—Me tienes que ayudar —susurró.
—¿Yo? —balbució Anton.
—Sí, tú eres mi único amigo.
—Y... ¿cómo?
—Ven al cuarto de las bicicletas tan pronto como puedas —dicho esto, el vampiro se dio la vuelta y desapareció.
—¿Se ha marchado ya? —gritó la madre—. Os había preparado un zumo.
—De todos modos, no lo toma —dijo Anton, quien ahora tenía otras preocupaciones. ¿Cómo iba a conseguir estar a las siete de la tarde en el cuarto de las bicicletas sin levantar sospechas?
Mientras se vestía dijo de pasada:
—Tengo que bajar otra vez.
—¿Ahora? —dijo la madre—. ¡Pero si tu pelo está completamente mojado...! ¿Tiene algo que ver con ese extraño amigo tuyo? —preguntó ella desconfiando de repente.
—No —dijo Anton.
—¿Y adonde vas a ir?
—A llevar mi bicicleta al sótano.
—¿Tu bicicleta nueva? —Esa era la voz del padre—. ¿Quiere eso decir que te la has olvidado fuera?
—Sí —Anton estuvo a punto de reírse en alto porque, de todos modos, la bicicleta estaba ya hacía dos horas en el sótano.
—¡Y tú tan tranquilo en la bañera! —increpó el padre.
—Ya voy —dijo Anton.
Riendo irónicamente abrió la puerta de la casa y apretó el botón del ascensor. ¡Vaya un teatro por una miserable bicicleta! ¡Ya sólo faltaba que su padre mirara desde la puerta y gritara: «¡No te olvides de cerrar!» Llegó el ascensor y Anton se montó en él. Cuando bajaba le vino a la mente lo agotado que parecía el pequeño vampiro y lo atormentada que había sonado su voz. De repente se le quitó por completo el buen humor. ¿Qué es lo que habría llevado a Rüdiger a ir a su casa y pedirle ayuda? ¿Acaso el guardián del cementerio había descubierto la cripta de los vampiros y era Rüdiger el único superviviente? Con estos pensamientos, el corazón empezó a latirle más deprisa a Anton; eso significaría, sin duda, que también Anna, la hermana pequeña de Rüdiger... ¡No! ¡Tan fáciles de atrapar no eran los vampiros!; ¡ni siquiera por Geiermeier, el guardián del cementerio! Aunque..., inofensivo no era, pensó Anton. Sabía por medio de Rüdiger que Geiermeier tenía la ambición de llegar a tener el primer cementerio sin vampiros de Europa. Anton había llegado al corredor del sótano. Abrió la puerta y escuchó... ¡Nada! Con precaución, dio un par de pasos y, entonces, apretó el interruptor de la luz: el corredor estaba vacío, la puerta que daba al cuarto de las bicicletas, cerrada.
Continuó lentamente. Ante el cuarto de las bicicletas permaneció de pie escuchando atentamente. Aún seguía sin moverse nada. Tomó aire profundamente y empujó hacia abajo el manillar de hierro de la puerta. Un olor familiar le golpeó: ¡olía a moho y aire de ataúd!
—¿Rüdiger? —preguntó temeroso.
—Pssst —se oyó desde la oscuridad del cuarto—. ¡Entra y cierra la puerta!
Mientras Anton cerraba tras sí la puerta, pudo, con la luz que entraba del corredor, reconocer, precisamente, las bicicletas que estaban apoyadas en la pared, así como una gran caja sobre la que se proyectaban sombrías dos figuras. Entonces todo se volvió oscuro, y pasaron un par de minutos antes de que sus ojos se acostumbraran a la penumbra procedente de dos pequeñas ventanas del cuarto. Ahora veía que las figuras llevaban capas y tenían pálidos rostros de muerto. ¡Por tanto, vampiros! El más pequeño y flaco era, sin duda, Rüdiger... pero, ¿quién podía ser el segundo vampiro, más alto y fuerte, Rüdiger? —preguntó Anton inseguro.
—¡Sí! —llegó la respuesta—. ¿Por qué no te sientas?
—¿Se... sentarme? ¿Y dónde?
—¡Aquí! ¡Junto a nosotros, sobre el ataúd!—¿Ataúd? —Entonces... ¡La gran caja era un ataúd! Un terrible pensamiento recorrió a Anton: si ahora resultara que el ataúd era para él... Después de todo, él había leído muchas veces cómo personas normales se convertían en vampiros...
—¡Ven ya! —exclamó Rüdiger impaciente.
Temblándole las rodillas, Anton anduvo a tientas hacia el ataúd y se sentó justo en el filo.
—¿Acaso tienes miedo? —se rió Rüdiger junto a él.
—Yo...
