El planeta misterioso (30 page)

— ¡Piensa en todos los lugares a los que podemos ir con ella! —dijo Anakin.

—Si el Templo nos deja ir a algún sitio —dijo Obi-Wan.

—Nos dejarán. Querrán que la saquemos al espacio para ver que es capaz de hacer. Sé que lo querrán.

Obi-Wan no estaba tan seguro, pero no era el momento más adecuado para hablar de ello. Había terminado su inspección —la parte del asombro y la admiración, al menos—, y se plantó delante de la nave sekotana con los brazos cruzados. Centrando todos sus sentidos, Obi-Wan permitió que la Fuerza recuperase su ascendencia.

—Anakin —murmuró.

Su padawan se volvió hacia él, el rostro súbitamente serio.

—Lo sé —dijo—. Lo percibo.

—El punto central de la ola —dijo Obi-Wan—. Tu prueba, creo.

El padawan palideció.

— ¿No podría esperar... hasta que hayamos volado en la nave?

Obi-Wan no respondió. Anakin se miró las manos, las cerró y volvió a abrirlas.

—Está bien —dijo—. Es como tiene que ser, y lo acepto.

— ¿De veras, padawan? —preguntó Obi-Wan con dulzura.

—Es aquello para lo que nos hemos preparado.

— ¿Sientes eso como una verdad o... lo dices sólo para que no me enfade?

—Yo nunca miento —dijo Anakin, mirándolo a los ojos mientras el color volvía a su rostro.

—Nunca has mentido a otros. Pero no hay mentira peor que mentirse a uno mismo.

—Pero la nave... ¡Somos responsables de ella! Está viva, Obi-Wan. ¡Sin nosotros morirá!

Un segundo transporte pasó por encima de ellos y se posó en una columna cercana. Mientras Fitch iba y venía alrededor de la nueva nave y conferenciaba con sus técnicos, Obi-Wan vio a Sheekla y a Shappa Farrs, Gann y Jabitha encaminándose hacia la plataforma por un puente.

Jabitha se detuvo delante de Anakin, sonrió y le palmeó el hombro con orgullo.

— ¡Es preciosa!

Anakin ladeó la cabeza, asintió y después lanzó una mirada llena de preocupación a Gann.

—Hemos tenido dificultades —dijo Gann con voz cansada y expresión sombría—. Un cliente ha causado senos daños en Distancia Media. Hirió a algunos de los nuestros y escapó. Pero eso no es lo peor: hay un escuadrón de invasión dentro de nuestro sistema. Cuatro pequeñas naves vienen hacia Zonama Sekot. Tememos que sean cazas. Alguien os ha seguido hasta aquí. O... los habéis traído deliberadamente.

Sheekla y Shappa se habían detenido a unos pasos de distancia, pero de pronto Sheekla vino hacia ellos.

—Hemos enviado un mensaje al magister—dijo—. La nave no podrá ser entregada hasta que oigamos su respuesta.

—No hemos tenido nada que ver con traer naves aquí —dijo Obi-Wan—. Pero si hay una fuerza hostil cerca... ¿Cómo os defenderéis? Tal vez podríamos ayudaros.

—No confiamos en nadie, ni siquiera en los Jedi —dijo Sheekla Farrs, el rostro pétreo e impasible—. La experiencia nos ha enseñado a ello.

— ¡Hemos de estar con la nave! —gritó Anakin.

—Estaréis cerca de la nave —dijo Gann—. De hecho, no os moveréis de aquí. Pero la nave no saldrá de Zonama. Todavía no tenemos muy claro en qué consiste la amenaza. Puede que sea pequeña: algunos comerciantes, una banda de piratas.

—Sospecho que no son piratas —dijo Obi-Wan, y Anakin asintió.

—Y entonces ¿por qué tan pocos? —preguntó Gann, volviéndose hacia Obi-Wan—. No tiene sentido. Una fuerza invasora de la Federación de Comercio nos rodearía con una flota. Puede que se trate de un error, o quizá han tenido alguna avería.

Obi-Wan meneó la cabeza.

