—¿De veras? —dijo el vampiro. Su sombrío rostro se iluminó—. ¡Lo podemos intentar!
En seguida saltó del ataúd y corrió a la ventana del cuarto. Las perspectivas de comida le habían, evidentemente, revitalizado de tal forma que podía moverse nuevamente con absoluta normalidad. Anton casi se arrepentía ya de haberle ofrecido su ayuda.
—Tú, Rüdiger —empezó titubeante—. Por lo del sótano..., pues, mi padre..., y mi abuelo...
Pero el vampiro ya había abierto la ventana y trepaba hacia afuera.
—¡Ven! —exclamó—, ¡allí hay dos conejos!
Anton lo siguió malhumorado. ¡Cuando se trataba de sus intereses —los de Anton— el vampiro prefería hacerse el sordo!
Ahora se agazapaba en el césped y miraba buscando a su alrededor.
—Acababan de estar aquí —susurró.
—¡Mejor vámonos! —dijo Anton echando una mirada temerosa a las ventanas iluminadas de la sala de estar que estaba sobre ellos—. ¡Si no, nos van a ver mis padres!
—¿Y adonde? —dijo excitado el vampiro.
—Allí..., allí arriba —tartamudeó Anton indicando el parque de recreo protegido de miradas curiosas por altos matorrales.
—¿Es que hay ahí conejos? —preguntó desconfiado el vampiro.
—¡Claro que sí! —dijo Anton a pesar de que no estaba tan seguro de ello.
Con cautela, se deslizaron sobre el césped. Cuando habían alcanzado los matorrales, Anton respiró aliviado.
—¿Y dónde están ahora los conejos? —preguntó el vampiro observando desganado los andamios para trepar.
Anton apartó un par de ramas.
—Aquí —dijo—; éste es su lugar favorito.
—¿De veras? —dijo el vampiro. Su voz sonó de repente completamente áspera y sus ojos empezaron a brillar. De un salto desapareció entre los matorrales. Pero volvió en seguida. Su cara estaba arañada y se habían hecho varios rotos grandes en su capa.
—¿A esto le llamas tú conejos? —exclamó manteniendo frente a Anton dos gruesas arañas.
—¡Uaaah! —se le escapó a Anton. No podía soportar por nada del mundo a las arañas. Rápidamente se dio la vuelta, ¡pues no quería presenciar de ningún modo cómo el vampiro devoraba las arañas!
El vampiro entonces lo agarró de la manga.
—¿Crees que yo como arañas? —exclamó dejándolas caer al suelo con un gesto de repugnancia—. ¡Por lo que se ve, ves demasiadas películas malas de vampiros!
—Sólo pensaba que... —murmuró Anton. Entonces tuvo una idea—. ¡Podría ir por ti a la farmacia!
—¿A la farmacia? —preguntó el vampiro receloso—. ¿Y por qué?
—Allí tienen con..., conservas de sangre —dijo Anton.
Pero el vampiro parecía no querer oír nada de eso.
—¡Puff! ¡Conservas! —bufó el vampiro—. ¡Yo no como nada de latas!
—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Anton herido.
En ese momento oyeron unos pasos que se acercaban al parque de recreo. La cara de Rüdiger tomó enseguida una expresión expectante.
—Un ser humano —susurró; sus dientes castañeteaban excitados.
Anton se quedó helado. Rüdiger no se atrevería a...
—¡Nosotros íbamos sólo a cazar co..., conejos! —balbuceó—. Y si tú ahora cazas otra cosa, entonces...
—¿Qué pasa entonces? —gruñó el vampiro.
—¡... entonces eso es traición!
Los pasos estaban ahora a su altura. El vampiro había puesto al descubierto sus dientes puntiagudos como agujas y miraba fijamente en la oscuridad de los matorrales. Todo su cuerpo temblaba de excitación.
—¡No! —suplicó Anton.
El vampiro lo miró espumeante de rabia.
—¡No te mezcles en mis asuntos! —siseó.
—¡Si haces eso —dijo Anton con voz temblorosa—, ya..., ya no seré más tu amigo!
Los pasos se alejaron. Se abrió y se cerró una puerta, y luego quedó todo en silencio. Con un grito, el vampiro dio una palmada delante de su cabeza.
—¡Una ocasión así! —se lamentó—. ¡Una ocasión única como ésta!
Rechinando los dientes, miró a Anton.
—¿A esto lo llamas tú ayudar? —exclamó—. ¡Me moriré de hambre, me moriré de hambre miserablemente! ¡Pero ahora voy a seguir buscando yo solo!
Decidido, alisó su capa y se dio media vuelta para marcharse.
—¿Y qué pasa con el sótano? —exclamó Anton; pero el vampiro ya no respondió. Anton lo vio desaparecer entre los matorrales.
Se marchó triste a casa. ¡No había adelantado nada y ahora ya sólo le quedaba el miércoles!
