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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (11 page)

—¿A..., adonde vamos entonces? —preguntó Anton.

—Lo más lejos posible —contestó Anna—. ¡Hasta que Tía Dorothee haya perdido las ganas de perseguirnos!

Huyendo

—¿Y si nos escondemos? —preguntó Anton.

—¿Dónde? —dijo Anna.

—En mi casa.

Anna negó con la cabeza.

—Tía Dorothee sabe dónde vives.

—¿Y en el colegio?

—¿En tu colegio? —Anna se había detenido y miró a su alrededor. Con especial atención, observó el cielo—. ¿Y dónde nos vamos a esconder allí?

—En mi clase.

—¿Es que no está cerrado el colegio?

Anton no pudo menos que reírse irónicamente.

—Sí —dijo—, pero la llave de mi casa abre la cerradura.

—¿De veras? —Anna se rió—. Yo siempre he querido ver un colegio por dentro —añadió—. ¡Vamos, pues!

Poco después estaban delante del colegio de Anton. En la pequeña construcción anexa, en la que vivía el portero, había luz. Todo lo demás estaba a oscuras.

—Yo iré delante —susurró Anton.

Pasó por encima la cerca de madera y Anna lo siguió. Pasaron por el patio del colegio que, en la oscuridad, parecía casi lúgubre, y llegaron a un edificio plano. Anton sacó un llavero del bolsillo mientras Anna buscaba con la vista a Tía Dorothee.

—¿La ves? —preguntó angustiado Anton.

—No sé —contestó Anna—. Ahí detrás vuela algo, pero no sé si será Tía Dorothee...

Ahora Anton había encontrado la llave correcta y había abierto. Rápidamente se introdujeron a hurtadillas en el vestíbulo y cerraron la puerta tras sí. Entonces permanecieron quietos escuchando atentamente.

—¿Oyes algo? —preguntó Anton.

—Sí —dijo Anna en voz baja—. Afuera merodea alguien.

Anton no veía nada, pero se le puso la piel de gallina.

—¿Tía Do..., Dorothee? —tartamudeó.

—Quizá...

Transcurrieron algunos minutos que a Anton le parecieron una eternidad. Entonces dijo Anna:

—Se ha marchado.

—¿Era Tía Dorothee? —preguntó Anton.

—Sí —dijo Anna—. ¿No has oído su rechinar de dientes?

Con la idea de que Tía Dorothee había estado precisamente a sólo pocos metros de él, a Anton se le pusieron los pelos de punta.

—¿Tú crees que se ha dado cuenta de que estamos aquí? —preguntó.

—Seguro que no —lo tranquilizó Anna—. Si no, no habría continuado su vuelo.

A Anton se le quitó un peso de encima. Al fin había desaparecido Tía Dorothee y podía hablar tranquilo con Anna sobre Rüdiger.

En la clase de Anton

Pero Anna parecía interesarse por el momento en cosas completamente diferentes.

—¿Cuál es tu clase? —preguntó agitada—. ¿La de la izquierda o la de la derecha?

—La de la izquierda —gruñó Anton.

Ella empezaba a abrir la puerta de la clase.

—¡Ven, Anton! —exclamó.

—Anna —empezó él—, tengo que hablar contigo...

—Sí, sí —dijo ella superficialmente—, después. Ahora tengo demasiada curiosidad.

Al resplandor de la luz de la luna corrió por la habitación contando las sillas.

—¡Treinta y cinco! —exclamó ella—. ¡Qué sociable!

—¿Sociable? —se sorprendió Anton—. ¿A ti te parece bien que se pueda intervenir una sola vez en cada clase?

—¡Claro! —dijo Anna—. Entonces puedes dormir el resto de la clase sin que nadie se dé cuenta.

—Y en los ejercicios escritos te ponen un cero —repuso Anton.

Anna se quedó parada ante la mesa del profesor.

—¿A quién pertenece esta gigantesca mesa? —preguntó.

—A mi profesora —respondió Anton, para quien la visita duraba ya demasiado.

—Vaya —dijo reflexiva Anna—, para que los niños se asusten más de ella, ¿no es cierto?

Se encorvó y miró en los cajones.

—¡Pero si aquí no hay ninguna palmeta! —exclamó decepcionada.

—Las palmetas ya no están permitidas —aclaró Anton.

—¿No? —exclamó sorprendida Anna—. Pero Lumpi cuenta siempre que...

—Hoy hay métodos mucho mejores —dijo Anton.

Anna pensó y exclamó después:

—¿Porras?

—Notas —respondió Anton.

—¿Notas? —Anna puso cara de perplejidad—. ¿Y cómo funciona eso?

