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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (12 page)

—Qui... quizá vengan antes.

—Está bien —su voz sonó ofendida—. Si tú lo dices.

Anton tragó saliva. ¿Había vuelto a hacer algo mal?

—Yo... tengo un libro para ti —dijo rápidamente para ponerse a bien con ella.

—¿Para mí?

—Sí.

Fue a su habitación y recogió Carcajadas desde la cripta. Con una mirada afligida observó el libro que sólo había leído hasta la mitad y se lo dio.

—¡Gracias! —se alegró ella guardándolo bajo su capa—. ¿Era de verdad para mí?

—Sí —murmuró él.

—¡Entonces recojamos ahora el ataúd! —dijo.

—Anna —dijo mientras bajaban en el ascensor.

—¿Sí?

—¿Es verdad que los vampiros no se reflejan en los espejos?

Ella bajó la cabeza avergonzada.

—¿Tan mal me he peinado?

—No, no —aseguró rápidamente Anton—, sólo me interesaba.

—A nosotros los vampiros nos discriminan en todas partes —dijo quejumbrosa—. ¡No es sólo que durmamos en ataúdes infectados de gusanos y tengamos que llevar mohosas capas! ¡Además no nos podemos mirar al espejo cuando nos queremos embellecer!

Anton asintió con el pensamiento, pues cuando se imaginaba cómo estaría ella con pantalones vaqueros y jersey, el cabello peinado y una tez sana... Notó cómo su corazón latía más rápidamente y se alegró cuando paró el ascensor y pudieron salir.

—Pero ¿yo te gusto así...? —preguntó ella tímidamente.

—Cla... claro —dijo Anton.

¡Era bueno que la iluminación sobre la escalera del sótano fuera tan oscura! Si no, ella habría visto cómo se ponía colorado.

Anton abrió la puerta que daba al corredor del sótano y apretó el interruptor de la luz. El olor a moho se había hecho aún mayor y tuvo que reírse irónicamente al pensar en la señora Puvogel con su sensible olfato. ¡Pronto podría respirar profundamente!

—Este es nuestro cuarto —dijo susurrando a pesar de que no se veía a nadie.

—Se huele —Anna se rió para sus adentros.

Anton abrió y entraron. Nada había cambiado: los listones apoyados en la pared, el ataúd de Rüdiger detrás con su tapa echada a un lado.

—No es muy acogedor —dijo Anna.

—¿No? —dijo Anton.

—Y tan solitario. ¡El pobre Rüdiger!

—¿Cómo dices? —exclamó indignado Anton.

Había aguantado un montón de molestias para que el pequeño vampiro tuviera un lugar donde refugiarse y lo único que tenía que decir Anna era «¡el pobre Rüdiger!»

—¿Es que hubiera debido poner una alfombra roja, o qué? —dijo enojado.

Anna se rió.

—No. Pero, ¿sabes?, para un vampiro como Rüdiger que siempre ha yacido... eh... vivido... en comunidad...

—Quizá hubiera debido tumbarme a su lado —dijo sarcástico Anton. Había arrancado la esquina de un cartón y escribió a lápiz en ella una nota para Rüdiger:

«Querido Rüdiger:

Han levantado la prohibición de cripta. Hemos llevado de nuevo tu ataúd a la cripta.

Anton.»

Después metió la nota entre el enrejado de alambre y la hoja de cristal de la ventana del sótano y la cerró por dentro.

—¿Estás ofendido? —preguntó Anna.

El sólo gruñó.

—Anton —dijo ella dulce—. Sólo quería decir que yo... ¡O sea, que yo en el lugar de Rüdiger hubiera preferido dormir en tu casa!

Anton no dio ninguna respuesta, sino que empezó a recoger los listones.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó Anna.

—Si pudieras coger conmigo la tapa del ataúd...

Juntos levantaron la tapa. Pesaba tanto que a Anton le dolían los hombros. Miró preocupado a Anna. ¿Cómo iba a conseguir llevar el ataúd y la tapa hasta la cripta con Anna, que era cabeza y pico más baja que él?

Pero Anna sonrió llena de confianza como si pudiera leer sus pensamientos.

—Yo soy fuerte —aseguró—. Más fuerte que Rüdiger.

—¿De veras? —dijo incrédulo Anton.

Como demostración, ella puso el ataúd en el medio.

—¿Lo ves?

—¡Es verdad! —se sorprendió Anton—. Eso no se lo espera uno.

—¿No es cierto? —dijo ella orgullosa.

Ella iba a los pies del ataúd y Anton agarraba de la cabeza. Con cuidado, lo llevaron hasta la puerta del sótano.

Tres sobre un ataúd

No había nadie, y, así, colocaron el ataúd junto a la puerta y Anton volvió a echar el cerrojo. De pronto se le hizo un nudo en el estómago: si precisamente ahora viniera alguien al sótano... O si de camino se encontraban con alguien...

Anna interrumpió las reflexiones de él al levantar el ataúd.

