El pasaje (65 page)

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Authors: Justin Cronin

Se dio la vuelta para mirarlo. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de haber llorado.

—Todos tenemos trabajo que hacer, ¿verdad? —Volvió a tomarle la mano y la apretó, como si cerrara un acuerdo con él—. Por lo visto, el mío es obedecer y no causar dificultades. De momento, eso es lo que voy a hacer.

Galen extendió la mano para ayudarla a ponerse en pie, pero Mausami no le hizo caso y se levantó sin ayuda. Sanjay, todavía ceñudo, había retrocedido, con los brazos en jarras.

—No entiendo por qué te cuesta tanto esto, Maus —dijo Galen.

Pero Mausami actuó como si no lo hubiera oído, y se volvió hacia Michael, todavía sentado con la espalda apoyada contra la Lápida. En la mirada que intercambiaron, Michael percibió la humillación de su rendición, la vergüenza de obedecer órdenes.

—Gracias por hacerme compañía, Michael. —La mujer le dedicó una triste sonrisa—. Lo que dijiste fue bonito.

Sara, en el hospital, estaba esperando a que Gabe Curtis muriera.

Acababa de regresar de montar a caballo, cuando Mar apareció en su puerta. Estaba ocurriendo, le dijo Mar. Gabe estaba gimiendo, revolviéndose, pugnando por respirar. Sandy no sabía qué hacer. ¿Podía ir Sara? ¿Por Gabe?

Cogió su maletín y siguió a Mar hasta el hospital. Cuando cruzó la cortina que daba acceso al pabellón, lo primero que vio fue a Jacob, inclinado sobre el catre en el que yacía su padre, apretando una taza de té contra sus labios. Gabe se estaba asfixiando, tosía sangre. Sara se acercó enseguida a su lado y tomó el té de las manos de Jacob. Puso a Gabe de costado. El pobre hombre no pesaba casi nada, estaba en los huesos. Con la mano libre cogió del carrito una jofaina de metal, que colocó bajo su barbilla. Dos secos jadeos más. Sara vio que la sangre era de un rojo intenso, sembrada de pequeños coágulos negros de tejido muerto.

Otra Sandy salió del hueco en penumbra que había detrás de la puerta.

—Lo siento, Sara —dijo, y sus manos temblaron nerviosas—. Se puso a toser así y pensé que quizá el té...

—¿Has dejado que Jacob lo hiciera sin ayuda? ¿Qué te pasa?

—¿Qué le pasa? —gimoteó el muchacho. Estaba parado al lado del catre, la impotencia reflejada en su rostro.

—Tu padre está muy enfermo, Jacob —dijo Sara—. Nadie se ha enfadado contigo. Hiciste lo que debías: ayudarlo.

Jacob había empezado a rascarse, hundiendo las uñas de la mano derecha en la piel arañada de su antebrazo.

—Voy a hacer lo que pueda por cuidarlo, Jacob. Te doy mi palabra.

Sara sabía que Gabe tenía una hemorragia interna. El tumor le había roto algo. Pasó la mano sobre su estómago y palpó la tibia distensión de la sangre acumulada. Sacó un estetoscopio del maletín, lo aplicó a sus oídos, apartó el jersey de Gabe y auscultó sus pulmones. Una vibración húmeda, como si fuera agua agitada en un cubo. Estaba cerca, pero podía tardar horas. Miró a Mar, quien asintió. Sara comprendió lo que Mar había querido decir cuando afirmó que Sara era la favorita de Gabe, lo que le estaba pidiendo ahora.

—Sandy, llévate a Jacob fuera.

—¿Qué quieres que haga con él?

Pero bueno, ¿qué le pasaba a esa mujer?

—Lo que sea. —Sara respiró hondo para calmar sus nervios. No era momento de dejarse llevar por la cólera—. Jacob, necesito que te vayas con Sandy. ¿Lo harás por mí?

