Authors: Justin Cronin
Llegó a los pozos donde se realizaba el adiestramiento. Un trío de amplias depresiones en la tierra, de unos veinte metros de largo, con altos muros de tierra para protegerse de las balas y flechas perdidas, de los cuchillos que habían errado su objetivo. En el extremo más cercano de la trinchera central, había cinco reclutas en posición de firmes. Tres chicas y dos chicos, de edades comprendidas entre los nueve y los trece años. En sus posturas rígidas y rostros angustiados, Peter distinguió la misma seriedad esforzada que había sentido cuando fue a los pozos, el deseo abrumador de demostrar que era digno del esfuerzo. Theo lo aventajaba en tres grados. Recordó la mañana en que habían elegido corredor a su hermano, la sonrisa de orgullo que se dibujó en su rostro cuando se volvió y caminó hacia la muralla por primera vez. La gloria se reflejaba, pero Peter también la había sentido. No tardaría en seguirlo.
La entrenadora de aquella mañana era Dana, prima de Peter e hija de tío Willem. Era ocho años mayor que Peter y había recibido el encargo de ocuparse de los pozos después del nacimiento de su primera hija, Ellie. La más pequeña, Kit, aún vivía en el Asilo, pero Ellie había salido un año antes y era una de las reclutas de los pozos, primer grado, alta para su edad y esbelta como su madre, de pelo negro largo recogido en una trenza de centinela.
Dana, parada entre el grupo, los examinaba con expresión impenetrable, como si estuviera escogiendo un cordero para un sacrificio. Todo formaba parte del ritual.
—¿Qué tenemos? —preguntó al grupo.
Todos contestaron al unísono.
—¡Un disparo!
—¿De dónde vienen?
Esta vez, más fuerte:
—¡Vienen de arriba!
Dana hizo una pausa, giró sobre sus talones y vio a Peter. Le dedicó una sonrisa de tristeza antes de volverse de nuevo hacia sus pupilos con el ceño fruncido.
—Bien, ha sido terrible. Os habéis ganado tres vueltas más antes de la pitanza. Quiero dos filas, con los arcos hacia arriba.
—¿Qué opinas?
Era Sanjay Patal. Peter estaba tan absorto en sus pensamientos que no había oído acercarse a aquel hombre. Sanjay estaba parado a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada perdida en la lejanía.
—Ya aprenderán.
Los reclutas habían empezado sus ejercicios matutinos. Uno de los más pequeños, el hijo de los Darrell, erró el blanco y clavó su flecha debajo del objetivo, en la verja. Los demás se pusieron a reír.
—Lamento lo de tu hermano. —Sanjay se volvió hacia él, y desvió la atención de Peter de los pozos. Era un hombre menudo, pero transmitía una impresión de corpulencia. Llevaba la cara afeitada, y el pelo muy corto veteado de gris. Dientes pequeños y blancos, los ojos hundidos oscurecidos por espesas pestañas, como si fueran de lana.
—Theo era un buen hombre. Aquello no tendría que haber sucedido.
Peter no contestó. ¿Qué iba a decir?
—He estado pensando en lo que me dijiste —continuó Sanjay—. Para serte sincero, no acabo de entenderlo. Lo de Zander. Y lo que estabais haciendo en la biblioteca.
Peter sintió el veloz escalofrío de su mentira. Todos habían acordado ceñirse a su historia y no hablar de los fusiles, al menos de momento. Pero eso había resultado más complicado de lo que Peter imaginaba. Sin los fusiles, su historia estaba llena de agujeros: qué estaban haciendo en el tejado de la central eléctrica, cómo habían rescatado a Caleb, la muerte de Zander, o su presencia en la biblioteca.
—Te lo contamos todo —contestó Peter—. Debieron de morder a Zander de alguna manera. Pensamos que tal vez habría ocurrido en la biblioteca, de modo que fuimos a echar un vistazo.
