—Creo que tengo gripe.
—¿Gripe? —dijo su madre tomándole la frente—. Pero si no tienes nada de calor.
—Me duele todo —se lamentó.
—¡Entonces tenemos que tomarte la temperatura! —explicó; fue al cuarto de baño y volvió con el termómetro—. ¡Aquí! ¡Y sin trucos!
—¿Qué trucos? —preguntó ofendido Anton. Pero ella permaneció sentada como si nada en el borde de la cama mirando el reloj.
—¡Dime, tú no tienes puesta ninguna ropa de noche! —exclamó de repente.
—¿Nnn... no? —dijo Anton fingiendo sorpresa y estirando la manta hasta la barbilla.
—No —dijo ella señalando la silla del escritorio.
—Sólo te has quitado los pantalones y el jersey. Además, ¿cómo vuelven a oler tus ropas?
Desconfiada, se acercó el jersey de Anton a la nariz.
—Un... un pequeño fuego de campamento —dijo rápidamente Anton.
—¿Fuego de campamento?
—Sí. Ayer por la noche.
Convencida no parecía estar, pero ahora habían pasado los cinco minutos y observó examinante el termómetro.
—37,1. No tienes fiebre. Sólo algo de temperatura.
—Pero me siento tan mal...
—¿Y quién va a cuidar de ti si te quedas en casa?
—Papá está aquí. Y el abuelo.
—¿Papá? —dijo ella riéndose—. Ya se ha marchado a la oficina hace mucho tiempo.
—Pero si hoy iba a... —dijo Anton deteniéndose confundido—. ¿No..., no iba a revestir con el abuelo la cocina?
—Sí. Pero se le ha presentado algo entretanto.
Anton notó cómo le subían las lágrimas a los ojos y tuvo que morderse la lengua para no ponerse a gritar.
Casi se mata para hacer desaparecer el ataúd del sótano... y entonces, cuando finalmente lo había conseguido, se le presentaba algo a su padre, ¡sencillamente! ¡Una infamia era eso; que siempre tuvieran que cargarle todo el peso sobre los hombros!
—Tan malo no será —dijo su madre acariciándole la cabeza—. Todos estamos alguna vez enfermos.
«¡Si sólo fuera eso!», pensó, y sollozando se volvió hacia la pared.
—Te voy a hacer un té —dijo su madre—. Pero después me tengo que marchar.
Al irse ella, Anton se quedó tumbado en la cama mirando fijamente la manta. ¡Era un auténtico gafe! ¡Por otra parte... al menos el ataúd ya no estaba allí y si sus padres volvían a necesitar algo del sótano podían recogerlo ellos mismos tranquilamente!
Suspiró profundamente una vez más y después se encogió bajo la manta. Poco después volvía a estar dormido.
Cuando su madre regresó a mediodía Anton estaba sentado en la cama. Se había colocado un par de cojines en la espalda y estaba leyendo.
—¡Hola, mamá! —sonrió.
—Pero si ya tienes mucho mejor aspecto —dijo.
—Bueno... —dijo tímidamente.
Que sólo había estado, simplemente, muerto de cansancio, prefería no descubrirlo.
—¿Qué es lo que hay hoy? —quiso saber. Después de las fatigas de la noche pasada tenía un hambre de lobo.
—Tortilla de patatas —contestó la madre—. Pero aún debo antes recoger patatas del sótano.
—¡Ah, vaya! —dijo, y le sobrevino una sensación de profunda satisfacción... ¡A partir de hoy el sótano le era indiferente! Pero notó que ella lo miraba expectante.
—¿No tienes nada en contra de que vaya al sótano? —preguntó.
—No —dijo—. ¿Por qué?
Ella se rió.
—Cuando quería ver las revistas del sótano tú no estabas de acuerdo. ¿Es que tu secreto ya no está allí?
—¿Mi secreto? —Contra su voluntad, Anton tuvo que reírse irónicamente. Ahora no le quedaba más remedio que aclarárselo a su madre—. El vampiro se ha marchado —dijo.
—¿El... qué? —exclamó.
—El vampiro que ha estado viviendo en el sótano —contestó Anton.
—¡Tú con tus vampiros! —prorrumpió ella agitando la cabeza—. ¿Es que era tan malo tu secreto que no me puedes decir la verdad?
—¿No encuentras tú suficientemente malo un vampiro que ha recibido una prohibición de cripta? —repuso.
—¡Vampiros, vampiros! —Como siempre que salía a colación este tema, su voz había sonado con un timbre nervioso—. ¿Es que no puedes ocuparte alguna vez con otras cosas?
—Sí —dijo riéndose irónicamente—. . La semana pasada saqué de la biblioteca un libro sobre hombres-lobo.
—¡Bah! —hizo ella enojada saliendo de la habitación. Como era de esperar, no se había creído una sola palabra... ¡tanto mejor!
Oyó cerrarse la puerta de casa. Entonces hubo un silencio durante un rato hasta que giró la llave en la cerradura. Inmediatamente después su madre estaba en la habitación. En la mano sostenía una cesta de patatas..., y el cepillo de dientes del vampiro.
—¿Qué es esto? —preguntó observando con evidente repugnancia el cepillo, que sólo tenía arriba y abajo una fila de cerdas rancias.
—¿E... eso? —tartamudeó Anton—. No lo conozco. —¡Algunas veces era mejor faltar a la verdad!
