El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (16 page)

Sin embargo, era más renuente que Francia a hacerlo mediante la ayuda a los americanos. España, como Francia, era una monarquía absoluta. Y a diferencia de Francia, España no tenía un conjunto vigoroso de intelectuales izquierdistas. No había ningún deseo en España de acudir en ayuda de un grupo de bribones que hablaban de libertad y democracia.

Mas si era derrotada Gran Bretaña, España podía adueñarse del territorio situado al este del Mississippi, territorio que, sumado a sus posesiones al oeste del río, habría puesto todo ese rico valle bajo su dominio.

Además, tenía internamene mayores quejas contra Gran Bretaña. Gibraltar, punto fuerte de la costa meridional de España, había sido tomado por Gran Bretaña en 1704 y lo había retenido contra todos los intentos de España para recuperarlo.

El 3 de abril de 1779 España juzgó que Gran Bretaña tenía suficientes problemas como para poder hacerle un pequeño chantaje. Pidió a Gran Bretaña que le devolviera Gibraltar, y la amenazó con la guerra si se negaba ello. Los británicos se negaron. España llegó a un acuerdo con Francia, pues, y el 21 de junio de 1779 declaró formalmente la guerra a Gran Bretaña.

España era débil y, por sí sola, no constituía una amenaza para Gran Bretaña. Pero tenía una flota que, suma da a la francesa, aumentaba las probabilidades de que Gran Bretaña perdiera el dominio del Atlántico. Si esto ocurría, aunque fuese temporalmente, Gran Bretaña podía perder la guerra en América del Norte. El 27 de septiembre de 1779, el Congreso designó a John Jay (nacido en la ciudad de Nueva York el 12 de diciembre de 1745 ministro en España. Hijo de un próspero comerciante Jay había sido miembro de ambos Congresos Continentales, Pero había sido elegido también para la Legislatura de Nueva York y optó por asistir a las sesiones de ésta de modo que se perdió la oportunidad de firmar la Declaración de la Independencia. El 7 de diciembre d 1778 volvió al Congreso y fue elegido su presidente.

En España, la principal tarea de Jay era persuadir esta nación a que reconociese la independencia americana. En esto, fracasó. Después de todo, España también tenía colonias y no deseaba sentar ningún precedente que pudiese alentar los intentos de lograr la independencia d sus propias colonias. En cambio, abogó por una paz d compromiso por la que Gran Bretaña quedaría debilitada pero los americanos permanecerían bajo la férula británica, objetivo casi imposible de lograr.

La entrada de España en la guerra alentó a América a creer que Gran Bretaña podría estar dispuesta a aceptar términos de paz sobre la base del reconocimiento de la independencia americana. Pero Gran Bretaña, estimulada por los sucesos de Georgia, permaneció intransigente, y la guerra continuó.

Cobardía y traición

Pese a las victorias aisladas de Stony Point, en el territorio indio, y en el mar, y pese a la entrada de España en la guerra, el invierno de 1779-1780 parecía sombrío, en verdad.

Georgia había sido separada y la flota francesa había resultado inútil en todo momento. El ejército de Washington, en sus cuarteles de invierno de Morristown, Nueva Jersey, donde había estado tres inviernos antes, estaba nuevamente en mala situación. Los suministros llegaban con lentitud y la paga se efectuaba con papel moneda emitido por el Congreso, con el cual no se podía comprar nada. Las raciones tuvieron que ser reducidas, y en la primavera partes del ejército estaban al borde del amotinamiento.

Y lo peor aún estaba por llegar, pues Clinton se dispuso a ampliar las victorias británicas en el sur. A ciento treinta kilómetros al noreste de Savannah estaba Charleston, la metrópoli de Carolina del Sur y el más ferviente centro del radicalismo al sur de Virginia. El 28 de junio de 1776 había rechazado a una fuerza británica enviada para tomarla, fuerza comandada por Clinton y Cornwallis.

En enero de 1780, Clinton y Cornwallis condujeron una flota desde Nueva York para borrar esa mancha de su hoja de servicios. Llevaron consigo 8.500 hombres, un tercio de los cuales eran leales americanos a Gran Bretaña. Prevost marchó con su ejército británico por tierra desde Savannah para unirse a ellos (había tratado de tomar Charleston sin apoyo naval, la primavera anterior, pero había fracasado).

Era políticamente imposible abandonar Charleston sin combatir, y Benjamin Lincoln, que había intentado valientemente expulsar a los británicos de Georgia, ahora encabezó una fuerza de más de 5.000 hombres y la introdujo en la ciudad.

Pero las posibilidades de Lincoln eran nulas. El 11 de abril de 1780, 14.000 británicos rodearon la ciudad por tierra y por mar. El 12 de mayo Lincoln comprendió que no tenía otra opción y se rindió. Unos 5.400 americanos fueron capturados en total, entre ellos siete generales, además de cuatro barcos y muchos suministros militares. Fue la más costosa derrota americana de la guerra.

