—¿Tanto? —exclamó Anton.
—¿Crees tú que cien vampiros pueden celebrar una reunión en medio de la ciudad?
—¿Cien? —preguntó Anton espantado—. ¿Y dónde se reúnen?
—En las ruinas del Valle de la Amargura.
—¿En el Valle de la Amargura? —exclamó Anton—. ¿No dicen que por allí andan hombres-lobo?
El vampiro reprimió la risa.
—¿Tú crees esos cuentos?
—Pues claro —dijo Anton—; también crecen vampiros.
—¿Qué...? —bufó Rüdiger—. ¿Te atreves a poner a vampiros y hombres-lobo al mismo nivel?
—No, no —dijo rápidamente Anton—; sólo que..., la mayoría de la gente no cree ni en vampiros ni en hombres-lobo.
—Es que son idiotas —dijo con desdén el vampiro—. Naturalmente, no ha habido nunca hombres-lobo. Son una invención de los vampiros.
—¿De los vampiros?
—¡Naturalmente! ¡Era el modo más sencillo de quitarse de encima fisgones curiosos!
Anton puso una cara tan sorprendida que el vampiro se tuvo que reír.
—Se le ocurrió la idea a nuestra tata-ra-tatara-tatara-vampiro, Elizabeth la Golosa. Estaba harta de que las personas estuvieran siempre merodeando en las reuniones de los vampiros.
—¿Es que la gente no tenía miedo de los vampiros? —preguntó Anton.
—Sí. Pero se sabía que los vampiros en sus fiestas ni comen ni beben. Eso —añadió el vampiro riéndose sarcásticamente—, eso ya lo han hecho antes.
—¡Qué extraño! —susurró Anton—. En nuestras fiestas la comida y la bebida son siempre lo más importante.
El vampiro denegó con un gesto.
—Vosotros los seres humanos no tenéis ni idea de la vida social.
Anton se rascó la barbilla reflexionando.
—Entonces, los vampiros que se reúnen esta noche en las ruinas ya han comido también...
—Claro —dijo el vampiro.
—Vaya —a Anton se le escapó un suspiro de alivio—. Eso no lo sabía yo.
¡De repente se alegraba incluso de ir a la fiesta!
—¿Y qué pasó con lo de los hombres-lobo? —preguntó.
—Muy sencillo —dijo el vampiro—. Por aquel entonces aún había lobos por todas partes. Elizabeth la Golosa sólo tuvo que extender el rumor de que los lobos que merodeaban por las ruinas eran en realidad seres humanos especialmente malos que se convertían después de ponerse el sol en bestias feroces. ¡Ya nadie se atrevió a pasar por las ruinas y los vampiros pudieron celebrar en paz sus fiestas!
—¿Y sigue habiendo hoy lobos allí? —preguntó Anton temeroso.
—No —se rió el vampiro—. Pero el Valle de la Amargura ha mantenido hasta hoy su mala fama. Además, los vampiros no dejaron de ser culpables de que la cifra de lobos decreciera con el paso de las décadas.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, pues..., en los malos tiempos, tiempos de hambre en cierta medida...
Anton notó cómo se ponía pálido. ¿Es que el vampiro tenía que recordarle constantemente sus atroces costumbres culinarias?
—¡Atención! —exclamó excitado el vampiro—. ¡El Valle de la Amargura!
Con la pálida luz de la luna vieron desde arriba una muralla oscura, sombría y ruinosa, sobre un calvero. Era una extensa construcción de cuyas alas sólo quedaban aún en pie los muros exteriores. El edificio principal, por el contrario, parecía conservarse bastante bien, al menos en lo que Anton podía distinguir.
—Está tan oscuro... —susurró.
—Los vampiros no necesitan luz —respondió Rüdiger—. Pero en el salón de la fiesta hay luces encendidas.
Perseverante, voló hacia la torre del castillo y aterrizó en las almenas.
—¿Aquí? —preguntó Anton sorprendido. Había aterrizado junto al vampiro y miraba temeroso una escalera medio derruida que conducía al interior de la torre.
—Siempre llegamos de arriba —le informó el vampiro—. En cualquier caso..., casi siempre.
Saltó sobre la plataforma y pisó el último escalón.
—¡Espera! —exclamó Anton, bajando tras él con las rodillas temblorosas.
Aún caía luz de luna sobre los quebradizos peldaños y ésta mostraba a Anton dónde podía poner los pies. Pero después de la primera curva se hizo completamente oscuro. Tanteando con las puntas de los pies, buscaba el camino y más de una vez tuvo que aferrarse al frío muro de la torre para no caerse. Pareció pasar una eternidad hasta que, finalmente, apareció sobre un descansillo un débil resplandor.
