, y no es una acción a distancia.
En cuanto al sonido, el filósofo griego Aristóteles (384-322 a. de C.), hacia el año 350 a. de C., tras haber observado que los objetos que emitían sonidos vibraban, sugirió que las vibraciones golpean el aire que está inmediatamente a su alrededor y lo hacen vibrar; este aire hace vibrar el aire que le rodea y así sucesivamente, como una serie de invisibles fichas de dominó. Al final, la vibración progresiva alcanza el oído y lo hace vibrar, y así oímos el sonido.