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Authors: Justin Cronin

El pasaje (66 page)

Su mente era así: volvía sobre sus pasos, formaba extrañas conexiones, se zambullía en el pasado. Hablaba con frecuencia de Terrence, que había viajado con ella en el tren. A veces, parecía que era su hermano, en otras su primo. Había más. Marie Chou. Un chico llamado Vincent Gum, una chica llamada Sharise. Lucy y Rex Fisher. Pero esos viajes en el tiempo podían interrumpirse en cualquier momento por intervalos de sorprendente lucidez.

—¿Has escrito sobre Theo?

—¿Theo?

—Mi hermano.

Los ojos de Tía vagaron un momento.

—Me dijo que iba a la central eléctrica. ¿Cuándo vuelve?

De modo que no lo sabía. O tal vez lo había olvidado, y su memoria había mezclado la noticia con otras historias parecidas.

—No creo que vuelva —dijo Peter—. Es lo que he venido a decirte. Lo siento.

—Oh, no tienes que sentir nada —dijo la anciana—. Se podría llenar un libro con las cosas que no sabes. Menuda broma, ¿verdad? Un libro. Anda, bébete el té.

Peter decidió no insistir. ¿Qué bien le haría a la pobre mujer saber que había muerto otra persona? Tomó otro sorbo del líquido amargo. De hecho, sabía peor todavía. Sintió un leve burbujeo de náuseas.

—Lo que notas es la corteza de abedul. Para la digestión.

—Está bueno.

—No, no lo está. Pero va bien. Te limpia como un tornado.

Peter recordó su otra noticia.

—Quería decírtelo. Vi las estrellas.

La anciana se reanimó.

—Vaya vaya. —Tocó el dorso de la mano de Peter con la punta de su dedo—. Un buen tema de conversación. Dime, ¿qué te parecieron?

Los pensamientos de Peter regresaron a aquel momento en el tejado, tendido en el hormigón al lado de Lish. Las estrellas tan apretujadas sobre sus caras, como si pudiera acariciarlas con la mano. Se le antojaba algo que sucedió años antes, durante los últimos minutos de una vida que había dejado atrás.

—Es difícil explicarlo con palabras, Tía. Nunca lo conseguiré.

—Qué curioso. —Sus ojos, clavados en la pared del fondo, parecieron centellear, como si recordaran la luz de las estrellas—. No las he visto desde que era pequeña. Tu padre venía a menudo, como has hecho tú ahora, y me hablaba de ellas. «Las he visto, Tía», decía, y yo le respondía: «¿Qué hacen, Demo? ¿Cómo están esas estrellas mías?», y los dos pasábamos una agradable velada hablando de ellas, como estamos haciendo tú y yo ahora. —Sorbió su té y dejó la taza sobre la mesa—. ¿Por qué estás tan sorprendido?

—¿Él venía aquí?

Un veloz fruncimiento de rectificación, pero sus ojos, todavía iluminados por un brillo interior, parecieron reírse de él.

—¿Por qué crees que no lo hacía?

—No lo sé —farfulló Peter. Y era verdad. No lo sabía. Pero cuando intentó imaginar la escena, su padre, el gran Demetrius Jaxon bebiendo té con Tía en la calurosa cocina, hablando de las largas marchas, fue incapaz—. Creo que nunca supe que se lo había contado a otros.

La mujer emitió una leve carcajada.

—Oh, tu padre y yo hablábamos. De montones de cosas. De las estrellas.

Todo era muy confuso, pensó Peter. Más que confuso, era como si, en el espacio de unos pocos días (desde la noche en que Arlo Wilson había matado al viral en las redes), alguna de las leyes básicas del mundo hubiese cambiado, pero nadie le hubiera explicado en qué consistía dicho cambio.

—¿Alguna vez te habló... de una caminante, Tía?

La anciana ahuecó las mejillas.

—¿Una caminante, dices? No recuerdo nada de eso. ¿Theo vio a una caminante?