—Pero ¿por qué Theo se avino a correr semejante riesgo? ¿No sería idea de Alicia?
—¿Por qué piensas eso?
Sanjay hizo una pausa y carraspeó.
—Sé que es amiga tuya, Peter, y no dudo de sus aptitudes. Pero es imprudente. Siempre se impacienta por salir de caza.
—Ella no tuvo la culpa. No la tuvo nadie. Fue mala suerte. Lo decidimos en grupo.
Sanjay hizo una pausa de nuevo y lanzó una mirada pensativa hacia los pozos. Peter no dijo nada, con la esperanza de que su silencio pusiera fin a la conversación.
—De todos modos, sigo sin comprenderlo. No fue propio del carácter de tu hermano arriesgarse así. Supongo que nunca lo sabremos. —Sanjay meneó la cabeza con un gesto preocupado, y volvió a mirar a Peter. Su mirada era más cordial—. Lo siento, no debería interrogarte así. Estoy seguro de que estás cansado, pero ya que estás aquí, tengo que hablar contigo de otra cosa. Se refiere al jefe del Hogar. El puesto de tu hermano.
Sólo de pensarlo, Peter se puso en guardia. Pero la responsabilidad recaía sobre él.
—Dime qué quieres que haga.
—De eso quiero hablar contigo, Peter. Creo que tu padre se equivocó al pasar su puesto a tu hermano. Ese puesto pertenece a Dana por derecho propio. Era, y es, la Jaxon más antigua.
—Pero ella lo rechazó.
¿Qué estaba diciendo Sanjay? ¿Que el puesto era para Dana?
—Eso es cierto, pero confidencialmente te diré que nunca nos hemos sentido... cómodos con el devenir de los acontecimientos. Dana estaba muy disgustada. Como recordarás, acababan de matar a su padre. Somos muchos los que pensamos que ella habría accedido de buen grado al cargo si tu padre no la hubiera presionado para que se mantuviera al margen.
—No sé de qué me estás hablando. Theo nunca me dijo ni una palabra al respecto.
—Bien, dudo que lo hubiera hecho. —Sanjay dejó transcurrir un momento de silencio—. Tu padre y yo no siempre estábamos de acuerdo. Estoy seguro de que ya lo sabes. Yo me opuse a las largas marchas desde el principio. Pero tu padre nunca abandonó la idea, ni siquiera después de haber perdido a tantos hombres. Su intención era que tu hermano reviviera las marchas, después de que hubiera transcurrido un tiempo prudencial. Por eso quería que Theo estuviese en el Hogar.
Los reclutas habían salido de los pozos y corrían por el sendero para empezar a correr alrededor del perímetro. ¿Qué habría dicho Theo aquella noche en la sala de control? ¿Que Sanjay era bueno en lo suyo? Todo lo cual sólo servía para que, en ese momento, Peter se sintiera de lo más incómodo, y de repente, dispuesto a proteger una tarea que minutos antes hubiera entregado de buen grado a la primera persona con la que se cruzara.
—No sé, Sanjay.
—No es necesario, Peter. El Hogar se ha reunido. Todos estamos de acuerdo. El puesto pertenece a Dana por derecho propio.
—¿Y ella lo desea?
—Cuando se lo expliqué todo, sí. —Sanjay apoyó una mano sobre el hombro de Peter, quien supuso que aquello pretendía ser un gesto de consuelo, aunque no lo era en absoluto—. No te lo tomes a mal, por favor. No te estamos reprochando nada. Quisimos pasar por alto esta irregularidad porque todo el mundo tenía un elevado concepto de Theo.
Del mismo modo, pensó Peter, las aguas se habían cerrado sobre su hermano. Las camisas de Theo todavía estaban dobladas en los cajones, sus botas de repuesto esperando debajo de la cama, y era como si jamás hubiera existido.
Sanjay miró hacia los pozos.
—Bien. Aquí viene Soo.