—Muy sencillo —dijo Anton—. En el colegio te ponen notas por todo. Si tienes buenas notas puedes ir, como dicen siempre mis padres, a un colegio «superior» y aprender después un buen oficio y ganar mucho dinero. En todo caso, si tienes malas notas...

—¡Pero eso es injusto! —exclamó Anna—. Si uno no puede estudiar así...

—Precisamente —dijo Anton.

—¿Y qué notas tienes tú? —preguntó Anna.

—Regulares.

—¿No podrás después ir a un colegio «superior»?

—Ya veremos —dijo Anton—. También tendría que tener ganas de ello.

Anna miró por la ventana sumida en sus pensamientos.

—Entonces el colegio no es tan estupendo como yo pensaba —dijo. De pronto se le ocurrió algo—: ¿Dónde está tu sitio?

—Aquí —dijo Anton señalando una mesa de la penúltima fila.

—¿Y quién se sienta a tu lado? —preguntó Anna—. ¿No será..., una chica?

Anton tuvo que reírse.

—Un chico —dijo.

Anna respiró aliviada.

—¡Pero siéntate en tu silla! —pidió ella.

—¿Y por qué? —preguntó Anton mientras se sentaba.

—Porque me gustaría sentarme a tu lado —sonrió—. Ahora es como si fuéramos compañeros de clase —dijo exaltada al tomar asiento junto a Anton—. Entonces te vería todas las mañanas en el colegio, podríamos ir juntos por el patio y hacer por la tarde los deberes...

Al decir las últimas palabras su voz había sonado de pronto triste y ahora se pasaba la mano por los ojos.

—¡Ay, Anton! —suspiró mirándolo con ojos grandes y brillantes.

Anton volvió rápidamente la cabeza.

—¿Podemos hablar ahora sobre Rüdiger? —dijo tímidamente.

—¿Sobre Rüdiger? —exclamó ella—. ¡Yo te soy completamente indiferente!

—No —dijo rápido.

¡No podía de ningún modo herirla ahora! Pero ¿cómo iba a encontrar las palabras apropiadas si Anna sollozaba copiosamente y él mismo también se sentía muy extraño?

—Anna —dijo titubeando—. Si sólo es por los listones.

—¿Por los listones?

—Sí. Mañana viene mi abuelo y entonces mi padre y mi abuelo van a coger los listones del sótano.

—¿Del sótano? —preguntó Anna asustada—. ¿Y Rüdiger? ¿Cómo va a llevarse otra vez el ataúd a la cripta tan rápidamente? La prohibición de cripta ya ha sido levantada, pero...

—¿Levantada? —Anton creía no haber oído bien—. ¿La prohibición de cripta está levantada de verdad?

Soltó un gallo con la voz a causa de la alegría.

—Sí —dijo Anna—, esta noche.

—Pues eso es... —a Anton le faltaban las palabras—. ¡Entonces puede regresar esta noche a la cripta!

—¿Y el ataúd? —objetó Anna—. Es imposible que pueda llevarlo él solo. Además, seguro que ahora ha salido —añadió.

—¡Nosotros dos podríamos llevar el ataúd! —exclamó Anton.

—¿Y si vuelve Rüdiger y su ataúd ya no está allí? —dijo Anna.

—Le pegaremos una nota a la ventana del sótano —dijo Anton. Y como Anna estaba callada mirando pensativa por la ventana—: ¡Por favor, Anna!

Lo miró de soslayo y ahora volvió a sonreír.

—¡Si tú me lo pides no puedo decir que no!

Estuvo a punto de extender los brazos y abrazarla, pero le dio sólo amistosamente" palmaditas en el hombro.

—¡Eres estupenda! —dijo él; su voz sonó ronca de pronto.

—¿Tú crees? —dijo ella, y, a pesar de que sólo los iluminaba la luz de la luna, pudo, sin embargo, reconocer cómo su rostro se ponía muy colorado—. ¡Por cierto —dijo ella levantando examinante la nariz—, hay algo en vuestra clase que apesta!

—¿Sí? —dijo Anton. El no había notado nada aparte del ligero olor a moho de Anna.

—Sí —dijo ella torciendo la boca—. Un hedor absolutamente repugnante a... ¡ajo!

—¿A ajo? —murmuró Anton.

Entonces se acordó de los dientes de ajo que se había guardado. Inseguro, echó mano al bolsillo y los sacó, haciendo gritar a Anna:

—¡No! ¿Quieres asesinarme?

—¡Pe... perdona! —tartamudeó Anton—. No pensaba que...

—¿No conoces el viejo dicho de los vampiros: «Vapor de ajo, cólico gástrico»? —exclamó Anna que había retrocedido hasta la mesa del profesor—. ¡Rápido, tíralos fuera!