—¡Brrr! —dijo su madre tirándolo a la papelera—. ¡Seguro que lo ha metido alguien por la puerta! ¡Y allí abajo huele mal! —Sacó una patata de la cesta y la olió—. Espero que no se haya pasado a las patatas.
Con ello, fue a la cocina y Anton saltó rápidamente de la cama y sacó el cepillo de dientes de entre recortes de papel. Entonces lo guardó bajo su almohada y se apoyó cómodamente contra él.
—¿Me avisas cuando la comida esté lista? —gritó.
—¡Pero mañana vuelves a ir al colegio! —dijo por la noche su madre.
—Humm —hizo Anton esperando que su voz se oyera lo bastante quejumbrosa.
Naturalmente, la madre no picó.
—Si aún estuvieras realmente enfermo, estarías durmiendo hace mucho tiempo —opinó.
—¿Ah, sí? —dijo Anton mirando el reloj: ¡casi las ocho!
En realidad, estaba completamente despierto... ¡en definitiva, había dormido hasta mediodía! Pero lo más seguro era irse a su habitación y estar allí leyendo hasta que tuviera sueño.
—¡Buenas noches! —dijo.
—¡Buenas noches! —contestó el padre desde el cuarto de baño donde estaba tendiendo camisas.
—¡Que duermas bien! —dijo la madre.
En su habitación, Anton echó las cortinas, se puso su traje de noche y se echó en la cama. Melancólico, pensó en el libro sobre los hombres-lobo del que le había hablado a su madre. Esa hubiera sido ahora la lectura más apropiada..., pero, por desgracia, estaba en el departamento de libros para adultos, del que Anton no podía aún tomar en préstamo. Y
Carcajadas desde la cripta
se lo había regalado a Anna. ¡Por consiguiente, no le quedaba más remedio que volver a leer uno de sus libros! Acababa de coger de la estantería
Vampiros... las doce historias más terribles
cuando llamaron suavemente a la ventana. Un fuerte miedo le recorrió: ¿Sería... Tía Dorothee? En definitiva, ella sabía dónde vivía...
De puntillas, fue a la ventana y escudriñó por el resquicio de las cortinas.
En el poyete de la ventana estaba sentado el pequeño vampiro sonriendo amistosamente.
—¿Tú? —dijo sorprendido.
¡Hubiera contado con todos los vampiros posibles; con Tía Dorothee, con Lumpi, con Anna..., pero no con Rüdiger! ¡Después de todo, Rüdiger apenas acababa de pasar una prohibición de cripta!
—¡Mis padres están aquí! —advirtió mientras abría la ventana y entraba el vampiro.
—¿Y qué hacen? —preguntó el vampiro mirando desconfiado a la puerta.
—Ven la televisión. Telediario.
—¡Ah, vaya! —La cara del vampiro se relajó—. Entonces sí que están ocupados.
—¿No tienes miedo de que Tía Dorothee te pesque? —preguntó Anton.
—Sí —dijo el vampiro—. Pero yo vengo por Anna.
—¿Por Anna? —Anton notó cómo se ponía colorado.
—Sí. Ha dicho que yo debería sin falta darte las gracias.
—¿Dar las gracias? —La cara de Anton se había vuelto entretanto roja oscuro—. ¿Y por qué?
—Bueno —dijo tímidamente el vampiro—. Por lo hospitalario que has sido acogiéndome en tu sótano...
—¡Ah, por eso! —dijo Anton suspirando aliviado.
Durante un momento había creído que Rüdiger iba a hablarle de su disgusto con Anna..., ¡pero de ello, afortunadamente, parecía no saber nada!
—¡Pues claro! —aclaró con fanfarronería—. ¡Tú en mi lugar hubieras hecho lo mismo!
—¡Desde luego! —asintió vehemente el vampiro—. Tú también puedes venir siempre a mi casa... —Hizo una pausa y miró pensativo a Anton—. Cuando seas un vampiro, quiero decir...
—¿Qué? —exclamó horrorizado Anton—. ¿Vampiro? —Un escalofrío le corrió por la espalda e incluso la sonrisa de Rüdiger le pareció amenazadora. Tragó saliva—. Yo no quiero en absoluto ser un vampiro —dijo.
—¿No? —dijo sorprendido el vampiro—. ¿Tampoco por... Anna?
—No —contestó Anton, enfadándose por que su voz sonara tan trémula—. Además, hemos discutido.
—Lo sé.
—¿Te lo ha contado Anna?
—Sí. Y debo preguntarte algo.
—¿A mí? —¡Enseguida volvió a ponerse colorado!
—Tengo que preguntarte si aún estás enfadado con ella.
Casi se había reído Anton en alto. ¿El iba a estar enfadado con ella?
—¡No! —exclamó sintiéndose de pronto como redimido—. ¡No estaba en absoluto enfadado con ella!
—¿De veras que no? —preguntó el vampiro.
—¡No!
—¡Pues bien!
Con estas palabras, el vampiro se acercó a la ventana y retiró las cortinas. Allí, en el rincón más exterior de la ventana, completamente envuelta en su capa, estaba sentada Anna.
—Todo en orden —declaró Rüdiger—. ¡Puedes entrar, pero sin hacer ruido!
Escurridiza, ella se irguió y saltó dentro de la habitación.
—¡Hola, Anton! —dijo.