—¡Ven! —susurró.

Sin encender la luz, recorrieron el corredor del sótano y subieron las escaleras hasta la puerta del edificio. Cuando todo estuvo en silencio llevaron el ataúd afuera y lo colocaron en la sombra de los matorrales.

—¡Puf! —dijo Anton frotándose sus manos doloridas.

—¿Ya estás agotado? —rió Anna, a quien no se le notaba en absoluto el esfuerzo.

—Nnn..., no —dijo—, ni pizca.

¡Delante de Anna no flaquearía!

—¡Pues vámonos! —dijo ella agarrando de nuevo.

Escogieron el oscuro camino por encima del patio de recreo y llegaron a la calle sin haberse encontrado a nadie. Casi todos los coches estaban ya en los aparcamientos y no había ninguna persona en las proximidades.

—Están sentados delante de la televisión —aclaró Anton.

—Ya lo sé —contestó Anna—. Mientras dura la programación de noche es inútil para los vampiros salir de caza.

—¿Y qué hacen en ese tiempo? —quiso saber Anton.

Anna se rió para sus adentros.

—¡Vuelan alrededor de las casas buscando una entrada!

—¡Brrr! —dijo Anton cogiéndose del cuello. ¡Cuánto tiempo estaba la ventana abierta en su casa! Y cuando pensaba en Tía Dorothee...

—¿Nos vamos? —preguntó Anna.

Volvieron a levantar el ataúd y lo llevaban por el camino cuando de pronto apareció enfrente una figura. Era un hombre que llevaba un paso singular y tambaleante. Miró curioso hacia ellos.

—¿Conoces a ése? —preguntó Anna.

Anton negó con la cabeza.

—Ese está borracho —dijo.

Lentamente, con pasos vacilantes, el hombre cruzó la calle y fue hacia ellos. Anton notó cómo le temblaban las piernas. ¿Debían salir corriendo y dejar el ataúd? Pero ¿qué ocurriría entonces con él? Anna parecía haber pensado lo mismo, pues susurró:

—¡Nos sentamos simplemente encima! ¡Así no lo verá!

Saltó sobre el ataúd y extendió su capa mientras Anton se sentaba junto a ella.

El hombre estaba ahora tan cerca que Anton podía oler el tufo a cerveza que despedía. Anna volvió a un lado la cabeza y estornudó.

—¿Qué, chicos, estáis descansando? —dijo—. ¡Hacedle sitio al tío!

Anna y Anton intercambiaron una mirada de susto.

—¿O acaso esto no es un banco?

Se inclinó para examinar el ataúd, pero perdió el equilibrio y se cayó contra la madera.

—Si no hubiera bebido tanto diría que esto es un ataúd —murmuró mirando a Anna y Anton con ojos inyectados en rojo—. ¿Esto es un banco o no? —balbució.

—Un ba... banco —dijo Anton.

—¡Pues entonces!

Se sentó pesadamente y sacó una botella de cerveza del bolsillo.

—¡Salud! —dijo, y bebió. Después secó la boca de la botella con el pulgar y se la tendió a Anna—. ¡Toma! ¡Bebe!

—¡No, gracias! —dijo Anna.

—¿Y tú? —dijo con brusquedad a Anton—. Espero que tú no seas tan melindroso.

—Sss... sí —tartamudeó Anton—. No... no me gusta la cerveza.

—¿Qué...? ¿No te gusta la cerveza? —se sorprendió el hombre. Se llevó de nuevo la botella a la boca y bebió—. Vaya una cosa. Cuando yo tenía tu edad... Pero, ¿sí fumarás? —dijo ofreciendo cigarrillos a Anton.

Anton los despreció con la mano.

—¿Tampoco? —El hombre puso una cara de incomprensión—. Entonces, ¿cómo quieres aprender si no empiezas pronto?

—Es que yo no quiero aprender —dijo Anton.

El hombre había terminado de beber su botella de cerveza y la arrojó a los matorrales. Ahora se encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Cuando prendió, se echó placenteramente hacia atrás..., y se cayó de espaldas con un fuerte estrépito. Pareció tan ridículo que Anna se echó a reír.

—¡Psst! —siseó Anton—. ¡A los borrachos no se les puede irritar! ¡Lo mejor será que desaparezcamos antes de que se levante!

Cogieron el ataúd y salieron corriendo.

—¡Eh, quedaos quietos! —gritó el hombre—. ¡Me habéis engañado! ¡Eso no era ningún banco! ¡Los bancos tienen respaldo!

Aún vieron cómo se levantaba con dificultad y daba un par de tumbos en dirección a ellos, pero ya estaban tan lejos que él no les podía seguir.

Sensaciones variadas

—¿Tú también beberás cerveza cuando seas mayor?—preguntó Anna.

—¡Tanta, seguro que no! —contestó Anton.

—¿Y por qué bebe tanto ese hombre? —¿Por qué?

—¿Cómo podía explicarlo?—.Quizá tiene problemas y quiere olvidarlos...

