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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

El Mundo de Sofía (8 page)

¡Qué asco! Sofía no aguantaba esa tontería del enamoramiento. Pero habría que dejar que su madre creyera que su estado de ánimo se debía a algo así.

Su madre prosiguió:

—¿Él fue el que dijo aquello del conejo y el sombrero de copa?

Sofía asintió con la cabeza.

—No es... no consume droga, verdad?

Ahora Sofía sentía verdadera lástima por su madre. No podía permitir que se preocupara tanto por una cosa así. Por otra parte, era bastante tonto pensar que las ideas divertidas tuvieran que ver con las drogas. Los mayores son un poco tontos a veces.

Se volvió y dijo:

—Mamá, te prometo, aquí y ahora que jamás probaré algo así... y él tampoco consume drogas. Pero le interesa bastante la filosofía.

—¿Es mayor que tú?

Sofía dijo que no con la cabeza.

—¿De la misma edad?

Dijo que sí.

—¿Y le interesa la filosofía?

Volvió a decir que si.

—Seguro que es majísimo, cariño. Y ahora, creo que debes dormir.

Pero Sofía se quedó durante horas mirando al camino. Sobre la una, tenía tanto sueño que los ojos se le iban cerrando. Estuvo a punto de acostarse, pero de repente vislumbró sobre una sombra que salía del bosque.

La oscuridad era casi total, pero había luz suficiente para poder distinguir la silueta de una persona. Era un hombre, y a Sofía le parecía bastante mayor. ¡Por lo menos, no era de su misma edad! En la cabeza llevaba una boina o algo parecido.

Miró una vez hacia la casa, pero Sofía no tenía ninguna luz encendida. El hombre se fue derecho al buzón y dejó caer dentro un sobre grande. En el momento de soltar el sobre, descubrió la carta de Sofía. Metió la mano en el buzón y sacó la carta. Al cabo de un instante, estaba ya otra vez en el bosque. Se fue corriendo hacia el sendero y desapareció.

Sofía notaba cómo le latía el corazón. Lo que más hubiera deseado era salir corriendo tras él. Aunque pensándolo bien, no podía hacer eso, no se atrevía a ir corriendo tras una persona desconocida en plena noche. Pero tenía que salir a recoger el sobre, eso sí que no lo dudaba.

Al cabo de un rato, bajó la escalera a hurtadillas, abrió cuidadosamente la puerta de la calle con la llave y se fue hasta el buzón. Pronto estaba de vuelta en su habitación, con el gran sobre en la mano. Se sentó sobre la cama conteniendo el aliento. Pasaron un par de minutos y no se oía ningún ruido en toda la casa. Entonces abrió la carta y comenzó a leer.

Era evidente que no recibiría ninguna contestación a su carta hasta el día siguiente.

El destino

¡Buenos días de nuevo, querida Sofía! Déjame decirte, de una vez por todas, que jamás debes intentar espiarme. Ya nos conoceremos en persona algún día, pero seré yo quien decida la hora y el lugar. ¿No vas a desobedecerme, verdad?

Volvamos a los filósofos. Hemos visto cómo buscan explicaciones naturales a los cambios que tienen lugar en la naturaleza. Anteriormente, esas cuestiones se explicaban mediante los mitos.

Pero también en otros campos hubo que despejar el camino de viejas supersticiones. Lo vemos en lo que se refiere a estar enfermo y estar sano, y en lo que se refiere a los acontecimientos políticos. En ambos campos, los griegos tuvieron una gran fe en el destino.

Por fe en el destino se entiende la fe en que está determinado, de antemano, todo lo que va a suceder. Esta idea la podemos encontrar en todo el mundo, en el momento presente, y a través de toda la historia. En los países nórdicos existe una gran fe en «el destino»; tal como aparece en las antiguas sagas islandesas.

Tanto entre los griegos como en otras partes del mundo, nos encontramos con la idea de que los seres humanos pueden llegar a conocer el destino a través de diferentes formas de oráculo, lo que significa que el destino de una persona, o de un estado, puede ser interpretado de varios modos.

Todavía hay muchas personas que creen en leer las cartas, leer las manos o interpelar las estrellas.

Una variante típicamente noruega es la adivinación mediante los posos del café. Al vaciarse la taza de café, suelen quedar algunos posos en el fondo. Esos posos pueden formar un determinado dibujo o imagen —sobre todo, si añadimos un poco de imaginación—. Si los posos tienen la forma de un coche, significa que la persona que haya bebido de la taza quizás vaya a hacer un viaje en coche.

Vemos que el «adivino» intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro. Esto es muy típico de todo arte adivinatorio, y precisamente porque aquello que se «adivina» es tan poco claro, no resulta tampoco muy fácil contradecir al adivino.

Cuando miramos el cielo estrellado, vemos un verdadero caos de puntitos brillantes, y sin embargo, ha habido muchas personas, a través de los tiempos, que han creído que las estrellas pueden decirnos algo sobre nuestra vida en la Tierra. Incluso hoy en día, hay dirigentes políticos que consultan a un astrólogo antes de tomar una decisión importante.