—Claro que tiene miedo —se oyó una segunda voz estrepitosa que a Anton le resultó conocida—, ¡Es que no sabe lo que le espera!
—Yo..., tengo que volver arriba enseguida —murmuró.
—¿Acaso has dicho adonde ibas? —preguntó cortante Rüdiger.
—Nnn..., no —tartamudeó Anton.
—Está bien —la voz de Rüdiger volvió a sonar conciliadora—. Entonces voy a aclararte de qué se trata.
Hizo una pausa y escuchó. Anton intentó echar un vistazo al vampiro grande pero no pudo distinguir nada preciso.
—¡Escucha! —Aunque todo estaba tranquilo, Rüdiger hizo caer su voz hasta un susurro—. Me he escapado de casa. Me han prohibido la cripta.
—¿Prohibido la cripta? —preguntó Anton sin comprender.
—¡Sí! No me está permitido pisar nunca más la cripta.
—¿No? ¿Por qué no te permiten volver a casa?
—Porque ¡tenía trato amistoso con seres humanos, ¡Eso para los vampiros está totalmente prohibido!
—¿Y cómo lo han sabido? —preguntó Anton.
—Por mi tía Dorothee —contestó Rüdiger—. Me ha estado espiando durante semanas. Después lo ha contado todo ante el consejo de familia y éste ha decidido la prohibición de cripta.
—¡Vaya infamia! —dijo Anton indignado—. ¿Y dónde vas a vivir ahora?
—Bueno... —dijo Rüdiger tosiendo ligeramente—, ¡en tu casa!
—¿En mi casa? —exclamó Anton asustado—. ¿Cómo puedes pensar eso? Mis padres...
—Pero no en la casa —le interrumpió Rüdiger—. ¡En el sótano, naturalmente!
—¡Pero aquí puede entrar todo el mundo! —Anton señaló las bicicletas que estaban junto a la pared—. Todo el mundo puede encerrar aquí su bicicleta.
Rüdiger hizo un ademán de impaciencia.
—¡Aquí no! ¡En vuestro sótano!
—¿Qué? —exclamó Anton horrorizado—. Pero es que mis padres se van a dar cuenta en seguida.
—Tonterías —dijo el segundo vampiro—; ¡tienes que ser inteligente!
—¿Y si mi madre quiere recoger algo del sótano? Por ejemplo, vino.
—¡Entonces vas tú! —graznó el vampiro grande.
—¿Y si mi padre quiere montar algo?
—Entonces..., entonces tienes, simplemente, que disuadirle. Encender la televisión... o traerle el periódico deportivo...
—Mi padre no lee periódicos deportivos —dijo Anton.
—¡Maldita sea! —exclamó el vampiro—. ¡Entonces le llevas otra cosa, tan tonto no eres!
—Ya, ya —Anton cambió rápidamente de actitud para no irritarle aún más. ¿Sería Lumpi el segundo vampiro? Realmente sólo Lumpi, el hermano de Rüdiger, era tan irascible. ¡Anton le tenía un miedo cerval cuando recordaba sus antiguos encuentros con él!
—¿Y el a... ataúd? ¿También tiene que ir? —se dirigió a Rüdiger con voz temblorosa.
—¡Claro, el ataúd es lo más importante! ¿Dónde voy a dormir si no? —exclamó Rüdiger—. ¿O te crees que lo hemos arrastrado desde la cripta hasta aquí por placer?
—No —murmuró—. Sólo lo decía porque... nuestro sótano está bastante lleno.
—¡Pues entonces tendremos que hacerle sitio! —declaró Rüdiger poniéndose en pie. También el vampiro grande se bajó, deslizándose, del ataúd—. ¿Nos vamos ya de una vez?—rugió.
—Un mo... un momento —dijo Anton—; es que... no tengo la llave del sótano.
—¿Y dónde está?
—A... arriba. No sabía que...
—¡Venga, entonces ve a por ella! —exclamó el vampiro grande indignado.
—¡Y date prisa!
—Sí —dijo Anton, y fue hacia la puerta dando traspiés.
Sin encender la luz, Anton atravesó corriendo el corredor y subió las escaleras del sótano hasta el ascensor.
¿Con qué motivo iba a decir a sus padres que tenía que bajar de nuevo al sótano? ¿O debía entrar en la casa a hurtadillas para recoger la llave?
¡Pero ya había estado mucho tiempo fuera y, si no volvía en seguida, seguro que bajarían ellos para ver qué ocurría! Quizá debería buscarse una excusa. ¡Sí, ésa era la mejor idea! Aliviado entró en el ascensor y subió.
—¿Anton? —preguntó su madre cuando él abrió la puerta de la casa.
—¿Sí? —dijo él con la voz más alegre de que fue capaz.
—¡Ven aquí! ¿Dónde has estado tanto tiempo?
