El Mundo de Sofía (7 page)

Read El Mundo de Sofía Online

Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

Cuando la madre llegó a casa y vio lo que Sofía había hecho, se le escapó:

—¡Qué bien que todavía seas capaz de jugar como una niña!

—¡Bah! Estoy trabajando en una complicada investigación filosófica.

Su madre dejó escapar un profundo suspiro. Seguramente estaba pensando en el conejo y en el sombrero de copa.

Al volver del instituto al día siguiente, Sofía se encontró con un montón de nuevas hojas en un gran sobre amarillo. Se llevó el sobre a su habitación, y se puso enseguida a leer, aunque al mismo tiempo vigilaría el buzón.

La teoría atómica

Aquí estoy de nuevo, Sofía. Hoy conocerás al último gran filósofo de la naturaleza. Se llamaba Demócrito (aprox. 460-370 a. de C.) y venía de la ciudad costera de Abdera, al norte del mar Egeo. Si has podido contestar a la pregunta sobre el lego, no te costará mucho esfuerzo entender lo que el proyecto de este filósofo.

Demócrito estaba de acuerdo con sus predecesores en que los cambios en la naturaleza no se debían a que las cosas realmente «cambiaran». Suponía, por lo tanto, que todo tenía que estar construido por unas piececitas pequeñas e invisibles, cada una de ellas eterna e inalterable. A estas piezas más pequeñas Demócrito las llamó átomos.

La palabra «átomo» significa «indivisible». Era importante para Demócrito poder afirmar que eso de lo que todo está hecho no podía dividirse en partes más pequeñas. Si hubiera sido así, no habrían podido servir de ladrillos de construcción. Pues, si los átomos hubieran podido ser limados y partidos en partes cada vez más pequeñas, la naturaleza habría empezado a flotar en una pasta cada vez más líquida.

Además, los ladrillos de la naturaleza tenían que ser eternos, pues nada puede surgir de la nada. En este punto, Demócrito estaba de acuerdo con Parménides y los eleáticos. Pensaba, además que los átomos tenían que ser fijos y macizos, pero no podían ser idénticos entre sí. Si los átomos fueran idénticos, no habríamos podido encontrar ninguna explicación satisfactoria de cómo podían estar compuestos, pudiendo formar de todo, desde amapolas y olivos, hasta piel de cabra y pelo humano.

Existe un sinfín de diferentes átomos en la naturaleza, decía Demócrito. Algunos son redondos y lisos, otros son irregulares y torcidos. Precisamente por tener formas diferentes, podían usarse para componer diferentes cuerpos. Pero aunque sean muchísimos y muy diferentes entre sí, son todos eternos, inalterables e indivisibles.

Cuando un cuerpo —por ejemplo un árbol o un animal— muere y se desintegra, los átomos se dispersan y pueden utilizarse de nuevo en otro cuerpo. Pues los átomos se mueven en el espacio, pero como tienen entrantes y salientes se acoplan para configurar las cosas que vemos en nuestro entorno.

¿Ya has entendido lo que quise decir con las piezas del lego, verdad? Tienen más o menos las mismas cualidades que Demócrito atribuía a los átomos, y, precisamente por ello, resultan tan buenas para construir. Ante todo son indivisibles. Tienen formas y tamaños diferentes, son macizas e impenetrables. Además, las piezas del lego tienen entrantes y salientes que hacen que las puedas unir para poder formar todas las figuras posibles.

Estas conexiones pueden deshacerse para poder dar lugar a nuevos objetos con las mismas piezas.

Lo bueno de las piezas del lego es precisamente que se pueden volver a usar una y otra vez. Una pieza del lego puede formar parte de un coche un día, y de un castillo al día siguiente. Además podemos decir que las piezas del lego son eternas». Niños de hoy en día pueden jugar con las mismas piezas con las que jugaban sus padres.

También podemos formar cosas de barro, pero el barro no puede usarse una y otra vez, precisamente porque se puede romper en trozos cada vez más pequeños, y porque esos pequeñísimos trocitos de barro no pueden unirse para formar nuevos objetos.

Hoy podemos más o menos afirmar que la teoría atómica de Demócrito era correcta. La naturaleza está, efectivamente, compuesta por diferentes átomos que se unen y que vuelven a separarse. Un átomo de hidrógeno que está asentado dentro de una célula en la punta de mi nariz, perteneció, en alguna ocasión, a la trompa de un elefante. Un átomo de carbono dentro del músculo de mi corazón estuvo una vez en el rabo de un dinosaurio.

En nuestros días, la ciencia ha descubierto que los átomos pueden dividirse en «partículas elementales». A estas partículas elementales las llamamos protones, neutrones y electrones. Quizás esas partículas puedan dividirse en partes aún más pequeñas. No obstante, los físicos están de acuerdo en que tiene que haber un límite. Tiene que haber unas partes mínimas de las que esté hecho el mundo.