—Sólo podremos ayudaros si nos decís ciertas cosas.

Jabitha retrocedió con los ojos muy abiertos, asustada por el cariz que estaba tomando aquella conversación. Shappa pasó por entre Gann y Sheekla Farrs.

—Creo que podemos confiar en estos Jedi —dijo—. Quizá haya llegado el momento de contar la historia de Vergere...

Obi-Wan pensó en el breve mensaje transportado por las semillas, aquella comunicación de que Vergere había tenido que irse de Zonama Sekot para seguir la pista de un misterio aún mayor.

— ¡No! —gritó Gann—. ¡Debemos dejar que sea el magíster quien decida!

— ¡Hace meses que nadie ha visto al magíster! —replicó Shappa—. Imparte sus órdenes desde la montaña, y en muchas ocasiones deja que seamos nosotros quienes decidamos lo que hay que hacer. Ni siquiera su hija lo ha visto.

— ¡El magíster está al mando! ¡Siempre lo ha estado, y siempre lo estará!

Los dos ferroanos parecían estar a punto de enzarzarse a puñetazos. Fitch se sintió avergonzado por su pérdida de dignidad.

— ¿Qué ha sido de Vergere? —preguntó Obi-Wan, extendiendo un brazo entre los dos hombres.

—Nadie lo sabe —dijo Sheekla Farrs, y su voz resonó nítidamente por encima de los gruñidos que empezaban a extenderse entre los técnicos inmóviles en la plataforma—. Temíamos que pensarais que la habíamos asesinado.

— ¡Desde que llegaron los Extranjeros Lejanos hemos vivido bajo la sombra del miedo! —dijo Shappa—. Ellos fueron los primeros que desafiaron nuestro modo de vida.

— ¿Quiénes son los Extranjeros Lejanos? —preguntó Obi-Wan.

— ¿No lo sabes? —Sheekla pareció asombrarse de que un Jedi pudiera estar tan pésimamente informado—. La Jedi... —empezó a decir, y después se calló y se tapó la boca con la mano.

Gann estaba fuera de sí.

— ¡El magíster debe decidir! —insistió.

—Entonces llévanos ante él —dijo Obi-Wan, irritado por toda aquella confusión y presintiendo que no podían perder más tiempo—. Que él nos lo diga personalmente.

Un momento de silencio entre los ferroanos.

— ¿Confiamos en los Jedi? —les preguntó Shappa—. Si la Federación de Comercio está aquí...

—Entonces están operando ilegalmente, y a todos los efectos prácticos es como si fueran piratas —dijo Obi-Wan—. La Federación de Comercio está entregando todas sus armas y naves al Senado. La ley central vuelve a imperar en la República.

—Eso es lo que nos han dicho nuestros factores comerciales —murmuró Sheekla Farrs—. Pero como Zonama queda tan lejos de todo eso, no le dimos más importancia.

—El magíster debe ser consultado —insistió Gann, pero su voz se estaba debilitando. Se retorció las manos, al borde de la desesperación—. Esa ha sido siempre nuestra ley.

Anakin, que no se había apartado de la nave sekotana, acariciaba su superficie con la mano. Tenía los ojos entrecerrados y parecía absorto en un sueño, quizá un sueño de vuelo. Obi-Wan lo llamó por su nombre, pero el muchacho no reaccionó.

— ¡Anakin! —volvió a llamarlo Obi-Wan, alzando la voz y utilizando un tono más imperioso.

El muchacho salió de su ensoñación dando un respingo.

—Corremos peligro —dijo, y su voz apenas era un susurro—. Deberíamos irnos de aquí.

Obi-Wan no necesitaba más advertencia, pero se detuvo cuando más ferroanos vinieron corriendo por el puente llamando a Gann.

— ¡Hay otra! —gritaron al unísono.

— ¿Otra qué? —preguntó Gann.

— ¡Una segunda flota dentro del sistema, todavía más grande que la primera!

— ¡Ahora, Obi-Wan! —gritó Anakin.