—¿Yo...? En el sótano. Además, me he encontrado a uno del colegio.
—Ya, ya —dijo su padre burlonamente—. En el sótano, ¿eh?
—¡Claro que no! En la escalera.
—¿Y quién era? —preguntó la madre.
—Andreas.
—Creía que no te gustaba.
—Humm..., síí —dijo arrastrando la palabra—. Además, me ha invitado. A jugar al
monopoly
. ¿Puedo llevarme el juego abajo?
—¿Ahora? —exclamó la madre.
—¡Pero si sólo son algo más de las siete!
¡Pensaba en los vampiros, que llevaban ya casi diez minutos esperándole! Y en caso de que el segundo vampiro fuera realmente Lumpi... ¡seguro que le daría un tremendo ataque de ira si les hacía esperar más!
—Menuda invitación, que tienes que llevar tu juego —rezongó el padre.
—¿Por qué? —dijo Anton—. El no tiene ninguno.
—¿Y dónde vive ese Andreas? —preguntó la madre.
—Eh... eh... el segundo piso.
La madre lo miró examinante durante un momento y luego dijo:
—¡Pero a las ocho vuelves a estar arriba!
—Claro —exclamó Anton mordiéndose la lengua para no echarse a reír; pues entonces...
De puntillas, fue hacia el tablero de las llaves, tomó de la escarpia la del sótano y se la deslizó en el bolsillo del pantalón. Ya estaba en la puerta de la casa cuando su padre gritó:
—¿No ibas a llevarte el juego?
—Ah, sí —susurró—, na... naturalmente.
Corrió rápidamente a su habitación. ¿Dónde había visto él el juego por última vez? ¿En el escritorio? En vano, buscó de arriba a abajo en los cuatro cajones. En la estantería tampoco estaba, y en el ropero sólo encontró álbumes de sellos y tebeos. Por último, su vista fue a dar en los juegos reunidos. ¡Se los llevaría entonces! Se colocó la caja de cartón bajo el brazo y salió al vestíbulo.
—¡Hasta luego! —exclamó cerrando tras sí la puerta de la calle.
—¡Al fin! —recibió el vampiro grande a Anton en el cuarto de las bicicletas—. ¡Has tardado un siglo!
—Yo..., he tenido antes que contar a mis padres adonde iba.
—¿Y? —exclamó Rüdiger—. ¿Qué es lo que has dicho?
—Que iba a casa de un amigo.
—¡Bah... amigo! —siseó el vampiro grande—. ¡Mejor ayúdanos a cargarlo!
—¿Y el juego? —preguntó desamparado Anton.
—¿Qué juego? —El vampiro examinó la caja de cartón que estaba bajo el brazo de Anton—. ¡Dámelo! —al decir esto, agarró la caja de cartón y la hizo desaparecer bajo su capa.
—¡Eh! —protestó Anton mirando a Rüdiger en busca de ayuda. Sin embargo, éste sólo se encogió de hombros.
—¡Venga, vamos! —bramó el vampiro grande—. ¡Agarra! ¡Tú delante y Rüdiger detrás!
—¿Y tú? —preguntó Anton mientras levantaba el ataúd.
—¡Yo mantendré la puerta abierta!
El ataúd pesaba más de lo que él había pensado, ¡y Rüdiger tampoco era precisamente el más fuerte! Jadeando, alcanzaron la puerta del sótano de Anton.
—¿Qué pasa? —preguntó el vampiro grande observando con sarcasmo cómo Anton y Rüdiger se frotaban los dedos doloridos.
—¿Có... cómo habéis conseguido traer el ataúd hasta aquí? —preguntó Anton.
—Lumpi lo ha traído —contestó Rüdiger.
—¡Y, además, solo! —exclamó Lumpi.
—Vaya —susurró Anton. Entonces era efectivamente Lumpi el Fuerte. Lleno de respeto lo miró de soslayo. ¡Reñir con Lumpi podía ser muy peligroso!
—¿No vas a abrir de una vez? —refunfuñó Lumpi.
—En... en seguida —dijo Anton sacando presuroso del bolsillo la llave del sótano. Con manos temblorosas la introdujo en el candado; la puerta se abrió chirriando. Lumpi empujó el ataúd dentro del cuarto y cerró la puerta tras ellos.
—¿De... debo encender la luz? —tartamudeó Anton.
—¿La luz? —resopló Lumpi—. ¿Estás loco?
—¡Pero si no vemos absolutamente nada!
—¡Yo sí! —declaró Lumpi, y empezó a echar a un lado las cajas de cartón que había en el centro del cuarto.
—¡Cuidado! —gritó Anton—. ¡Eso son botellas de vino!
Demasiado tarde; se produjo un ruido de cristales y empezó a formarse un gran charco en el suelo.
—No importa —declaró—, ya se secará.