El oráculo de Delfos

Los griegos pensaban que los seres humanos podían enterarse de su destino a través del famoso oráculo de Delfos. El dios Apolo era el dios del oráculo. Hablaba a través de la sacerdotisa Pitia, que estaba sentada en una silla sobre una grieta de la Tierra. De esta grieta subían unos gases narcóticos que la embriagaban, circunstancia indispensable para que pudiera ser la voz de Apolo.

Al llegar a Delfos, uno entregaba primero su pregunta a los sacerdotes, quienes, a su vez, se la daban a Pitia. Ella emitía una contestación tan incomprensible o ambigua que hacía falta que los sacerdotes interpretaran la respuesta a la persona que había entregado la pregunta. Así los griegos podían aprovecharse de la sabiduría de Apolo, ya que creían que Apolo sabía todo sobre el pasado y el futuro.

Muchos jefes de Estado no se atrevían a declarar la guerra, o a tomar otras decisiones importantes, antes de haber consultado el oráculo de Delfos. Así pues, los sacerdotes de Apolo funcionaban prácticamente como una especie de diplomáticos y asesores, con muy amplios conocimientos sobre gentes y países.

Encima del templo de Delfos había una famosa inscripción: ¡CONÓCETE A TI MISMO!, que significaba que el ser humano nunca debe pensar que es algo más que un ser humano, y que ningún ser humano puede escapar a su destino.

Entre los griegos se contaban muchas historias sobre personas que habían sido alcanzadas por su destino. Con el tiempo, se escribieron una serie de obras de teatro, tragedias, sobre esas personas «trágicas». El ejemplo más famoso es la historia del rey Edipo.

Ciencia de la historia y ciencia de la medicina

El destino no sólo determinaba la vida del individuo. Los griegos también creían que el curso mismo del mundo estaba dirigido por el destino. Opinaban que el resultado de una guerra podía deberse a la intervención de los dioses. También hoy en día hay muchos que creen que Dios u otras fuerzas misteriosas dirigen el curso de la historia.

Pero justo a la vez que los filósofos griegos intentaban buscar explicaciones naturales a los procesos de la naturaleza, iba formándose una ciencia de la historia que intentaba encontrar causas naturales a su desarrollo. El que un Estado perdiera una guerra, no se explicaba ya como una venganza de los dioses. Los historiadores griegos más famosos fueron Heródoto (484-424 a. de C.) y Tucídides (460-400).

Los griegos también creían que las enfermedades podían deberse a la intervención divina. Las enfermedades contagiosas se interpretaban, a menudo, como un castigo de los dioses. Por otra parte, los dioses podían volver a curar a las personas, si se les ofrecían sacrificios.

Esto no es, en modo alguno, exclusivo de los griegos. Antes del nacimiento de la moderna ciencia de la medicina, en tiempos recientes, lo más normal era pensar que las enfermedades tenían causas sobrenaturales. Por ejemplo, la palabra «influenza» significa en realidad que uno se encuentra bajo una mala «influencia» de las estrellas.

Incluso hoy en día, hay muchas personas en el mundo entero que creen que algunas enfermedades —el SIDA, por ejemplo— son un castigo de Dios. Muchos piensan, además, que un enfermo puede ser curado de un modo sobrenatural.

Precisamente en la época en que los filósofos griegos iniciaron una nueva manera de pensar, surgió una ciencia griega de la medicina que intentaba encontrar explicaciones naturales a las enfermedades y al estado de salud. Se dice que Hipócrates, que nació en Cos hacia el año 460 a. de C., fue el fundador de la ciencia griega de la medicina.

La protección más importante contra la enfermedad era, según la tradición médica hipocrática, la moderación y una vida sana. Lo natural en una persona es estar sana. Cuando surge una enfermedad, es porque la naturaleza ha «descarrilado» a causa de un desequilibrio físico o psíquico. La receta para estar sano era la moderación, la armonía y «una mente sana en un cuerpo sano».

Hoy en día se habla constantemente de la «ética médica», con lo que se quiere decir que, el médico, está obligado a ejercer su profesión médica según ciertas reglas éticas. Un médico no puede, por ejemplo, extender recetas de estupefacientes a personas sanas. Un médico tiene también que guardar el secreto profesional. Esto significa que no tiene derecho a contar a otras personas algo que un paciente le haya dicho sobre su enfermedad. Estas reglas tienen sus raíces en Hipócrates, que exigió a sus discípulos que prestasen el siguiente juramento:

Utilizaré el tratamiento para ayudar a los enfermos según mi capacidad y juicio, pero nunca con la intención de causar daño o dolor. A nadie daré veneno aunque me lo pida o me lo sugiera, tampoco daré abortivos a ninguna mujer con el fin de evitar un embarazo. Consideraré sagrados mi vida y mi arte.