Allí estaba el vampiro. Anton miró angustiado a su alrededor. Todo causaba una impresión horrenda y lúgubre: la ya medio derruida escalera que conducía aún hacia la profundidad; los muros de la torre, brillantes por la humedad, con sus grietas y boquetes en los que, con seguridad, se alojaban cientos de murciélagos, y el oscuro corredor que conducía al interior de las ruinas.
—¡Venga! —dijo el vampiro tomándolo suavemente del brazo—. ¡Vamos!
—¿Adonde? —preguntó tardo Anton.
—Al salón de la fiesta —dijo el vampiro—. ¿No oyes la música? ¡Sabine la Horrible toca el órgano!
Comenzó a andar por el corredor y arrastró consigo a Anton. Ahora percibía también Anton los lejanos sonidos del órgano, solemnes como en una iglesia.
—¿Y esto lo toca Sabine la Horrible? —se maravilló.
—Pues claro —dijo el vampiro; lleno de entusiasmo añadió—: ¡Nosotros los vampiros amamos la música!
Llegaron a un gran pabellón vacío sobre el que caía la luz de la luna a través de sus cristales rotos. Cascotes y piedras cubrían el suelo.
—En seguida llegamos —dijo susurrando el vampiro.
Su pálido rostro había adquirido una expresión tensa y sus dientes golpeaban uno con otro con un atroz castañeteo. Ante ellos se extendía un pabellón aún mayor. Mortajas negras colgaban de los huecos de las ventanas y en candelabros que había en las paredes se hallaban encendidas velas negras.
—Aquí es —susurró el vampiro; ya de la sombra de la puerta se desprendió una oscura figura dirigiéndose hacia ellos. Era un vampiro flaco con un rostro deformado por las cicatrices. Miró desconfiado con sus relampagueantes ojos y bufó:
—¿Quiénes sois vosotros?
El pequeño vampiro hizo una reverencia.
—Yo soy Rüdiger von Schlotterstein y este de aquí —señaló a Anton— es mi amigo.
—¿Tu amigo? ¿Es también vampiro?
—¡Claro que sí!
—¡Sin embargo, parece tan humano...!
Anton notó cómo le corría un escalofrío por la espalda.
—Es extranjero —aclaró el pequeño vampiro.
—¿Extranjero?
—Sí, de Italia.
—¿Es que hay vampiros allí?
—¡Pues claro! Allí hay una villa como ésta..., Machimo o algo parecido; está llena de vampiros.
—¿Y cómo se llama la estirpe? —investigó el flaco vampiro.
—¿La estirpe? —dijo Rüdiger ganando tiempo—. Se llaman Bohnsackio los Multicéfalos.
—¿Los Multicéfalos? —preguntó el otro.
—Sí. Por lo muchos que son.
—Y tu amigo, ¿cómo se llama?
—Este es Antonio Bohnsackio el Lúgubre.
Anton se rió a hurtadillas. Antonio Bohnsackio..., eso sonaba bien; mucho mejor de todos modos que Anton Bohnsack.
—Bien —dijo el vampiro flaco poniendo un rostro indeciso—. Nunca deja uno de aprender. —Reflexionó y, entonces, se inclinó de repente y olfateó la capa de Anton. Por primera vez se aclaró su rostro—. Humm... —murmuró—, ¡delicioso aroma de ataúd!
Examinó una vez más a Anton de pies a cabeza, pero ahora mucho más amistoso.
—Todo en orden —bramó—. ¡Podéis entrar!
Anton y Rüdiger cambiaron una mirada de alivio. Ya iban a entrar, cuando el vampiro flaco agarró a Anton del hombro.
—¡Un momento!
Anton se volvió temblando.
—¿Sí?
—¿Cómo es el clima en vuestra tierra?
—¿El clima? —preguntó Anton asustado—. Bu..., bueno —tartamudeó entonces.
—Quizá vaya a visitaros —declaró el vampiro dejando caer su mano—. ¡Aquí no me voy a librar nunca de mi reuma!
Diciendo esto, se colocó de nuevo junto a la puerta y miró indiferente por encima de Anton y Rüdiger hacia lo lejos, al interior de la sala.
En el umbral, Anton se quedó parado y tomó aire. El olor a moho era tan fuerte que durante un momento creyó que tendría que salir corriendo de allí. Además, olía a cebollas y huevos podridos. El pequeño vampiro sorbía el aire a grandes bocanadas.
—¡Ah! —suspiró—, ¡qué bien huele!
Anton tosió tímidamente.