Peter oyó su propio suspiro.

—Theo no. Mi padre.

Pero la mujer había dejado de escuchar. Sus ojos, clavados en la pared detrás de él, se habían extraviado de nuevo.

—Creo que Terrence me dijo algo acerca de una caminante. Terrence y Lucy. Siempre fue muy menuda. Fue Terrence quien consiguió que dejara de llorar. Siempre lo hacía.

Era inútil. Cuando Tía empezaba a divagar así, podían pasar horas, e incluso días, hasta que regresara al presente. Casi le envidiaba esa capacidad.

—Bien, ¿qué querías preguntarme?

—Ya está, Tía. Puede esperar.

La mujer encogió sus huesudos hombros.

—Si tú lo dices... —Transcurrió un momento de silencio—. Dime una cosa, Peter: ¿crees en Dios Todopoderoso?

La pregunta lo pilló por sorpresa. Aunque la mujer hablaba de Dios con frecuencia, nunca le había preguntado si era creyente. Y era cierto que, mirando las estrellas desde el tejado de la central, había intuido algo, una presencia detrás de ellas, su gran inmensidad. Como si las estrellas le estuvieran mirando. Pero el momento, y la sensación, se habían disipado. Sería bonito creer en algo por el estilo, pensó Peter, pero al final, no podía.

—No —admitió, y percibió la tristeza en su voz—. Creo que sólo es una palabra que utiliza la gente.

—Qué pena. Una pena. Porque el Dios que yo conozco no nos concedió otra alternativa. —Tía tomó un último sorbo y se relamió los labios—. Piensa un poco en eso, y después dime adónde ha ido Theo. Es lo único que voy a decirte.

La conversación pareció terminar en aquel punto. Peter se levantó para marcharse. Se inclinó para besarla en la cabeza.

—Gracias por el té, Tía.

—Cuando quieras. Vuelve a darme tu respuesta cuando la sepas. Entonces hablaremos de Theo. Y charlaremos largo y tendido. Por cierto, Peter...

Él se volvió en el umbral de la cocina.

—Sólo para que lo sepas. Ella va a venir.

Peter se quedó estupefacto.

—¿Quién va a venir, Tía?

Un fruncimiento de ceño propio de una profesora.

—Tú ya sabes quién, muchacho. Lo sabes desde el día en que Dios te soñó.

Por un momento, Peter no dijo nada, parado en la puerta.

—Eso es lo único que voy a decir de momento. —La anciana hizo un ademán de despedida, como si espantara a una mosca—. Vete y vuelve cuando estés preparado.

—No te pases la noche escribiendo, Tía —logró articular Peter—. Intenta dormir un poco.

Una sonrisa arrugó el rostro de la anciana.

—Tengo toda la eternidad para eso.

Peter salió al frío aire de la noche, que acarició su rostro y enfrió el sudor que se había acumulado bajo su jersey en la agobiante cocina. Aún tenía el estómago revuelto por culpa del té. Permaneció inmóvil un momento, parpadeando bajo las luces. Lo que Tía le había dicho era extraño. Era imposible que supiera lo de la chica. Tal como funcionaba la mente de la anciana, con unas historias que se amontonaban sobre más historias, con el pasado que se mezclaba con el presente, podía referirse a cualquiera. Podría haber hablado de alguien fallecido hacía años.

Fue entonces cuando Peter oyó los gritos procedentes de la puerta principal, y el infierno comenzó a desatarse.

26

Había empezado con el Coronel. Durante las primeras horas, casi todo el mundo se mostró de acuerdo al respecto.

Nadie recordaba haber visto al Coronel desde hacía días, ni en los establos, el Solárium o las pasarelas, donde a veces iba por las noches. Peter no le había visto durante las siete noches que había dispuesto para la Misericordia, pero no había considerado extraña esta ausencia. El Coronel iba y venía según sus propios designios, y a veces no se dejaba ver durante días.