No utilizaré el cuchillo, ni siquiera en aquellos que sufren indescriptiblemente, dejándoselo hacer a los que se ocupan de ello.

Cuando entre en la morada de un enfermo, lo haré siempre en beneficio suyo; me abstendré de toda acción injusta y de abusar del cuerpo de hombres o mujeres, libres o esclavos.

De todo cuanto vea y oiga en el ejercicio de mi profesión y aun fuera de ella callaré cuantas cosas sea necesario que no se divulguen, considerando la discreción como un deber.

Si cumplo fielmente este juramento, que me sea otorgado gozar felizmente de la vida y de mi arte y ser honrado siempre entre los hombres. Si lo violo y me hago perjuro, que me ocurra lo contrario.

Sofía se sentó en la cama de un salto, cuando se despertó el sábado por la mañana. ¿Había sido un sueño o había visto de verdad al filósofo?

Tocó con el brazo el suelo bajo la cama. Pues sí, allí estaba la carta que había llegado por la noche. Sofía se acordó de todo lo que había leído sobre la fe de los griegos en el destino. Entonces, no había sido sólo un sueño.

¡Claro que había visto al filósofo! Y más que eso, había visto con sus propios ojos que se había llevado la carta que ella le había escrito.

Sofía salió de la cama y miró debajo. Sacó de allí todas las hojas escritas a máquina. ¿Pero qué era aquello? Al fondo del todo, junto a la pared, había algo rojo. ¿Podía ser una bufanda?

Sofía se deslizó debajo de la cama y recogió un pañuelo rojo de seda. Sólo estaba segura de una cosa: nunca había sido suyo.

Empezó a examinar el pañuelo minuciosamente y dio un pequeño grito cuando vio unas letras escritas con una pluma negra a lo largo de la costura. «HILDE», ponía.

¡Hilde! ¿Pero quién era Hilde? ¿Cómo podía ser que sus caminos se hubieran cruzado de esa manera?

Sócrates

... más sabia es la que sabe lo que no sabe....

Sofía se puso un vestido de verano y bajó a la cocina. Su madre estaba inclinada sobre la encimera. Decidió no decirle nada sobre el pañuelo de seda.

—¿Has recogido el periódico? — se le escapó a Sofía.

La madre se volvió hacia ella.

—¿Me haces el favor de recogerlo tú?

Sofía se fue corriendo al jardín y se inclinó sobre el buzón verde.

Solamente un periódico. Era pronto para esperar respuesta a su carta. En la portada del periódico leyó unas líneas sobre los cascos azules de las Naciones Unidas en el Líbano.

Los cascos azules... ¿No era lo que ponía en el sello de la postal del padre de Hilde? Pero llevaba sellos noruegos. A lo mejor los cascos azules de las Naciones Unidas llevaban consigo su propia oficina de correos.

Cuando su madre hubo terminado en la cocina, le dijo a Sofía medio en broma:

—Vaya, sí que te interesa el periódico.

Afortunadamente no dijo nada más sobre buzones y cosas por el estilo, ni durante el desayuno ni más tarde, en el transcurso del día. Cuando se fue a hacer la compra, Sofía cogió la carta sobre la fe en el destino y se la llevó al Callejón.

El corazón le dio un vuelco cuando de repente vio un sobrecito blanco junto a la caja que contenía las cartas del profesor de filosofía. Sofía estaba segura de que no la había dejado allí.

También este sobre estaba mojado por los bordes, y tenía, exactamente como el anterior, un par de profundas incisiones.

¿Había estado ahí el profesor de filosofía? ¿Conocía su escondite más secreto? ¿Pero por qué estaban mojados los sobres?

Sofía daba vueltas a todas esas preguntas. Abrió el sobre y leyó la nota.

Querida Sofía. He leído tu carta con gran interés, y también con un poco de pesar, ya que tendré que desilusionarte respecto a lo de las visitas para tomar café y esas cosas. Un día nos conoceremos, pero pasará bastante tiempo hasta que pueda aparecer por tu calle.

Además, debo añadir que a partir de ahora no podré llevarte las cartas personalmente. A la larga, sería demasiado arriesgado. A partir de ahora, mi pequeño mensajero te las llevará, y las depositará directamente en el lugar secreto del jardín.

Puedes seguir poniéndote en contacto conmigo cuando sientas necesidad de ello. En ese caso, tendrás que poner un sobre de color rosa con una galletita dulce o un terrón de azúcar dentro. Cuando mi mensajero descubra una carta así, me traerá el correo.

P. D. No es muy agradable tener que rechazar tu invitación a tomar café, pero a veces resulta totalmente necesario.

P. D P. D. Si encontraras un pañuelo rojo de seda, ruego lo guardes bien. De vez en cuando, objetos de este tipo se cambian por error en colegios y lugares así, y ésta es una escuela de filosofía.

Saludos, Alberto Knox.

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