Peter vio a Soo Ramírez acercándose a ellos desde la puerta. Con ella iba Jimmy Molyneau. Soo era una mujer alta y de pelo rubio, de cuarenta y pocos años, y había ascendido a comandante tras la muerte de Willem. Era muy competente con un carácter que podía inflamarse a las primeras de cambio, y producir estallidos que aterrorizaban hasta a los más encallecidos centinelas.
—Te estaba buscando, Peter. Tómate unos días de descanso de la muralla, si quieres. Avísame cuando vayas a hacer la inscripción. Me gustaría decir algo.
—Yo estaba pensando lo mismo —intervino Sanjay—. Avísanos. Y tómate unos días de descanso, por supuesto. No hay prisa.
La llegada de Soo en aquel preciso momento no era casual, Pensó Peter. Lo estaban manipulando.
—De acuerdo —logró articular—. Supongo que lo haré.
—Apreciaba mucho a tu hermano —dijo Jimmy, quien debía de pensar que su presencia merecía algún comentario—. Y Karen también.
—Gracias. Todo el mundo me dice lo mismo.
La réplica iba cargada de amargura. Peter se arrepintió al instante al ver la expresión de Jimmy, cuya cara era notable por su nariz ganchuda. Jimmy también había sido amigo de Theo (y capitán, como Theo), y sabía lo que era perder a un hermano. Connor Molyneau había resultado muerto cinco años antes, durante una cacería de pitillos para eliminar a un grupo en el campo de arriba. Después de Soo, Jimmy era el oficial de mayor antigüedad, bien entrada la treintena, casado y con dos hijas. Podría haberse retirado hacía dos años sin que nadie se lo reprochara, pero había preferido continuar. En ocasiones, su mujer, Karen, le llevaba platos calientes a la muralla, un gesto que lo avergonzaba y le había granjeado un sinfín de bromas por parte de la Guardia, aunque todo el mundo sabía que le gustaba.
—Lo siento, Jimmy.
El hombre se encogió de hombros.
—Olvídalo. Yo he pasado por lo mismo, créeme.
—Lo dice porque es verdad, Peter. Tu hermano era alguien muy importante para todos nosotros. —Con esta afirmación final, Sanjay alzó la barbilla en dirección a Soo—. ¿Tienes un momento, comandante? —le preguntó, en tono informal.
Soo asintió, con la mirada clavada todavía en la cara de Peter.
—Lo digo en serio —dijo, y le tocó de nuevo, aferrando su brazo por encima del codo—. Tómate el tiempo que necesites.
Peter esperó unos minutos para rezagarse de los tres. Se sentía muy agitado, despierto pero desorientado. Sólo se había tratado de palabras, nada que pudiera sorprenderle, en definitiva: lo que cabía esperar, torpes condolencias que conocía muy bien, y después la noticia de que no tendría que ser jefe del Hogar, un hecho que debería agradecer, pues no había nada que deseara menos que las responsabilidades cotidianas de dirigir el cotarro. Y sin embargo, Peter había intuido que había una corriente subterránea bajo la superficie de la conversación. Tenía la clara impresión de que lo estaban manipulando, de que todo el mundo sabía algo que él ignoraba.
Se colgó al hombro la bolsa (que estaba prácticamente vacía, en cuyo caso ¿por qué se había molestado?), y decidió que no iría enseguida a los barracones, sino que seguiría el sendero en dirección contraria.