—¿Son quizá ahora las seis y media? —dijo su madre cuando él abrió la puerta de casa.
—No —gruñó. En la sala de estar ya estaba el telediario.
—¿Y por qué vienes tan tarde?
—Yo..., hemos estado jugando al escondite.
—¿Tanto tiempo?
—No. Pero mi escondite era tan bueno que hasta ahora no me ha encontrado nadie.
La excusa no era mala y en contra de su voluntad tuvo que sonreír irónicamente.
—¡Yo no lo encuentro tan gracioso! —dijo la madre de mal humor—. ¡Si esto ocurre otra vez no vuelves a bajar de noche!
Tampoco quiero hacerlo, pensó Anton de camino hacia su habitación. Únicamente mañana.
El reloj de la torre de la iglesia dio las ocho y media. Tiritando de frío, el pequeño vampiro salió de entre los troncos de los árboles tras los cuales había permanecido escondido desde hacía media hora. Habían pasado por allí un par de personas, pero, por desgracia, no las apropiadas: o iban en pareja, lo cual dificultaba el ataque por sorpresa, u olían ya desde lejos a ajo.
Pero ahora una mujer sola dobló la esquina. Rápidamente, el vampiro se ocultó tras una columna de anuncios. Taconeando, la mujer se aproximaba; una mujer alta y fornida, según había visto el vampiro, ¡y de seguro nada anémica! Ya casi había alcanzado la columna de anuncios cuando, de repente, se quedó parada. Un terror helado recorrió al vampiro. ¿Habría notado algo? Vigilaba la calle con precaución: la mujer estaba sólo a pocos metros de distancia de él y le daba la espalda. Sus rubios cabellos estaban sujetos a la nuca por un prendedor y su abrigo sólo tenía un cuello estrecho y ajustado, de modo que el vampiro podía ver su cuello blanco e inmaculado. Suspiró y, como si lo arrastrara una fuerza magnética, encorvó los dedos y salió de detrás de la columna.
En ese momento la mujer gritó:
—¡Rudolf! —dando una palmada.
Un gran perro pastor dobló corriendo la esquina y el vampiro apenas si pudo aún ponerse de un salto a salvo en el seto. Allí permaneció sentado mientras el perro-pastor olisqueaba los matorrales, y, finalmente, como si el vampiro no hubiera sufrido ya lo suficiente, levantó la pata.
—¡Ven, Rudolf! —dijo la mujer—. Ahora nos vamos a casa.
El vampiro observó furioso cómo se alejaban.
—¡Vaya una mierda! —imprecó sacándose las espinas de los dedos. Aunque su estómago gruñía penosamente, él no se movía. ¡La vida del vampiro era para morirse de risa, y no tenía nada de qué avergonzarse si un par de lágrimas le corrían por el rostro!
—¡Mira, allí llora alguien! —oyó decir de repente a una voz clara.
—Pero tiene un aspecto ridículo —contestó una segunda voz.
—Sí, como un vampiro —dijo la primera voz riéndose a medias.
Ante él había dos niños, cada uno con un largo bastón en la mano en cuyo extremo alumbraba un farol de colores. Sorprendido, el vampiro se llevó las manos a su cara mojada.
—¿Qué queréis? —preguntó moviendo sus piernas que se habían quedado tiesas.
Los niños empezaron a reírse.
—¿Eres de verdad? —preguntó el mayor de los dos.
—Claro —gruñó el vampiro.
Los niños tenían como máximo ocho años... ¡no era un botín que mereciera mucho la pena! No obstante, era mejor que nada en absoluto...
—¿Vamos juntos a correr con los faroles? —preguntó muy amigable de repente—. ¡Conozco un camino completamente oscuro en el que vuestros faroles alumbrarán mucho mejor aún!
—¿Y dónde? —preguntó el niño más pequeño.
—¿Dónde? —dijo el vampiro enseñando sus picudos dientes—. En el cementerio, naturalmente.
—Eso se lo tenemos que preguntar antes a nuestros padres —declaró el otro niño.
—¿Cómo es eso? —dijo el vampiro—. ¡Sin los mayores es mucho más divertido!
—De todas formas, ya vienen por ahí atrás —dijo el niño, y chilló con voz excitada—: ¡Mamá, papá, venid! ¡Aquí hay algo muy divertido! Un auténtico... —pero antes de que hubiera terminado de decirlo el vampiro había salido corriendo de allí.
Sin volverse de nuevo, corrió hasta el muro del cementerio, saltó por encima y se dejó caer en la hierba tomando aliento. ¡Aquí, al menos, estaba a salvo!
Cuando el vampiro miró a su alrededor, le sobrevino casi un sentimiento de melancolía y, lleno de nostalgia, pensó en los bellos tiempos de la cripta. No muy alejado, reconoció el abeto bajo el cual se encontraba el agujero de entrada. ¡Cómo le gustaría echar un vistazo a la cripta! ¿Seguirían estando los ataúdes en los sitios de antes? ¿O se habrían estrechado después de su traslado? ¿Dormiría ahora Anna junto a Lumpi?