Sara no vio en sus ojos auténtica comprensión, sólo miedo, además de un hábito muy arraigado de obedecer las decisiones que los demás tomaban por él. Sara sabía que, si se lo pedía, se iría. Asintió con desgana.

—Sí, supongo.

Sandy se fue con el muchacho del pabellón. Sara oyó que la puerta se abría y cerraba. Mar, sentada al otro lado del catre, sostenía la mano de su marido.

—Sara, ¿tienes... algo?

Era algo de lo que nunca se hablaba, y menos en público. Las hierbas se guardaban en el sótano, dentro de un viejo congelador, apiladas en tarros sobre estanterías metálicas. Sara se excusó para bajar y recoger las que necesitaba, y las dejó sobre la mesa.
Digitalis purpurea
, o dedalera común, para aminorar el ritmo de la respiración; las pequeñas semillas negras de la planta que llamaban «trompeta de ángel», para estimular el corazón; la viruta marrón amarga de raíz de cicuta para adormecer la conciencia. Las molió hasta formar un fino polvillo marrón, lo vertió en una hoja de papel y lo tiró en una taza. Lo guardó todo, limpió la mesa y subió la escalera.

Puso a hervir agua en la habitación de fuera. La tetera ya estaba caliente, y la infusión no tardaría en estar preparada. Tenía un leve color verdoso, como de algas, y el olor era amargo y terroso. Lo llevó al pabellón.

—Creo que esto le ayudará.

Mar asintió y tomó la taza. Parte de su acuerdo tácito era que Sara sólo aportaría los medios. Como era enfermera, no podía ocuparse del resto.

Mar escrutó el contenido de la taza.

—¿Cuánto?

—Todo, si puedes.

Sara se situó a la cabecera de la cama para alzar los hombros de Gabe. Mar llevó la taza hasta su boca y dijo a su marido que bebiera. Tenía los ojos todavía cerrados. Parecía ajeno a su presencia. A Sara le preocupaba que el hombre no fuera capaz de beber; tal vez habían esperado demasiado. Pero entonces tomó un primer sorbo, y después otro, como un ave que bebiera en un charco. Cuando el té se terminó, Sara le acomodó sobre la almohada.

—¿Cuánto tiempo queda? —le preguntó Mar.

—No mucho. Esto va rápido.

—Y tú te quedarás. Hasta que haya terminado.

Sara asintió.

—Jacob no debe enterarse nunca. —Mar levantó la cara—. No lo entendería.

—Te lo prometo —dijo Sara.

Y después, las dos esperaron.

Peter estaba soñando con la chica. Estaban debajo del tiovivo, en aquella prisión de polvo estrecha, y la chica estaba sobre su espalda, arrojándole su aliento de miel al cuello. «¿Quién eres? —estaba pensando—, ¿quién eres?», pero las palabras se atascaban en su boca como un trapo de lana. Estaba sediento, muy sediento. Quería darse la vuelta y verle los ojos, pero no podía moverse, y la chica ya no estaba encima de él, era un viral, los dientes se estaban hundiendo en la carne de su cuello y él intentaba llamar a gritos a su hermano, pero no emitía ningún sonido y empezó a morir, mientras una parte de él pensaba: «Qué raro, nunca había muerto. De modo que es así».

Despertó sobresaltado, con el corazón martilleando en su pecho, y el sueño se difuminó al instante, dejando una vaga pero dolorosa sensación de pánico, como el eco de un chillido. Permaneció inmóvil un instante, mientras intentaba definir el lugar y el momento en el que se encontraba. Arqueó el cuello para mirar por la ventana que había encima de su catre y vio el brillo de las luces. Tenía la boca seca, la lengua hinchada y una sensación febril. Había soñado que tenía sed porque la tenía. Tanteó en busca de la cantimplora que había en el suelo, al lado de su catre, acercó el pitorro a la boca y bebió.

Caleb estaba durmiendo en el catre de al lado. Peter contó otros cuatro hombres en la sala, roncando en las sombras. Todos habían entrado sin que él se despertara. ¿Cuánto tiempo llevaba sin dormir así?