Lo que la gente sabía, y el primero que informó de eso fue Hollis, pero los demás lo confirmaron, era que el Coronel había aparecido en la pasarela poco después de medianoche, cerca de la plataforma de tiro 3. Había sido una noche tranquila, sin señales. La luna estaba baja, el descampado al otro lado de las murallas bañado por el resplandor de los focos. Tan sólo algunas personas se fijaron en él, y nadie pensó nada más. «Mira, ahí está el Coronel —dijo la gente—. El viejo nunca se resigna a quedarse en casa. Lástima que no haya actividad esta noche.»

Se demoró unos minutos más, mientras acariciaba el collar de dientes, con la vista clavada en el campo. Hollis suponía que había subido a hablar con Alicia, pero él no sabía dónde estaba, y en cualquier caso, el Coronel no hizo nada por ir en su busca. No iba armado, y no habló con nadie. Cuando Hollis volvió a mirar, ya había desaparecido. Uno de los corredores, Kip Darrell, afirmó más tarde que le había visto bajar la escalera y desaparecer por el sendero en dirección a los corrales.

La siguiente vez que alguien le vio, estaba corriendo a través del campo.

—¡Señal! —gritó uno de los corredores—. ¡Tenemos señal!

Hollis la vio, los vio. Al borde del campo, un grupo de tres, que saltaron a la luz.

El Coronel estaba corriendo hacia ellos.

Se abalanzaron sobre él al instante, lo engulleron como una ola, desgarrando, gruñendo, mientras desde la pasarela lanzaban una lluvia de flechas, aunque la distancia era demasiado grande. Un disparo afortunado no habría logrado nada.

Vieron morir al Coronel.

Entonces divisaron a la chica. Estaba en la linde del campo, una figura solitaria que había aparecido de entre las sombras. Al principio, dijo Hollis, todos pensaron que era otra viral, y todos se habrían sentido satisfechos de poder apretar el gatillo, todos dispuestos a disparar contra cualquier cosa que se moviera. Cuando atravesó el campo corriendo hacia la puerta principal, bajo una lluvia de flechas y proyectiles, una la alcanzó en el hombro con un golpe sordo que Hollis oyó, y la hizo girar como una peonza. Aun así, continuó corriendo.

—No lo sé —admitió Hollis más tarde—. Puede que fuera yo quien la alcanzara.

Para entonces, Alicia había hecho acto de aparición, gritando a todo el mundo mientras bajaba la pasarela a toda prisa, gritándoles que dejaran de disparar, que era una persona, un ser humano, y que llevaran las cuerdas: «¡Traed las putas cuerdas ya!». Un momento de confusión: Soo no estaba, y la orden de saltar al otro lado de la muralla sólo podía darla ella. Todo ello no logró que Alicia se detuviera. Antes de que nadie pudiera decir una palabra más, había saltado a lo alto de la muralla, aferrado la cuerda y bajado.

—Esto es lo más jodido que había visto en mi vida —dijo Hollis.

Descendió a toda prisa, oscilando frente a la muralla, sus pies patinaron sobre la superficie como si corriera en el aire, mientras la cuerda se deslizaba con un zumbido a través del bloque situado en lo alto de la muralla, y tres pares de manos frenéticas se disponían a tascar el freno antes de que aterrizara. Cuando el mecanismo se detuvo con un chirrido de metal al doblarse, Alicia aterrizó, rodó sobre el polvo y echó a correr. Los virales se hallaban a veinte metros de distancia, todavía encorvados sobre el cuerpo del Coronel. Al oír el impacto de Alicia, se agitaron al unísono, se retorcieron y gruñeron, olfatearon el aire.

Sangre fresca.

La chica había llegado a la base de la muralla, una sombra oscura acurrucada contra él. Un bulto reluciente descansaba sobre su espalda, su mochila, sujeta al cuerpo por el proyectil hundido en su hombro, todo resbaladizo y brillante debido a la sangre. Alicia se apoderó de ella como si fuera un saco, se la colgó a los hombros y se esforzó por correr. La cuerda ya no servía de nada, olvidada detrás de ella. Su única posibilidad era la puerta.