Muy satisfecho, Clinton retornó a Nueva York, dejando a Cornwallis a cargo de la campaña meridional con una fuerza que estaba formada principalmente por leales. El segundo en el mando era sir Banastre Tarleton, quien cultivó deliberadamente una reputación de crueldad y permitió a sus soldados matar prisioneros.

A los pocos meses de la caída de Charleston, prácticamente toda Carolina del Sur estaba en manos británicas, con lo que éstos recuperaron a una segunda colonia rebelde.

Hubo lucha de guerrillas, sin duda, que acosaron a los británicos. Una banda guerrillera estaba bajo el mando de Francis Marión (nacido en el condado de Berkeley, Carolina del Sur, en 1732). Logró escapar de Charleston después de su caída y, ocultándose en las ciénagas, hostigó interminablemente a los británicos. Fue llamado el «Zorro de las Ciénagas». Otros jefes guerrilleros eran Andrew Pickens (nacido cerca de Paxtang, Pensilvania, en 1739) y Thomas Sumter (nacido cerca de Charlottesville, Virginia, en 1734).

Sus hazañas sirvieron para levantar la moral, pero no pudieron debilitar el dominio británico. Tampoco sirvió de mucho que una fuerza española tomase Mobile, sobre la costa del golfo, el 14 de marzo de 1780. (De hecho, esto empeoraba las cosas, en cierto modo, pues era improbable que todo territorio tomado por los españoles volviese a formar parte de territorio americano después de la guerra, aunque Gran Bretaña fuese derrotada.)

Para restaurar el derrumbe del espíritu americano, era menester enviar un nuevo ejército para reemplazar al perdido en Charleston y compensar esta derrota con victorias.

En abril de 1780, Washington envió un destacamento al sur bajo el mando del barón de Kalb. Pero el Congreso, contra el consejo de Washington, designó a Gates para que comandase esa fuerza y lo puso por encima de Kalb. Todavía lo rodeaba la aureola de la victoria sobre Burgoyne en Saratoga.

Gates tomó el mando del ejército cerca de Hilisboro, en la parte septentrional de Carolina del Norte, y decidió marchar a Camden, en Carolina del Sur (a 190 kilómetros al norte de Charleston), donde Cornwallis había establecido una avanzada fortificada.

La marcha fue difícil, y lo había sido desde la salida del cuartel general de Washington. Los suministros tardaban en llegar,, y los soldados padecían hambre. Cuando el ejército llegó a Camden, había menos de 3.000 hombres capaces de combatir y sólo 1.000 de ellos eran veteranos del ejército de Washington.

Cornwallis, que fue quizá el mejor general británico de la Guerra Revolucionaria, esperaba a Gates con menos hombres, pero mejor entrenados y en mejores condiciones.

El 16 de agosto de 1780 se libró la batalla de Camden. La brigada de Tarleton cargó y, al aproximarse el bosque de bayonetas, los americanos rompieron filas y huyeron. De Kalb y su contingente hicieron lo que pudieron para resistir a los británicos, pero fracasaron. De Kalb fue muerto.

En cuanto a Gates, tomó parte en la retirada. En verdad, su caballo tenía fama de ser el más veloz de América, y él lo lanzó a todo galope. Siguió retirándose, en un pánico absoluto, a lo largo de todo el camino hasta Charlotte, en Carolina del Norte, a cien kilómetros al norte de Camden. Sólo 700 soldados llegaron allí con él.

Esto puso fin a la carrera de Gates, pero la pérdida de un segundo ejército en una deshonrosa derrota era pagar un precio demasiado alto por librarse de un cobarde incapaz.

El destino del «héroe» de Saratoga, sin embargo, fue mejor que el del héroe real, pues ahora, en ese negro año de 1780, Benedict Arnold añadió el capítulo más negro de todos.

Pocos habían contribuido tanto a la causa americana como Arnold, que recibió muy poco a cambio. No obtuvo promoción ni reconocimiento, sino sólo heridas. En el verano de 1778 no estaba apto para el servicio activo a causa de su pierna despedazada y se le dio el fácil cargo de comandar las fuerzas americanas de Filadelfia. Allí vivió bien, resarciéndose de la dureza de sus campañas.

Arnold nunca había sido popular entre los oficiales que poseían menos bríos y capacidad que él, y ahora sus extravagancias en Filadelfia le ganaron una total impopularidad. Fue acusado de violar varias reglas militares y tuvo que pedir un tribunal militar para probar su inocencia. El tribunal se reunió en diciembre de 1779 y fue convicto de un par de cargos menores y sentenciado a recibir una reprimenda de Washington.

Washington, que apreciaba los servicios de Arnold, había hecho lo posible para apoyarlo y a veces había impedido que renunciase encolerizado, en el pasado. Ahora hizo lo posible por salvar el orgullo de Arnold reprimiéndolo tan suavemente que puede decirse que no fue una reprimenda.