Realmente nada podía pasar si miraba... ¡a estas horas los vampiros estaban fuera seguro!
De pronto, hubo un crujido a su lado y saltó de allí una figura en bata de trabajo de cuyos bolsillos asomaban largas y puntiagudas estacas. Era Geiermeier, el guardián del cementerio, que iba hacia él con una risa diabólica.
—¡Al fin te tengo! —exclamó al tiempo que cogía una estaca del bolsillo y levantaba el martillo que llevaba en la mano.
—¡Espera, jovenzuelo —dijo—, ahora te toca a ti!
Se aproximaba cada vez más...
—¡No! —gritó Anton—. ¡No!
Cuando abrió los ojos estaba tendido en su casa. ¿Lo había soñado?
—Anton —oyó la voz de su madre—. ¿Qué es lo que ocurre?
El encendió la luz. Al borde de la cama estaba sentada su madre.
—¿Te encuentras mal? —preguntó.
—No —murmuró él—. Sólo he soñado.
—¿Quieres contármelo?
El negó con la cabeza.
—¡Entonces, que duermas bien! —dijo la madre—. Ya hablaremos mañana de ello.
Después de la comida del día siguiente dijo la madre:
—¡Tú sueñas últimamente cosas tan horribles! Ya me he despertado un par de veces porque estabas gritando dormido. Y entonces gritas nombres extrañísimos... Tía Dorothee y Lumpi el Fuerte y Elke la Infame...
Anton se mordió los labios para no reírse.
—¿De verdad? —dijo como si no tuviera ni idea.
—Sí —y mientras lo miraba con atención, dijo—: Estoy preocupada, Anton.
«Yo también», hubiera preferido contestar Anton..., pero esto, naturalmente, no podía él admitirlo. Por eso dijo marcadamente despreocupado:
—¡Pero si eso es completamente normal, mamá!
—¿Tú crees? —dijo ella dudando—. ¿O vienen los malos sueños de tus excursiones nocturnas? —dijo aprensiva de repente.
—¿Qué..., qué quieres decir con eso?
—tartamudeó Anton. ¿Sabría algo de su vuelo al Valle de la Amargura?
—Bien —dijo ella—, como quiera que sea, ocurre que tú los últimos días te has quedado fuera hasta más tarde que habitualmente. ¡Una vez, incluso, hasta las ocho!
—Sucedió así —murmuró Anton.
—¿Y qué hiciste fuera realmente?
—¿Que qué hice? Jugar al escondite.
—¿Tengo que creerme eso?
Encogió indiferente los hombros.
—¿Y qué pasa con el secreto del sótano? —preguntó.
—¿Tiene eso quizá algo que ver con tus pesadillas?
—¡No! ¡Eso seguro que no! —dijo Anton rápidamente.
—¿Puedo ir entonces al sótano ahora?
—¿A..., ahora? —dijo Anton asustado—. ¿Y por qué?
—Porque quiero buscar algo en una revista.
«—¿No puede ser mañana?
—Mañana necesito el artículo para el colegio.
Anton reflexionó.
—¡Yo podría recogerte la revista!
—¿Harías eso?
—¡Claro! —dijo como si fuera lo más natural del mundo.
—Pero no sé en qué revista está.
—¿Nnnn..., no? —dijo Anton—. ¡Pues entonces te traeré todas!
—¿De veras? —la voz de la madre sonó incrédula—. ¿Todo el montón?
—Bueno, ¿por qué no? —dijo—. ¿Cuándo?
—Mejor ahora mismo.
Así, diez minutos después Anton bajaba en el ascensor. Aunque había actuado ante su madre como si esto no le importara en absoluto, ¡ahora podría haber dado alaridos de rabia! ¡Y todo era culpa solamente del pequeño vampiro!
Abrió la puerta del cuarto del sótano y encendió la luz. La tapa del ataúd estaba cerrada y bajo ella oyó roncar suavemente.
«¡Este se cuida bien!», pensó enfadado. «¡Al fin y al cabo me tiene a mí, que lo hago todo por él!»
¡Lo que más le habría gustado hacer era zarandear con fuerza al vampiro y gritarle toda su ira a la cara!
Permaneció de pie indeciso. ¿No debería, por lo menos, observarlo una vez? Había leído que los vampiros duermen durante el día como muertos. Por consiguiente, el vampiro no podría advertir en absoluto lo que ocurría con él.
Con precaución, agarró la tapa del ataúd y la desplazó hacia un lado. Se hicieron visibles los hombros del vampiro, luego la cabeza. Anton se estremeció involuntariamente. ¡Nunca había visto antes tan lívido al vampiro! Sus ojos estaban vidriosos y fijos hacia el frente, sin mirada. Sus mejillas estaban hundidas, y sólo su boca, ligeramente abierta y con las manchas de sangre secas, indicaba que no estaba completamente muerto.