—¡Ah, ya! —dijo Anna.

Por fin asomó el muro del cementerio. Anton respiró aliviado. Sus manos estaban ya casi insensibles y le dolía la espalda. Anna, por el contrario, llevaba, el ataúd como si lo hiciera todas las noches.

—¿Puedes seguir? —preguntó volviéndose hacia él con una amable sonrisa.

—Sss... sí—murmuró.

—Ya no está lejos —dijo—. Allí delante podemos subir el ataúd por el muro.

Se metió en un camino estrecho y Anton la siguió... con sensaciones muy variadas. Los espesos matorrales a ambos lados del camino eran un escondite perfecto... para Tía Dorothee, por ejemplo...

Pero alcanzaron sin contratiempos el muro del cementerio. Descargaron el ataúd y Anna susurró:

—Yo me subo arriba y tú empujas el ataúd hacia mí.

Ella trepaba ya por el muro, que era tan alto allí que Anton apenas podía rozar el borde con los brazos estirados.

—¿Por qué no usamos el muro trasero? —preguntó en voz baja—. Aquél está mucho más bajo.

—Eso es demasiado peligroso —aclaró Anna—. Piensa en Geiermeier.

Desconcertado, Anton miraba alternativamente del ataúd al muro. ¡Eso no lo lograría nunca!

—¿Empujas? —preguntó Anna.

Agarró el ataúd por debajo e intentó subirlo hacia arriba.

—No es posible —dijo quejumbroso.

—¡Primero la tapa! —susurró Anna.

Anton cogió la tapa y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.

—¿La tienes? —exclamó.

—No —dijo Anna, pero entonces ya era demasiado tarde: la tapa se le escurrió de las manos y cayó al otro lado con un fuerte crujido. Resonó un grito ahogado.

—¿Te... te has herido? —tartamudeó Anton.

—Sí —llegó la respuesta. —¿Qui... quieres que te ayude? —¡No!

Mientras aún pensaba qué debía hacer, Anna llegó trepando a duras penas. Su rostro estaba cubierto de lágrimas y trataba de estirar un pie.

—¿Está... roto? —preguntó asustado Anton.

—No —gruñó ella, y colérica cogió la parte de abajo del ataúd y la colocó encima del muro.

Anton la miró desconcertado.

—¡Sujeta! —le dijo con brusquedad mientras subía por el muro.

—¿Empujo? —preguntó vacilante.

—¡Ni hablar! —exclamó, y rápidamente arrastró hacia sí la pesada pieza.

Anton oyó cómo ella colocaba la tapa encima.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó.

—Sí —dijo, y, con voz más ronca, añadió—: ¡Torpe!

—¡Pero no lo he hecho a propósito!

Ella no dio ninguna respuesta.

—¡Anna! ¡Perdona, por favor!

Tampoco ahora contestó. ¿Habría echado a andar ella sola con el ataúd? Anton se subió a una piedra y se empinó tanto que pudo mirar por encima del muro. Distinguió vagamente a Anna llevando el ataúd a través de la alta hierba. Cojeaba y él oyó cómo gemía en voz baja.

—¡Anna! —gritó—. ¡No te vayas! ¡Yo no quería hacerte daño!

Pero ella seguía andando simplemente.

—¡Anna! —gritó de nuevo; pero entonces ya había desaparecido entre los árboles.

Anton se dejó deslizar por el muro y se quedó de pie indeciso. Entonces se dio la vuelta y regresó corriendo camino a casa. Extrañamente... de pronto ya no pensaba en los matorrales ni en los posibles peligros que podían acechar tras ellos. Seguía viendo continuamente a Anna ante sí, cómo iba cojeando con el pesado ataúd a través de la hierba sin volverse una sola vez hacia él. Y, además, tenía una extraña sensación en el estómago como si hubiera comido uvas crespas y hubiera bebido agua después. Se atragantó: ¿acaso eran... penas de amor? También era curioso que no_ quisiera entrarle alivio alguno a pesar de que por fin se había deshecho del ataúd... ¡Pero se había comportado como un elefante en una tienda de porcelanas y si ahora estaba indignada con él lo podía comprender bien!

Entró en la casa, subió por el ascensor y abrió la puerta. Allí no había nadie.

Cayó en la cama como un tronco.

¡Espero que me perdone!, pensó aún, antes de dormirse.

Todo en vano

—¡Anton! —Desde lejos llegaba la voz de su madre—. ¡Anton, a levantarse!

—Sí —gruñó él.

—¡Anton, son ya las siete y cuarto!

Se frotó los ojos y parpadeó. La luz que había encendido su madre lo cegaba y al volverse ahora hacia un lado le dolía todo el cuerpo.

—¡Ay! —se lamentó.

—¿Estás enfermo? —preguntó preocupada la madre.

—¿Enfermo?

¡Eso era una buena idea! Además, realmente no se sentía demasiado bien. Hizo una mueca de dolor.

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