El planeta misterioso (26 page)

— ¿Clientes? —preguntó en el básico galáctico con acento más marcado que habían oído en Zonama Sekot hasta aquel momento.

—Sí —dijo Anakin, dando un paso adelante y sacando el mentón como si quisiera proteger a Obi-Wan.

— ¿Las gentes del magister os han dejado aquí?

—Sí.

—Montad —ordenó secamente el jinete, sonriendo burlonamente y señalando la primera articulación en forma de peldaño de la pata central del carápodo—. ¡Lleváis retraso! ¡Estamos preparando nuestro último cargamento!

El jinete miró arriba mientras Anakin y Obi-Wan subían a la espalda de la estable montura, y sus ojos se abrieron como platos.

—Somos vuestros forjadores. ¡Cuadrilla, en fila! —gritó, y los carápodos y sus jinetes se alinearon en una apretada hilera.

Docenas de carápodos sin jinete llegaron corriendo velozmente desde el borde del valle para bajar por rampas que flanqueaban la escalera de caracol que llevaba al río. Debían de haber venido del tampasi, y sobre sus anchas espaldas planas transportaban montones de follaje de boras, tallos rotos, ramas, hojas-globo deshinchadas y restos de corteza reseca que crujían mientras eran sostenidos por sus patas laterales levantadas.

Los carápodos cargados de alimento para los fuegos pasaron corriendo junto a ellos entre una cacofonía de llamadas semejantes a redobles de tambor, empujando a sus congéneres que aguardaban inmóviles en la hilera.

Al mismo tiempo, en las alturas, otras criaturas obviamente emparentadas con los carápodos pero con distintos sistemas de miembros capaces de aferrar, bajaron por la parte inferior del dosel arqueado de boras, transportando más restos en cestas que colgaban de sus cuerpos.

—Combustible para forjar —dijo el forjador mientras ocupaba su puesto entre los espolones del carápodo—. ¡Esa es la última carga! ¡Ahora en marcha, y metamos nuestras semillas antes de que empiecen con otras más grandes!

Los carápodos volvieron grupas y siguieron al rebaño moviéndose con un galopar notablemente fluido y cómodo, sus patas retumbando con un ritmo hipnótico sobre el suelo de la calzada de piedra.

Anakin volvió a mirar a Obi-Wan. Su maestro, el rostro firme y decidido, parecía haber recuperado el control de sí mismo. El muchacho escuchó las voces de sus semillas. Con entusiasmo y alegría, le estaban prometiendo una amistad sin igual y una incomparable belleza vital.

Pero mientras las escuchaba, Anakin comprendió otra cosa: «¡No saben qué es lo que van a hacer!».

36

L
os carápodos trotaron hasta el lugar en el que terminaban las columnas de piedra, donde fueron detenidos por los moldeadores. Allí, más allá de la calzada de basalto, el valle-factoría se ensanchaba hasta convertirse en una llanura cubierta de zarcillos apretadamente entrelazados que parecían haber sido dispuestos sobre el suelo como fichas en algún juego de tablero. Los carápodos cargados de combustible se adelantaron, pasando por entre inmensos pilares de roca esculpida por el agua, cada uno de ellos de varios centenares de metros de altura, que servían como soportes a la bóveda verde de los boras.

Era el espacio cerrado más grande jamás visto por Anakin. Las nubes se acumulaban alrededor de los extremos de los pilares, y en la lejanía, a kilómetros de allí, una gruesa capa de niebla suspendida debajo del dosel entrelazado empezaba a condensarse para caer bajo la forma de lluvia.

—Aquí tenemos los pozos de forjado —les explicó el forjador de rostro enrojecido. Bajó del carápodo y señaló el punto en el que grandes humaredas surgían de pozos iluminados por fulgores rojizos cerca de los muros del valle. Después alzó la mirada para contar compañeros-semilla, moviendo los labios mientras señalaba con el dedo—. Tienes un montón de ellos, muchacho. ¿Qué te dicen? ¿Los oyes?

Anakin asintió.

— ¿Y bien? Cuéntaselo a tu forjador.

—Dicen que tienen muchas ganas de empezar.

—Eso es lo que me gusta oír. Dámelos y sígueme.

Anakin cogió sus doce semillas y las separó delicadamente de sus ropas. Cada una emitió un tenue graznido, pero no intentó agarrarse a ellas. Anakin se las pasó al forjador, quien las lanzó a la espalda del carápodo.

—Ellos cabalgan y tú caminas —anunció el forjador, y después recogió los tres compañeros-semilla de Obi-Wan—. El que más y el que menos —añadió con un bufido—, ¡Que sean como una sola para los clientes que nos las confían, eso es lo que hay que hacer! Es una suerte que me tengáis a mí en vez de a ellos. —Extendió el pulgar por encima del hombro para señalar a los otros forjadores, que se echaron a reír. Su forjador bufó y les devolvió las risas—. Son unos aficionados comparados conmigo. ¡Yo puedo forjar a quince como si tal cosa y persuadirlas de que se unan!

— ¡No os creáis nada de lo que diga el fanfarrón! —gritó otro forjador.