Anton abrió la ventana y los tiró al patio.

—Eran contra Tía Do... Dorothee —aclaró.

—¿Tú crees que te habrían servido de algo? —dijo Anna—. Al contrario. Sólo habrían puesto a Tía Dorothee aún más furiosa.

Anton se estremeció.

—¿Y la cruz? —preguntó señalando la cadena del cuello.

Anna denegó:

—Nada más que superstición. En realidad sólo ayuda una cosa.

—¿El qué? —preguntó Anton con interés.

—Ser uno mismo vampiro —dijo Anna riéndose para sus adentros.

Apuros

Durante el camino de vuelta Anton preguntó:

—¿Y la prohibición de cripta ha sido realmente levantada?

Aún le seguía pareciendo un milagro.

—Al principio iban a prolongarla a cuatro semanas —aclaró Anna—. Sobre todo mi abuela, Sabine la Horrible, sostenía eso... como prevención para nosotros, los demás niños vampiros, decía. Pero, después de contarles yo que desde hacía días Rüdiger no había comido nada como es debido y que vagaba melancólico por el lugar, ellos temieron que pudiera, debido a la confusión, tenderse al sol e irse extinguiendo, y le permitieron regresar a la cripta.

—¿Crees tú que hubiera hecho eso? —preguntó turbado Anton. Pensó en la pinta tan débil y enfermiza que tenía el pequeño vampiro durante las visitas al sótano... ¿No habría tomado lo suficientemente en serio sus dificultades?

Pero Anna sólo se rió.

—¡No te preocupes! —dijo—. Tenía que exagerar algo.

Con secreta admiración, Anton la miró de soslayo.

¡Si no tuviera él a Anna...! Pero ¿no estaba ella tan en peligro como Rüdiger?

—Y si ellos te... quiero decir, tú también tienes trato con seres humanos —dijo.

—¡Bah! —dijo despreocupada Anna—, a mí no me descubren —y mientras tomaba el brazo de Anton sonrió—. Pero es amable por tu parte que te preocupes por mí.

Anton tosió sonrojado. ¡Anna siempre tenía que expresar sus sentimientos tan crudamente! Con precaución, retiró su brazo y dijo:

—En... enseguida llegamos.

—¿Están tus padres en casa? —quiso saber Anna.

—No —dijo Anton—. Y antes de las diez seguro que no vuelven... ¡Pero iban a llamar a las ocho! —se acordó.

Asustado, miró su reloj de pulsera: ¡ya eran las ocho y diez!

—¡Entonces tengo que subir rápidamente! —exclamó—. ¿Quieres acompañarme?

—Si puedo... —dijo Anna sonriendo.

Apenas si habían cerrado tras ellos la puerta de la casa cuando sonó el teléfono. La madre de Anton estaba al aparato.

—¡Hola, mamá! —dijo esforzándose en hablar como siempre a pesar de que su corazón latía fuertemente—. ¿Que dónde estaba yo a las ocho?

Miró hacia Anna que se estaba peinando ante el espejo del vestíbulo. ¿Es que tenía que estar precisamente allí donde podía escuchar cada palabra? ¡Y además en las historias que él conocía los vampiros no se reflejaban en absoluto en el espejo!

—Estaba en el... baño —dijo.

Anna se echó a reír.

—¿Que si estoy solo... ? ¡Naturalmente, mamá! ¿Qui... quién se acaba de reír? Érala radio.

Hizo a Anna una señal con la mano de que fuera a la sala de estar, pero ella permaneció imperturbable y continuó peinándose.

—¿Qué es lo que voy a hacer ahora? Me voy a la cama —dijo.

Anna volvió a reírse.

—No —gritó Anton al teléfono—, aquí no hay nadie. Eso es un programa de chistes de la radio. ¿Si ya me he lavado? ¡Sí! ¡Buenas noches, mamá!

Colgó y tomó aliento.

—Casi se entera de algo —dijo reprochándoselo a Anna.

—¿Qué podía hacer si me entra la risa? —se defendió ella.

Dejó el cepillo y se volvió hacia él.

—¿Estoy guapa?

—Sss... sí—dijo.

—¿Te vas entonces ahora... a la cama? —preguntó.

—No —gruñó Anton.

—Lástima —dijo ella—. Me hubiera gustado probar cómo se está en tu cama.

Al decir esto lo miró anhelosa. Anton notó cómo se le subían los colores a la cara.

—De... deberíamos ahora recoger el ataúd —tartamudeó.

—¿Ya? —dijo decepcionada—. Si tus padres no vienen hasta las diez...

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