Sin embargo, el orgullo de Arnold estaba herido más de lo que podía soportar. Había quedado viudo en 1775, y en la primavera de 1779 se había casado con una bella joven de Filadelfia cuyas simpatías iban hacia los «leales». Fue fácil para ella persuadirlo de que debía hacer algo contra la ingratitud americana, y Arnold comenzó a sondear a los británicos sobre la posibilidad de venderles información por dinero.

Después del juicio del tribunal militar y de su condena, fue más allá. Pidió a Washington el mando de West Point, una importante fortificación a orillas del río Hudson, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York. Washington, ansioso de complacer al desaprovechado general, se lo concedió. En la primavera de 1780, Arnold empezó a negociar la rendición del fuerte a los británicos a cambio de veinte mil libras.

El oficial británico que trató con Arnold era el comandante John André. Este había luchado junto a Howe en la campaña que terminó con la captura de Filadelfia y, después del retiro de Howe, fue ayudante de campo del general Clinton a cargo del servicio de inteligencia. Había estado en el asedio y la captura de Charleston y, cuando volvió a Nueva York, en junio de 1780, le esperaba la oferta de Arnold de entregar West Point.

El 21 de septiembre de 1780, André remontó el Hudson con una bandera de tregua y convino los términos finales del acuerdo. Arnold recibiría veinte mil libras si la entrega de West Point se hacía con éxito, y diez mil si lo intentaba, fracasaba y tenía que huir al campo británico. El barco que había llevado a André aguas arriba del Hudson había sido atacado y tuvo que retirarse, por lo que André permaneció allí durante la noche y luego trató de volver a las líneas británicas por tierra.

No parecía aconsejable tratar de hacerlo con el conspicuo uniforme rojo de los soldados británicos, por lo que se puso ropas civiles. Pero desde ese momento se convirtió en un espía, en términos de derecho militar. Con el uniforme podía ser un prisionero de guerra, si lo capturaban; pero sin él, podía ser ahorcado.

Ocurrió que en su viaje al sur fue detenido e investigado por soldados americanos. En su bota fueron encontrados papeles concernientes a West Point que fueron enviados inmediatamente a Arnold, quien parecía la autoridad apropiada. Arnold sabía que su traición pronto sería descubierta y escapó inmediatamente a las líneas británicas, dejando a André como cabeza de turco.

Evidentemente, el verdadero reo era Arnold y, cuando André fue condenado a muerte por un tribunal militar, Washington ofreció entregarlo a los británicos a cambio de Arnold. Clinton podía haberse sentido tentado a aceptar, pero había dado su palabra a Arnold y su honor exigía que se negase, de modo que André fue ahorcado el 2 de octubre de 1780.

Benedict Arnold no fue colgado, pero habría sido mejor para él que lo fuese. Cualquiera que fuese el motivo de su resentimiento, su traición era inexcusable. En primer lugar, había sido apoyado y apreciado por Washington al menos, y su respuesta había sido usar la simpatía de Washington como medio para montar la traición. Además, no lo hizo por convicción. Se puede perdonar a un hombre por cambiar de lado si realmente ha llegado a creer que la justicia y el honor están del nuevo bando adoptado. Pero éste no era el caso de Arnold. No abrigaba ninguna convicción sobre la justicia de la causa británica; no pensaba que había combatido por la parte equivocada. Sencillamente se había vendido por dinero.

No es de extrañarse, pues, de que, pese a todos los servicios que prestó a la causa americana, haya pasado a la historia como un redomado villano, cuyo nombre, para oídos americanos, ha sido desde entonces sinónimo de «traidor».

Tampoco le fue bien con los británicos. Los oficiales británicos podían, por necesidad militar, estar dispuestos a tratar con un traidor que se vendía por dinero, pero no tenían por qué tener trato social con él después. Además, era considerado moralmente un cobarde por haber permitido que André muriese por él. Aunque Arnold combatió del lado británico por el resto de la guerra y recibió más de 6.000 libras, tierras en Canadá y el rango de general de brigada, su carrera declinó constantemente. Abandonó América un año después de su traición y nunca retornó, viviendo amargado y taciturno los últimos veinte años de su vida, con el sentimiento de haber fracasado en todo.

Sin embargo, lo que fue Arnold antes de su traición no se olvidó enteramente. Un siglo después de la batalla de Saratoga, se erigió un monumento en el lugar. Se construyeron cuatro hornacinas y en tres de ellas se colocaron estatuas de Gates, Schuyler y Morgan. La cuarta quedó vacía, pues hubiera contenido una estatua de Arnold, si éste no hubiese caído en la traición.

Y en otra parte del campo de batalla, en el lugar donde Arnold cayó herido, hay un monumento con la escultura de una bota: un recuerdo de la pierna herida por la causa americana. El monumento habla de «el soldado más brillante del Ejército Continental», pero no menciona su nombre.

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