—¿No se puede ventilar esto un poco? —murmuró.
—¿Qué...? —bufó Rüdiger—. ¿Ventilar? ¡Tú estás dejado de la mano de los vampiros buenos! —y después de haber mirado temeroso a su alrededor, susurró—: ¡Que no te oiga nadie decir eso! ¡Si no, se descubrirá en seguida que no eres ningún vampiro!... Además, luego se va a conceder el gran premio al aroma —añadió.
—¿Premio al aroma? —preguntó Anton sin comprender.
—Sí. ¡Al vampiro que tenga un olor más fuerte!
En ese momento se reanudó la música de órgano y en seguida se levantaron los vampiros de las mesas y fueron por parejas al centro del pabellón.
—Ven —dijo el pequeño vampiro—. ¡Vamos a bailar nosotros también!
—¿Noso..., nosotros? —tartamudeó Anton.
—¡Vamos, ven!
Tomó el brazo de Anton y se lo llevó. Entre tanto, enseñaba su dentadura de fiera e inclinaba amistosamente la cabeza hacia todos los lados.
—Tú eres la chica —susurró—. ¡Me colocas las manos sobre los hombros, inclinas la cabeza hacia atrás y me miras como enamorado!
—¿Yo? —balbuceó Anton indignado—. ¿La chica yo?
—¡Sí, hombre! Eso es lo que pasa más inadvertido. Los niños vampiros parecen, sin excepción, todos iguales.
Anton tragó saliva, pero, a la vista de los muchos vampiros que los miraban ya curiosos, le pareció que lo mejor era seguir las indicaciones de Rüdiger. Por consiguiente, echó hacia atrás la cabeza y miró soñador hacia el techo mientras Rüdiger le hacía girar en círculo hasta que todo le dio vueltas.
—Me siento mal —se lamentó.
Pero Rüdiger lo único que hizo fue sujetarlo aún más fuerte.
—¡Bailas de ensueño! —dijo con voz apagada.
—¿Sí? —dijo confundido Anton. ¡El bailando!
—De veras —dijo el vampiro riéndose para sus adentros—. ¡Tendrías que ver por el contrarío a Lumpi!
—Ah, ¿sí? —exclamó entonces una voz ronca—. ¿Qué pasa conmigo?
Un gran vampiro se separó de la multitud y fue hacia ellos con pasos lentos y pesados. ¡Era Lumpi!
Anton palideció. Si descubría ahora que era él...
—No pasa nada contigo —dijo rápidamente Rüdiger.
—¡Pero vosotros habéis hablado de mí! —exclamó Lumpi con voz solapada.
—Yo sólo he dicho que allí estaba Lumpi —aclaró Rüdiger, a quien, con la prisa, no parecía ocurrírsele nada más razonable.
—¿Y por qué? —gruñó Lumpi.
—Porque... —dijo Rüdiger mirando a Anton en busca de ayuda—. Mi amigo de Italia quiere un autógrafo tuyo.
—¿Un autógrafo? —Lumpi miró a Anton examinándolo desde las órbitas de sus ojos—. ¿Y por qué un autógrafo mío?
Rüdiger levantó exaltado los brazos.
—¿Y aún lo preguntas? —exclamó—. ¡Tu fama se ha extendido ya hasta Italia!
—¿De verdad? —dijo Lumpi lisonjeado; su rostro se puso de repente rojo oscuro. Rápidamente se dio la vuelta y desapareció entre los que bailaban.
—Ahora ya lo saben —murmuró Rüdiger.
—¿Quiénes? —preguntó Anton.
—Mi familia. Lumpi los informará de que estoy aquí.
—¿Eso es malo?
—Ya veremos. En definitiva, yo tengo prohibición de cripta... Pero prohibición de cripta no es prohibición de baile —dijo entonces altivo, y tomó a Anton del talle empezando a bailar con él de nuevo.
—¿Anton? —Alguien tiró de su capa y él se dio la vuelta asustado.
—¿Anna?
Ella bajó los ojos avergonzada.
—Lumpi me ha contado que estabais aquí. ¿Bailamos?
—Eh..., yo... —murmuró Anton mirando indeciso de Anna a su hermano—. Ya estoy comprometido.
Anna se rió para sus adentros.
—¿Con este de aquí?
Rüdiger se apartó un paso a un lado.
—¡Por favor, te lo dejo!
Anna hizo una reverencia.
—Gracias —dijo—. Además —dijo entonces a Rüdiger—, si yo estuviera en tu lugar, preferiría marcharme.
—¿Y por qué?
—Si te ve Tía Dorothee...
El pequeño vampiro se encogió de hombros con indiferencia.