Tendido en la oscuridad, notó los primeros síntomas de nerviosismo, un leve zumbido de impaciencia física que daba la impresión de haberse instalado en su pecho desde que regresara de la montaña. La opción evidente era presentarse en la pasarela para trabajar, pero Soo había dejado muy claro que no le dejaría volver a la Guardia hasta que hubieran transcurrido unos días.

Decidió ir a ver a Tía. Aún no le había contado lo de Theo. Seguro que lo sabía, pero de todos modos quería darle la noticia en persona, aunque fuera una información redundante.

A veces, era posible olvidarse de ella por completo, en su casita del claro. «Ah, Tía», decía la gente cuando su nombre salía a colación, como si acabaran de recordar su existencia. Y la verdad era que la anciana lo llevaba muy bien sin gran ayuda. Peter o Theo le cortaban leña, o le hacían pequeñas reparaciones en su casa, y Sara la ayudaba en el almacén. Pero sus necesidades eran escasas, pues contaba con un amplio huerto de frutas y verduras en la parcela soleada que había detrás de la casa, del que todavía se encargaba sin ayuda de nadie. Con la excepción de las tareas de jardinería, que efectuaba sentada en un taburete, pasaba casi todos los días dentro de la casa, entre sus papeles y recuerdos, con la mente perdida en el pasado. Llevaba tres pares de gafas diferentes que colgaban del cuello, enredadas, y las iba alternando dependiendo de la tarea de la que se tratara y, salvo en invierno, iba descalza a todas partes. Según se decía, Tía tenía casi cien años. Corría el rumor de que se había casado, no una sino dos veces, pero como nunca pudo tener hijos, su longevidad parecía una maravilla de la naturaleza carente de propósito, como un caballo que supiera contar pateando el suelo con los cascos. Nadie sabía cómo había sobrevivido a la Noche Oscura. Su casa había trampeado al terremoto con muy pocos daños, y por la mañana la habían encontrado sentada en su cocina, bebiendo una taza de su famoso y repugnante té, como si no hubiera pasado nada.

—Tal vez no querían mi marchita sangre —fue lo único que dijo.

La noche había refrescado. Brillaba una tenue luz en las ventanas de la casa de Tía cuando Peter se acercó. La mujer afirmaba que no dormía nunca, que para ella día y noche eran lo mismo, y la verdad era que Peter no recordaba un momento en que no la hubiera encontrado de pie y trabajando. Llamó con los nudillos a la puerta y, como no obtuvo respuesta, la abrió unos centímetros.

—¿Tía? Soy Peter.

Oyó en el interior un crujido de papeles y el roce de una silla sobre el viejo suelo de madera.

—Entra, Peter, entra.

Peter obedeció. La única luz procedía de un farol de la cocina, una choza sujeta con clavos a la parte posterior de la casa. El espacio estaba atestado de cosas pero limpio, y la disposición de los muebles y demás objetos (libros en altísimas pilas, tarros llenos de piedras y monedas antiguas, chismes que era incapaz de identificar) no sólo parecía meditada, sino que poseía el orden intrínseco que le daba el haber ocupado su actual posición durante décadas, como árboles en un bosque. Tía apareció en la puerta de la cocina y le indicó por señas que entrara.

—Llegas a tiempo. Acabo de preparar té.

Siempre «acababa de preparar té». El té de Tía era el secreto de su longevidad, o al menos eso decían. Lo preparaba con una mezcla de desechos herbáceos de todo tipo, algunos de los cuales cultivaba, y otros los recogía en los senderos. Era cosa sabida que, a veces, mientras paseaba, se agachaba hasta el suelo para arrancar una mala hierba anónima, que se metía en la boca. Pero beber el té de Tía era el precio que se pagaba a cambio de su compañía.

—Gracias —dijo Peter—. Será un placer.