Obi-Wan miró hacia arriba y vio dos destellos de luz que descendían rápidamente por el cielo. Estaban abandonando la órbita, y aún dejaban tras de sí gruesas estelas de plasma recalentado. Con su aguda visión pudo ver sus contornos relucientes. Obi-Wan los reconoció de inmediato.

Ya se había enfrentado a ellos antes, en Naboo, con Qui-Gon: eran los androides más capaces y mortíferos de la Federación de Comercio.

— ¡Cazas estelares! —gritó, y lanzó a Anakin al suelo junto a él con el tiempo justo de esquivar cuatro haces de fuego láser.

Obi-Wan descolgó su espada de luz —la espada de luz de Qui-Gon— del cinturón, y la reluciente hoja verdosa se extendió cuan larga era con un estridente zumbido. El humo de la roca fundida se alzaba junto a ellos, impidiéndoles ver. Obi-Wan entró en un estado de máxima alerta sensorial. Sus oídos siguieron el zumbido de los motores y los estampidos sónicos de los cazas estelares que maniobraban sobre ellos. Estaban virando para otro ataque. Obi-Wan se volvió en esa dirección para desviar los disparos con su hoja.

—No te levantes —le dijo a Anakin al ver que el muchacho se había puesto de rodillas.

—La nave...

—Olvídate de la nave —dijo Obi-Wan—. Tenemos que encontrar algún sitio donde refugiarnos.

— ¡Podemos escapar en la nave! —insistió Anakin—. ¡Está lista para despegar!

Obi-Wan lo agarró por el hombro y lo empujó sobre la lisa superficie rocosa. Distraído por aquella maniobra, no pudo levantar la espada de luz a tiempo para que le proporcionara aunque sólo fuese un desvío parcial de la siguiente andanada láser. El impacto hizo que saliera despedido por los aires y lo lanzó varios metros hacia atrás. Gránulos de roca fundida se esparcieron en todas direcciones, quemándole la ropa y hundiéndose en su piel. Obi-Wan alzó un brazo instintivamente para escudarse el rostro y levantó el otro para proteger a Anakin.

Pero el muchacho estaba demasiado lejos. Obi-Wan descubrió que no podía levantarse. Algo había chocado con su plexo solar, una afilada astilla de roca. Obi-Wan vio sangre y un agujero en su túnica.

Entonces oyó pasos. La gente gritaba, lanzando alaridos de dolor.

Anakin emitió un sonido ahogado a través del humo, una especie de tos seguida por un seco gruñido, como si acabara de recibir un golpe. Obi-Wan intentó rodar sobre sí mismo y extender la mano hacia su padawan, pero no consiguió recuperar el control de su cuerpo ni siquiera con el esfuerzo de concentración más extraordinario de que era capaz.

Una figura surgió de la penumbra para alzarse sobre Obi-Wan: alta, vestida de azul oscuro, con muchas articulaciones e iridiscente piel dorada. Una bota descendió sobre su brazo y lo dejó atrapado contra el suelo.

—Podría matarte ahora, Jedi. Tu muerte me devolvería el honor.

Unos ojillos negros se clavaron en Obi-Wan. El Maestro Jedi tensó los dedos sobre la empuñadura de su espada de luz y extendió la hoja. El pie volvió a caer sobre su brazo con tal fuerza que casi le rompió el hueso y apartó la espada de luz de una violenta patada. La hoja siseó sobre la roca.

Más andanadas láser surcaron el aire por detrás del tallador de sangre, haciendo pedazos el puente colgante y prendiendo fuego a los edificios de un pilar adyacente. El resplandor de la destrucción hizo que su piel reluciente bailara como una llama, conviniéndola en una parte más de la destrucción.

— ¡Sí, Jedi, vivo! —rugió el tallador de sangre—. Todavía estoy vivo.

43

A
nakin había hecho cuanto estaba en sus manos para huir de la pesadilla que acababa de surgir de la humareda, pero los haces láser lo habían dejado tan aturdido como a Obi-Wan. Lo único que pudo hacer fue retroceder lentamente arrastrándose sobre los codos y alzar la mirada hacia la sombra, mientras trataba de conseguir que su cuerpo se moviera más deprisa o que el tiempo transcurriera más despacio. El tiempo ya no iba tan deprisa, desde luego, pero Anakin no consiguió moverse con más rapidez.