Demócrito no tuvo acceso a los aparatos electrónicos de nuestra época. Su único instrumento de verdad fue su inteligencia. Y su inteligencia no le ofreció ninguna elección. Si de entrada aceptamos que nada cambia, que nada surge de la nada y que nada desaparece, entonces la naturaleza ha de estar compuesta necesariamente por unos minúsculos ladrillos que se juntan, y que se vuelven a separar.

Demócrito no contaba con ninguna fuerza» o «espíritu» que interviniera en los procesos de la naturaleza. Lo único que existe son los átomos y el espacio vacío, pensaba. Ya que no creía en nada más que en lo material, le llamamos materialista.

No existe ninguna «intención» determinada detrás de los movimientos de los átomos. En la naturaleza todo ocurre mecánicamente. Eso no significa que todo lo que ocurre sea «casual», pues todo sigue las leyes inquebrantables de la naturaleza. Demócrito pensaba que había una causa natural en todo lo que ocurre, una causa que se encuentra en las cosas mismas. En una ocasión dijo que preferiría descubrir una ley de la naturaleza a convertirse en rey de Persia.

La teoría atómica también explica nuestras sensaciones, pensaba Demócrito. Cuando captamos algo con nuestros sentidos, se debe a los movimientos de los átomos en el espacio vacío. Cuando vemos la luna, es porque los «átomos de la luna» alcanzan mi ojo.

¿Y qué pasa con la conciencia? ¿No podrá estar formada por átomos, es decir, por «cosas» materiales? Pues sí, Demócrito se imaginaba que el alma estaba formada por unos «átomos del alma» especialmente redondos y lisos. Al morir una persona, los átomos del alma se dispersan hacia todas partes. Luego, pueden entrar en otra alma en proceso de creación.

Eso significa que el ser humano no tiene un alma inmortal. Mucha gente comparte también, hoy en día, este pensamiento. Opinan, como Demócrito, que «el alma» está conectada al cerebro y que no podemos tener ninguna especie de conciencia cuando el cerebro se haya desintegrado.

Demócrito puso temporalmente fin a la filosofía griega de la naturaleza. Estaba de acuerdo con Heráclito en que todo en la naturaleza «fluye». Las formas van y vienen. Pero detrás de todo lo que fluye, se encuentran algunas cosas eternas e inalterables que no fluyen. A estas cosas es a lo que Demócrito llamó átomos.

Mientras leía, Sofía miraba por la ventana para ver si aparecía junto al buzón el misterioso autor de las cartas. Se quedó mirando a la calle fijamente, pensando en lo que acababa de leer. Le pareció que Demócrito había razonado de un modo muy sencillo y, sin embargo, muy astuto. Había encontrado la solución al problema de la «materia primaria» y del «cambio».

Este problema era tan complicado que los filósofos lo habían meditado durante varias generaciones. Pero al final, Demócrito había solucionado todo el problema utilizando simplemente su inteligencia.

Sofía estaba a punto de echarse a reír. Tenía que ser verdad que la naturaleza estaba hecha de piececitas que nunca cambian. Al mismo tiempo, Heráclito había tenido razón al afirmar que todas las formas de la naturaleza fluyen», pues todos los humanos y todos los animales mueren, e incluso una cordillera de montañas se va desintegrando lentísimamente, y lo cierto es que también la cordillera está compuesta por unas cositas indivisibles que nunca se rompen.

Al mismo tiempo, Demócrito se había hecho nuevas preguntas. Había dicho, por ejemplo, que todo sucede mecánicamente. No aceptó ninguna fuerza espiritual en la naturaleza, como Empédocles y Anaxágoras.

Además, Demócrito pensaba que el ser humano carece de alma inmortal.

¿Podía estar totalmente segura de que esto era correcto. ?

No estaba del todo segura. Pero, claro, se encontraba muy al principio del curso de filosofía.

El destino

... el adivino intenta interpretar algo que en realidad no está nada claro...

Sofía había estado vigilando la puerta de la verja del jardín, mientras leía sobre Demócrito. Para asegurarse, decidió, no obstante, darse una vuelta por la puerta.

Al abrir la puerta exterior descubrió un sobrecito blanco fuera en la escalera. Y en el sobre ponía «Sofía Amundsen».

¡De modo que la había engañado! Justo ese día, cuando con tanto celo había vigilado el buzón, el filósofo misterioso se había acercado a la casa a escondidas desde otro lado y simplemente había puesto la carta sobre la escalera, antes de darse a la fuga otra vez. ¡Demonios!

¿Cómo podía saber que Sofía iba a estar vigilando el buzón justamente ese día? ¿La habrían visto él, o ella, en la ventana? A1 menos se alegraba de haber salvado el sobre antes de que su madre llegara a casa.

Sofía volvió a su cuarto y abrió allí la carta. El sobre blanco estaba un poco mojado por los bordes; además, tenía un par de profundos cortes. ¿Por qué? No había llovido en varios días.

En la notita ponía:

¿Crees en el destino?

¿Son las enfermedades un castigo divino?

¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la marcha de la historia?