La mujer se estaba liando con la maraña de gafas, hasta que consiguió localizar el par que necesitaba. Se las caló en su cara curtida por la intemperie, de color avellanado (su cabeza parecía desproporcionadamente pequeña con relación al resto del cuerpo, como si al haber encogido con el paso de los años lo primero en menguar hubiera sido la cabeza), y lo distinguió por fin, sonriendo con su boca sin dientes, como si entonces y sólo entonces se hubiera convencido de que Peter era quien ella creía que era. Iba vestida, como siempre, con un vestido holgado hecho a base de retales de otros vestidos. Lo que le quedaba de pelo formaba una vaporosa maraña blanca, que no parecía crecer de su cabeza sino flotar cerca de ella, y tenía las mejillas sembradas de manchas que no eran ni pecas ni lunares, sino algo intermedio.

—Ven a la cocina.

La siguió por un estrecho pasillo hasta la parte posterior de la casa. El espacio estaba ocupado por una mesa de roble que apenas dejaba sitio para maniobrar, y era opresivo, debido al calor de la estufa y el vapor que se elevaba de la baqueteada tetera de aluminio que descansaba sobre ella. Peter notó que sus poros se abrían y empezaba a sudar. Mientras Tía se encargaba del té, Peter abrió la única ventana de la cocina, empañada a causa del vapor, y dejó que una leve brisa se colara por debajo del marco. Tía llevó la tetera a la mesa y la depositó sobre un salvamanteles de hierro. Movió la bomba del fregadero y lavó un par de tazas, que también llevó a la mesa.

—¿Y a qué debo el honor de esta visita, Peter?

—Me temo que traigo malas noticias. Sobre Theo.

Pero la anciana desechó sus palabras con un ademán.

—Oh —dijo—. Lo sé todo al respecto.

Tía se sentó al lado de él, alisó el vestido sobre sus hombros huesudos al tiempo que extendía las piernas, y sirvió el té en las tazas con un colador, ahuecando las mejillas. Tenía un color amarillento tenue, como la orina, y dejó en el colador fragmentos biológicos inquietantes de color verde y marrón, como insectos aplastados.

—¿Cómo pasó?

Peter suspiró.

—Es una larga historia.

—Tengo todo el tiempo del mundo para escuchar historias, Peter. Mientras quieras contármelas, yo tengo oídos para oír. Adelante, el té está preparado. Es absurdo dejarlo enfriar.

Peter tomó un sorbo abrasador. Sabía vagamente a tierra, y dejaba después un regusto tan amargo que ni siquiera parecía comestible. Consiguió engullirlo de manera respetuosa. Sobre la mesa, junto a su codo, había un libro en el que Tía siempre estaba escribiendo. Su libro de memorias, lo llamaba. Era un rechoncho volumen cosido a mano y forrado en piel de cordero, cuyas páginas estaban cubiertas de una letra diminuta que escribía con una pluma de cuervo y tinta casera. También fabricaba su propio papel, hirviendo serrín hasta convertirlo en pulpa y formando hojas sobre los cuadrados de viejas pantallas de ventanas. Peter sabía que estaba trabajando con ahínco cuando veía páginas de ese material secándose en un cordel tendido detrás de la casa.

—¿Cómo va la escritura, Tía?

—Nunca se acaba. —La mujer le ofreció una arrugada sonrisa—. Tengo tantas cosas que contar, y el tiempo es lo único de lo que dispongo. Todo lo que pasó. El mundo de antes. La lluvia que nos trajo hasta aquí en pleno incendio. Terrence, Marie y todos los demás. Lo escribo tal como me viene. Supongo que de aquello sólo podía encargarse una vieja como yo, y ése será mi legado. Algún día, alguien querrá saber qué pasó aquí, en este lugar.

—¿Tú crees?

—Lo sé, Peter. —La mujer bebió, chasqueó sus pálidos labios y frunció el ceño al probar el brebaje—. Tendría que haber añadido más diente de león. —De nuevo apartó la mirada hacia Peter—. Pero no has preguntado sobre lo que escribo aquí, ¿verdad?

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