La Lápida de la Noche Oscura se erigía al otro extremo de la plaza. Era un pedrusco de granito en forma de pera, el doble de la altura de un hombre, de color blanco grisáceo con motas similares a joyas de cuarcita rosa, sobre cuya superficie se habían grabado los nombres de los desaparecidos y muertos. Para eso había ido. Había 162 nombres; habían tardado meses en grabarlos. Las dos familias Levine y Darrell al completo. Todo el clan Boyes, nueve en total. Una gran cantidad de Greenberg, Patal, Chou, Molyneau, Strauss y Fisher, y dos Donadio, los padres de Lish, John y Angel. Los primeros Jaxon cuyos nombres estaban grabados en la lápida eran Darla y Taylor Jaxon, los abuelos de Peter, que habían muerto entre los escombros de su casa, bajo la muralla septentrional. A Peter no le costaba pensar en ellos de viejos, puesto que llevaban muertos quince años, la totalidad de sus vidas relegadas a una época anterior a su memoria, una región de la existencia pretérita para Peter. Pero, en realidad, Taylor no tenía más de cuarenta años en el momento del terremoto, y Dora, la segunda esposa de Taylor, tan sólo treinta y seis.
En un principio, la Lápida había sido consagrada en exclusiva a honrar a las víctimas de la Noche Oscura, pero desde entonces había parecido normal continuar la costumbre, y consignar en su memoria a los muertos y desaparecidos. Peter vio que ya habían añadido el nombre de Zander. No estaba solo. Venía a continuación de su padre y su hermana, y de la mujer con quien, recordó Peter, Zander había estado casado años antes. Parecía impropio de Zander hablar con alguien, y mucho menos casarse, hasta el punto de que Peter se había olvidado de ella. La mujer, que se llamaba Janelle, había muerto al dar a luz a su hijo, unos meses antes de la Noche Oscura. El bebé aún no había recibido nombre, por lo tanto no había nada que escribir, y su breve estancia en la tierra terminó sin que quedara constancia de ella.
—Si quieres, puedo encargarme de grabar el de Theo.
Peter giró en redondo y vio a Caleb detrás de él, calzado aún con las zapatillas de deporte amarillas. Le venían demasiado grandes, y daba la impresión de que tenía los pies palmeados. Al mirarlo, Peter sintió un prurito de culpabilidad. Las enormes y ridículas zapatillas de Caleb constituían la prueba (la única prueba, en realidad) del aciago episodio del centro comercial. Pero también cayó en la cuenta de que, si Theo las hubiera visto, habría prorrumpido en carcajadas. Habría descubierto la gracia mucho antes que Peter.
—¿Te encargaste tú del nombre de Zander?
Caleb encogió los hombros.
—Soy muy bueno con el cincel. Supongo que no podía encargarse nadie más. —El muchacho hizo una pausa y miró detrás de Peter. Durante un instante, sus ojos parecieron nublarse—. Es estupendo que dispararas como lo hiciste. Zander odiaba a los virales. Pensaba que la peor cosa del mundo era que lo secuestraran a uno. Me alegro de que no fuera uno de ellos demasiado tiempo.
Peter lo decidió entonces. No escribiría el nombre de Theo en la Lápida, ni tampoco lo haría otro. Al menos, hasta que estuviera seguro.
—¿Dónde te alojas? —preguntó a Caleb.
—En los barracones. ¿Dónde, si no?
Peter alzó un hombro para indicar la mochila.
—¿Te importa si te acompaño?
—Como quieras.
Sólo más tarde, después de que Peter hubiera sacado sus pertenencias de la bolsa y se hubiera tendido por fin en el colchón, hundido y demasiado blando, cayó en la cuenta de que los ojos de Caleb habían escudriñado la Lápida. No lo hizo en busca del nombre de Zander, sino más arriba, donde había un grupo de tres (Richard y Marilyn Jones), y debajo, Nancy Jones, la hermana mayor de Caleb. Su padre, que era mecánico, había muerto a consecuencia de una caída desde las luces durante las primeras y frenéticas horas de la Noche Oscura. Su madre y su hermana habían muerto en el Asilo, aplastadas por el techo al derrumbarse. Caleb tenía escasas semanas de vida.
Fue entonces cuando comprendió por qué Alicia lo había conducido al tejado de la central eléctrica. No tenía nada que ver con las estrellas. Caleb Jones era un huérfano de la Noche Oscura, al igual que ella. Nadie iba a defenderlo, salvo Alicia.