— ¡Suerte tendréis si acabáis con una carretilla!

—Ah, os están obsequiando con la experiencia completa —gruñó su forjador—. Da igual, da igual. Todos somos brotes. —Los contempló con los ojos entrecerrados y se frotó los brazos, desprendiendo los trocitos de caparazón blanco dejados por muchos compañeros-semilla. Los fragmentos flotaron a su alrededor como copos de nieve y acabaron cayendo al suelo—. El viejo magister nos divide en las gentes de arriba del valle y las gentes de abajo del valle. Nosotros estamos abajo, y conocemos este fin de trayecto mejor que nadie. Nos seleccionó uno a uno y nos dijo que formáramos familias, los ferroanos tierra arriba y los langhesis tierra abajo. Sabemos cuál es nuestro sitio. El magister hizo bien.

Anakin sabía algunas cosas sobre un pequeño y antiguo planeta llamado Langhesa, uno de los muchos que había estudiado en la sala de mapas del Templo en Coruscant. Cien años antes había sido invadido por los tsinimals, que esclavizaron a los nativos y los obligaron a emigrar en masa a otras partes de la galaxia. Los langhesis se habían especializado en la agricultura y las artes vitales, aprendiendo cómo moldear los elementos de la vida para darles nuevas formas nunca vistas, y llevaban mucho tiempo suministrando mascotas exóticas a las familias ricas de toda la galaxia.

Los tsinimals, delicados e intolerantes, estaban firmemente convencidos de que las artes vitales de los langhesis eran un pecado contra sus dioses. La piratería y las conquistas galácticas, no obstante, dejaban totalmente indiferentes a los dioses de los tsinimals.

—Pero los detalles carecen de importancia. ¡Tendréis vuestra nave, y después los de las tierras de arriba traerán un olvido! Aun así, disfrutaréis de la experiencia completa. Os acordaréis de los pozos de forjado. Y por cierto... —Sonrió burlonamente, convirtiendo su rostro en una grotesca máscara rojiza—. Me llamo Vagno. ¡Os acordaréis de mí!

37

P
arece que hay ciertas dificultades en Zonama Sekot —dijo el capitán Kett, subiendo al puente de navegación con un mensaje descifrado de Ke Daiv que entregó a su comandante.

Sienar leyó el mensaje con el rostro vacío de toda expresión, y después un súbito fruncimiento de ceño oscureció su frente y miró a Kett como si él pudiera tener la culpa de todo.

Kett entrecerró los ojos en una reacción defensiva.

—Ha sido rechazado —dijo Sienar—. Los compañeros-semilla decidieron que no les gustaba y le destrozaron toda la ropa a mordiscos.

Kett no tuvo que fingir ignorancia.

—No podemos confiar en Ke Daiv —concluyó Sienar.

—También tengo un mensaje de Tarkin —dijo Kett con un temblor de los labios, y le entregó el segundo pequeño cilindro.

El comandante leyó el breve mensaje en el visor protegido.

—Empieza a ponerse nervioso. Quiere saber cómo está yendo todo —dijo después frunciendo los labios.

— ¿Pasamos a una órbita diplomática, o a una de negociación? —preguntó Kett—. Todos los sistemas y androides están preparados. Pasar a la acción inmediatamente podría ser el mejor cimiento para una réplica.

—Lo sería, si yo fuese Tarkin —dijo Sienar, contemplando al capitán con astuta malicia—. Pero no he venido aquí para jugar a la política. No hay tiempo. Ke Daiv sigue teniendo sus instrucciones, y le concederé otro día.

Sienar se preguntó si no estaría cometiendo una estupidez al apostarlo todo a la carta del tallador de sangre. ¡Pero no tenía elección! Algo le decía que una acción masiva por su parte sería un grave error.

—Señor, si no actuamos pronto corremos el riesgo de ser descubiertos incluso por los sensores más primitivos. El elemento de sorpresa...


¿Hemos detectado algún sistema de armamento en Zonama Sekot con nuestros sensores pasivos?

—No, señor, pero nunca había tenido que limitarme a depender de los sensores pasivos. Su capacidad de detección es limitada y...

—El planeta lleva décadas confiando en el sigilo. Podrían haber llegado a sentirse tan seguros que no han creído necesario adoptar otras medidas —repuso Sienar, al tiempo que se decía que no debía contar con ello.

—Señor, he estado pensando en esos signos de daños causados por una batalla que muestra la superficie del planeta...

—Yo también he estado pensando en ellos, capitán Kett ¿Y a qué conclusiones ha llegado?

—A la de que no pueden haber sido producidos por ninguna de las armas que conozco, señor. La firma de los cañones turboláser y las armas de protones deja un tipo de residuos muy distintos en los objetivos rocosos. Esas hendiduras podrían haber sido causadas por disgregadores de neutrones, lo cual en teoría sí que dejaría ciertos residuos que podrían ser detectados, pero hasta el momento en toda la galaxia conocida nadie ha conseguido llegar a controlar semejantes armas.