¿Que si creía en el destino? No estaba muy segura. Pero conocía a mucha gente que sí creía. Varias amigas de clase, por ejemplo, leían sus horóscopos en las revistas. Si creían en la astrología, también creerían en el destin0, ya que los astrólogos pensaban que la situación de las estrellas en el firmamento podía decir algo sobre la vida de las personas en la Tierra.

Si se creía que un gato negro que cruzaba el camino significaba mala suerte, entonces también se creería en el destino, pensaba Sofía. Cuanto mas pensaba en ello, más ejemplos le salían de la fe en el destino. ¿Por qué se decía «toca madera», por ejemplo? ¿Y por qué martes trece era una día de mala suerte?; Sofía había oído decir que muchos hoteles se saltaban el número trece para las habitaciones. Se debería a que, a fin de cuentas, había muchas personas supersticiosas.

«Superstición», por cierto, ¿no era una palabra extraña? Si creías en el cristianismo o en el islán se llamaba «fe», pero si creías en astrología o en martes y trece, entonces se convertía en seguida en superstición.

¿Quién tenía derecho a llamar «superstición», a la fe de otras personas?

Por lo menos, Sofía estaba segura de una cosa: Demócrito no había creído en el destino. Era materialista. Sólo había creído en los átomos y en el espacio vacío.

Sofía intentó pensar en las otras preguntas de la notita.

¿Son las enfermedades un castigo divino?» Nadie creería eso hoy en día. Pero de repente se acordó de que mucha gente pensaba que rezar a Dios ayudaba a curarse, así que creerían que Dios tenía algo que ver en la cuestión de quién estaba sano y quién estaba enfermo.

La última pregunta le resultaba más difícil. Sofía jamás había pensado en qué era lo que dirigía el curso de la historia. ¿Serian las personas, no? Si fuera Dios o el destino, las personas, no podrían tener libre albedrío.

El tema del libre albedrío le hizo pensar en otra cosa. ¿Por qué iba a tolerar que ese misterioso filósofo jugara con ella al escondite? ¿Por que no podía ella escribirle una carta al filósofo? Seguro que él, o ella, dejaría un nuevo sobre grande en el buzón en el transcurso de la noche, o en algún momento de la mañana siguiente. Entonces, ella dejaría una carta para el profesor de filosofía.

Sofía se puso en marcha. Le resultaba muy difícil escribir a alguien a quien jamás había visto. Ni siquiera sabía si era un hombre o una mujer. Tampoco si era joven o viejo. Por lo que sabía, incluso podría tratarse de una persona a la que ella conocía.

En poco tiempo había redactado una pequeña carta:

Muy respetado filósofo: En esta casa se aprecia con sumo agrado su generoso curso de filosofía por correspondencia. Pero molesta no saber quién es usted. Le rogamos por tanto presentarse con nombre completo. A cambio será invitado a entrar a tomar una taza de café con nosotros, pero si puede ser, cuando mi madre no esté en casa. Ella trabaja todos los días de 7, 30 a 17, 00 de lunes a viernes. Yo soy estudiante, y tendré el mismo horario, pero, excepto los jueves, siempre estoy e casa a partir de los dos y cuarto. Además, el café me sale muy bueno. Le doy las gracias por anticipado. Saludos de su atenta alumna. Sofía Amundsen, 14 años.

En la parte inferior de la hoja escribió:
«Se ruega contestación».

A Sofía le pareció que la carta era demasiado formal. Pero no era fácil elegir las palabras cuando se escribía a una persona sin rostro.

Metió la hoja en un sobre de color rosa y lo cerró. Por fuera escribió:
«Al filósofo»

El problema era cómo sacarlo fuera sin que su madre lo viera. Al mismo tiempo, tendría que mirar el buzón temprano a la mañana siguiente, antes de que llegara el periódico. Si no llegaba ningún envío durante la noche, tendría que volver a recoger el sobre de color rosa.

¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?

Aquella noche, Sofía subió pronto a su habitación a pesar de que era viernes. Su madre intentó tentarla con una pizza y una película policíaca, pero dijo que estaba cansada y que quería leer en la cama. Mientras su madre estaba sentada mirando fijamente a la pantalla del televisor; Sofía bajó a hurtadillas a llevar la carta al buzón.

Al parecer, su madre estaba un poco preocupada. Desde que surgió aquello del conejo grande y el sombrero de copa, hablaba con Sofía de una manera completamente distinta a la de antes. Sofía no quería preocuparla, pero ahora tenía que subir a la habitación para vigilar el buzón.

Cuando su madre subió, sobre las once, estaba sentada delante de la ventana mirando a la calle.

—¿No estarás sentada mirando al buzón? —pregunto.

—Miro lo que me da la gana.

—Creo que estás enamorada de verdad, Sofía. Pero si llega con una nueva carta, no lo hará en medio de la noche.

Other books

The Last Weynfeldt by Martin Suter
Jericho Iteration by Allen Steele
Weird Tales volume 31 number 03 by Wright, Farnsworth, 1888–1940
Cold Kiss by Amy Garvey
America's Trust by McDonald, Murray
Death in the Tunnel by Miles Burton
Treachery in Death by J. D. Robb