Todo el mundo se quedó de piedra. La puerta no debía abrirse nunca. De noche, no. A nadie, ni siquiera a Alicia.

En aquel momento Peter llegó al escenario de los sucesos, corriendo desde el porche de Tía hacia el alboroto. Caleb llegó desde el barracón a toda la velocidad que le permitían las piernas y alcanzó la puerta principal antes que él. Peter no sabía qué estaba pasando al otro lado. Sólo sabía que Hollis estaba gritando desde la pasarela.

—¡Es Lish!

—¿Qué?

—¡Es Lish! —gritó Hollis—. ¡Está fuera!

Caleb fue el primero en llegar a la caseta. Ese dato se utilizaría más adelante para acusarlo, al tiempo que exoneraría a Peter de la culpa de lo ocurrido. Cuando Alicia llegó a la puerta, estaba abierta lo bastante para que pasara con la chica. Si hubieran podido cerrar las puertas en aquel momento, es muy probable que nada de lo demás no hubiera sucedido, pero Caleb había soltado el freno. Las pesas estaban cayendo, acelerando a medida que se deslizaban por las cadenas. Lo único que controlaba ahora la apertura de la puerta era la fuerza de la gravedad. Peter aferró la rueda. Detrás y por encima de él oyó los gritos, la lluvia de proyectiles disparados desde las ballestas, y los pasos de los centinelas que bajaban corriendo la escalera. Aparecieron más manos, que sujetaron la rueda, Ben Chou, Ian Patal y Dale Levine. Con penosa lentitud, empezó a girar en dirección contraria.

Pero era demasiado tarde. De los tres virales, sólo uno logró atravesar las puertas. Pero fue suficiente.

Se encaminó directamente al Asilo.

Hollis fue el primero en llegar al edificio, justo cuando el viral saltaba al tejado. Llegó a la cúspide del tejado como una piedra que resbalara sobre el agua y cayó al patio interior. Mientras atravesaba la puerta principal como una exhalación, Hollis oyó el ruido que hacen los cristales al romperse.

Llegó a la Sala Grande al mismo tiempo que Mausami. Los dos llegaron por pasillos diferentes a lados opuestos de la sala. Mausami iba desarmada, y Hollis portaba su ballesta. Los recibió un silencio inesperado. Hollis se había preparado para oír chillidos y caos, con los niños corriendo por todas partes. Pero casi todos estaban inmóviles en sus camas, con los ojos abiertos de par en par a causa del terror y el desconcierto. Algunos habían conseguido esconderse debajo de los catres. Cuando Hollis cruzó el umbral, detectó movimientos en la fila más cercana, cuando una de las tres jotas (June, Janet o Juliet) saltó de la cama y se escondió debajo. La única luz de la sala procedía de la ventana rota, que tenía la persiana arrancada y colgaba de una esquina, todavía oscilando.

El viral se había parado delante de la cuna de Dora.

—¡Eh! —chilló Mausami. Agitó los brazos sobre la cabeza—. ¡Mira aquí!

¿Dónde estaba Leigh? ¿Dónde estaba Profesora? El viral movió la cara hacia la voz de Mausami. Parpadeó, y ladeó la cabeza sobre su largo cuello. Un chasquido húmedo resonó en la curva tirante de su garganta.

—¡Aquí! —gritó Hollis, imitando a Mausami y agitando las manos para llamar la atención del monstruo—. ¡Sí, mira hacia aquí!

El viral giró hacia él. Algo brillaba en la base de su cuello, una especie de joya. Pero no había tiempo para preguntarse por eso. Hollis tenía ángulo, y una oportunidad. Entonces Leigh entró en la sala. Estaba durmiendo en la oficina y no había oído nada. Cuando Leigh lanzó un chillido, Hollis apuntó la ballesta y disparó.

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