Sienar le escuchó como si estuviera asistiendo a una conferencia dada por un colegial, pero después desvió la mirada y mantuvo un silencio lleno de frustración mientras su fruncimiento de ceno se volvía un poco más marcado. Sus dedos subieron y bajaron sobre la barandilla, con las largas uñas produciendo un chasquido claramente rítmico.

— ¿Piensa que ocultan semejantes armas y que hace poco libraron una guerra? —preguntó, sin molestarse demasiado en ocultar su satisfacción.

—No, señor. La pauta recuerda más bien a la de un ataque preventivo, o una exhibición de fuerza realmente espectacular, después del cual no se hizo nada más. Si las fuerzas políticas del planeta han tenido que enfrentarse recientemente a semejante desafío, entonces ese estado de paz aparente y la ausencia total de armas visibles me parecen sencillamente inconcebibles. Hemos estado escuchando las comunicaciones del planeta desde nuestra llegada, y el silencio es total. Todos los sistemas de comunicación están canalizados de una manera muy eficiente y se encuentran protegidos. La única conclusión a la que me siento autorizado a llegar es que hay demasiadas cosas que no sabemos.

Sienar no era ningún estúpido. Oír sus propias conclusiones en labios de otro no lo tranquilizó demasiado, pero si iba a sobrevivir a aquella misión con su estatus y su reputación intactos, el que lo tranquilizaran era la última de sus preocupaciones.

Tecleó una rápida contestación en un cuaderno de datos protegido y se lo alargó a Kett.

Kett se quedó inmóvil como si albergara la esperanza de que se le fuera a comunicar el contenido del mensaje. Sienar le dio la espalda, y Kett abandonó el puente de navegación.

En el cuaderno de datos había escrito: «Tu agente ha intentado asesinarme y fracasó. Le he asignado una misión-de-honor suicida. He descubierto algo inesperado y realmente maravilloso. Seguiré adelante con mis propios planes. No necesito ayuda».

Sienar sonrió. Indudablemente eso haría que Tarkin viniera corriendo con la fuerza más grande que pudiera reunir, pero pasarían días antes de que llegara, y para aquel entonces Sienar ya habría ejecutado todos sus planes y reunido a todas las fuerzas que estaban a su disposición.

Y siempre quedaba el plan de reserva representado por el tallador de sangre.

Si daba resultado, dispondrían de una nave sekotana intacta, de un piloto vivo —y muy asustado—, y quizá de incluso dos Jedi, aunque Sienar esperaba poder evitar tener que vérselas con ellos.

Porque sabía de lo que eran capaces los Jedi.

38

A
nakin contempló con receloso temor cómo Vagno arrojaba sus compañeros-semilla al mismo profundo pozo. La noche había caído sobre el dosel arqueado, y la única luz procedía de las linternas empuñadas por los ayudantes de los moldeadores o colgadas de palos clavados en el suelo, y de las lejanas hogueras dispersas por los alrededores del valle.

—Algunos de los pozos son enormes —le dijo Anakin a Obi-Wan—. Me pregunto qué harán allí.

—No creo que hagan nada mientras haya clientes cerca —dijo Obi-Wan.

Su forjador había dicho «antes de que empiecen con los más grandes». ¿Grandes qué?

Los ayudantes de Vagno esperaban junto a su pozo, que tendría unos veinte metros de diámetro. Cada integrante de la cuadrilla iba provisto de una pértiga metálica rematada por una larga especie de guadaña tan afilada como una navaja.

Los carápodos descargaron sus cargamentos de combustible —los restos del tampasi superior— encima de los compañeros-semilla, y Vagno ordenó a su cuadrilla que igualara los montones e hiciera agujeros con sus largas hojas. Después inspeccionó el pozo, miró a Anakin y Obi-Wan desde el centro, los obsequió con una sonrisa llena de dientes al tiempo que levantaba un pulgar y trepó ágilmente por el montón de restos.

—Necesitamos gránulos aquí, y aquí —les dijo a sus hombres, y cestas llenas de pequeñas esferas rojas, cada una de las cuales era tan redonda y lisa como una vaina de protanuez, fueron vaciadas dentro de los agujeros—. Vuestras semillas están muy calladas —dijo Vagno con voz pensativa en cuanto hubieron terminado—. Es el momento del destino.

— ¿Cuántas sobreviven? —preguntó Anakin con la garganta reseca.

Aún podía sentir los distintos sabores de las voces de las semillas en su mente, aquellos últimos vestigios de su necesidad y su afecto.

—La mayoría. No te preocupes. Nos aseguramos de que el calor se mantenga repartido. Es mejor aquí que en el tampasi. Y recuerda: es la manera de Sekot.

Anakin había esperado que Vagno le dijera que todas sobrevivían. El muchacho se acuclilló junto a Obi-Wan y empezó a jugar con un palo. Vagno fue hacia él, lo miró y señaló el palo, pidiéndole que lo tirara al pozo.

Other books

Nightfall Gardens by Allen Houston
Who You Least Expect by Lydia Rowan
Who Let the Dogs In? by Molly Ivins
Panties for Sale by York, Mattie
Where the Sun Sets by Ann Marie