La sombra desapareció entre otra nube de humo, salió de ella y cobró nitidez.

— ¡Pequeño esclavo!

Era el mismo tallador de sangre con el que se había encontrado en el pozo de basura. Empuñaba una larga lanza de moldear terminada en una temible hoja y se movía con la celeridad del rayo. Bajó la lanza con tal rapidez que Anakin apenas si tuvo tiempo de iniciar su giro hacia un lado. El plano de la hoja cayó sobre la nuca y el cuello del muchacho, y su cabeza estalló en una centelleante explosión de dolor.

El golpe lo dejó aturdido, pero no perdió el conocimiento. Se sintió levantado por un tobillo, sujeto igual que una exquisitez anfibia de Tatooine, y fue zarandeado a través del humo mientras sangraba por la nariz. Cuando su atacante lo hizo girar por los aires, pudo ver que la nave sekotana seguía intacta sobre su cuna de zarcillos.

El tallador de sangre cogió por la cabeza a un ingeniero que se había asomado por la abertura dilatada del casco y lo arrojó a un lado, y después levantó a Anakin por encima del lóbulo lateral de la nave y lo dejó caer dentro de ella. Luego entró en la nave.

Anakin descubrió que podía moverse un poco, pero fingió estar inerte. «¿Dónde está Obi-Wan? ¿Vive aún? ¿Cómo ha podido ocurrir todo tan deprisa?»

Pero ya lo sabía. Aquello era la prueba, el examen que ningún Templo Jedi podía proporcionar y que ningún Maestro Jedi podía supervisar.

«La Fuerza nunca es una niñera...»

Anakin sólo podía contar con sus propios recursos. Lo primero que hizo, mientras el tallador de sangre examinaba el interior de la nave en busca de otros ingenieros, fue acallar todo su resentimiento, todos sus sentimientos de fracaso e inferioridad y, por encima de todo, los furiosos reproches que se estaba haciendo por haber distraído a Obi-Wan con su estúpida preocupación por la nave.

«Esa preocupación no tenía nada de estúpida. La nave forma parte de tu poder, porque es esencial en el aquí y el ahora. Es el inicio de tu prueba..., y ésta terminará con el juicio al que debe enfrentarse Zonama Sekot. Ahora tu maestro no puede ayudarte.»

Por un momento Anakin pensó que podía tratarse de la voz suspendida de Obi-Wan, o incluso de Qui-Gon, pero no lo era. Si la voz poseía alguna cualidad, ésta pertenecía al mismo Anakin por mucho que fuese más vieja, más madura. «El Jedi en el que me convertiré, todo aquello que me he adiestrado para llegar a ser...»

El tallador de sangre gruñó y Anakin oyó un tenue chillido. Jabitha fue sacada a rastras de la parte de atrás de la cabina, donde se había escondido detrás de dos gruesos soportes entrecruzados.

La joven miró a Anakin con los ojos desorbitados por el miedo de un animalillo atrapado. El tallador de sangre la cogió del brazo y la lanzó a un pequeño compartimiento que había detrás de las literas de aceleración posteriores.

— ¡No te muevas! Es peligroso —le advirtió Anakin.

Jabitha abrió la boca como si se dispusiera a hablar, pero el tallador de sangre le cruzó la cara con un salvaje bofetón y después giró grácilmente sobre sí mismo, agarró a Anakin por los hombros y lo sentó en el sillón del piloto. El sillón se ajustó automáticamente al cuerpo del muchacho, y Anakin sintió el tembloroso reconocimiento de su presencia con que lo saludaba la nave.

Los compañeros-semilla se habían unido. Ahora hablaban como un solo ser, informándole del estado de la nave, de que estaban listos... y de su preocupación. La nave sabía que algo iba mal, pero Anakin todavía estaba demasiado aturdido y sus movimientos aún carecían de la coordinación necesaria para que pudiera tratar de emprender alguna acción.

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