Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
Pero no podía dejar de mirar la imagen de la criatura emplumada.
Intentaba decirle algo, repitiendo alguna cosa una y otra vez, como una grabación sin sonido.
Anakin alzó las manos y el panel se separó de ellas con un suave sonido de succión. La imagen se desvaneció. El muchacho agitó los dedos como si tratara de aliviar la tensión que se había acumulado en ellos.
—Tengo que acostumbrarme a estos controles.
Miró al tallador de sangre mientras sus dedos formaban la elegante forma de la compulsión.
Ke Daiv no pareció darse cuenta de nada.
—Deberías dejar que te llevara de vuelta a Coruscant —dijo Anakin—. Podría enseñarte el Templo donde vivo.
Ke Daiv lo miró, con los ojos diminutos y un tanto apenados, su rostro extrañamente hermoso casi indescifrable.
—No estamos destinados a compartir clan.
—No, solamente sería una visita.
Anakin desplazó su mano a otra posición, una variedad de persuasión no tan intensa, y su mente buscó conexiones en la Fuerza.
«El Jedi debe entender lo que intenta controlar y entrar en un estado de empatía con ello. Tú y él no sois tan distintos.»
—No somos tan distintos.
—Somos distintos, Jedi. Tú tienes honor. Yo sólo tengo la obligación de redimirme de la ignominia.
—Háblame de ello —dijo Anakin—. Yo he sido esclavo.
—Los Jedi te consideran valioso. Y aquellos que mandan me dicen que los Jedi representan un peligro.
—Defendemos, pero nunca causamos problemas.
—Eso son tonterías de jóvenes —dijo Ke Daiv.
—También somos jóvenes.
Ke Daiv volvió la mirada hacia sus controles. Uno entre varios indicadores se desplazó para quedar situado delante de él. El tallador de sangre se envaró en su asiento, que no le permitía adoptar una postura cómoda.
—Una nave nos persigue. Es la nave que os trajo aquí. Y... hay otra. Ve más deprisa.
Anakin lo observó con los ojos entornados.
Ke Daiv dirigió su flexible brazo hacia atrás, y la hoja de la lanza estuvo a punto de hundirse en el rostro de Jabitha. La joven gritó.
—Más rápido, a la montaña del magister —insistió el tallador de sangre, su voz aterradoramente tranquila c impasible.
— ¡No podemos ir más deprisa! —gritó Anakin.
No disponía del adiestramiento o de la concentración necesarios para obligar al tallador de sangre a que hiciera nada. Puso las manos sobre los controles.
La pequeña criatura volvió al instante, llenando sus ojos y su mente. Cualquier resistencia sería inútil. La imagen era de una nitidez cristalina. Su expresión, lo que Anakin podía ver en aquella extraña disposición de plumas y bigotes, era adusta y solemne, y sus grandes ojos rasgados iban de izquierda a derecha, previendo el peligro.
Anakin la reconoció. Era Vergere.
«Jedi, quienquiera que puedas ser —dijo Vergere—. He dejado este mensaje en mis compañeros-semilla, con la esperanza de que ellos te encontrarán o de que tú los encontrarás a ellos. Queda poco tiempo. Me voy con los visitantes que han provocado una guerra y destruido la mitad de Zonama Sekot. Es la única manera de estudiarlos, y la única manera de evitar una guerra aún más grande y salvar este mundo.»
Anakin intentó mantener la calma. Las semillas integradas contenían la totalidad del mensaje del que Obi-Wan sólo había percibido un fragmento. El que la nave estuviera transmitiendo el mensaje precisamente entonces, en plena prueba de Anakin y en su momento de mayor vulnerabilidad, parecía terriblemente injusto.
Pero la justicia nunca había tenido un papel muy importante en la vida de Anakin Skywalker.
«Los zonamanos llaman a estos visitantes los Extranjeros Lejanos. Son distintos de todos los seres vivos a los que hemos estudiado hasta ahora. Los Extranjeros Lejanos no saben nada de la Fuerza. Y la Fuerza no sabe nada de ellos. Y con todo no son máquinas, pues no cabe duda de que están vivos y pueden llegar a representar una gran amenaza para todos nosotros. Están fascinados por mí y por mis habilidades, y me han aceptado a cambio de cesar en su ataque y dejar este sistema.
»Parto con ellos para descubrir sus secretos y juro, como miembro de la orden de los Caballeros Jedi, que sobreviviré y comunicaré mis descubrimientos. Pero también lo hago para alejarlos de un planeta al que he llegado a amar. No olvides esto, Jedi...
El rostro de Vergere parecía resplandecer de entusiasmo.
«Aquí hay un gran secreto, y puede que con el tiempo lo descubras. El corazón de un gran ser vivo ha empezado a latir, y una gran mente ha cobrado conciencia de sí misma. He asistido al nacimiento de una criatura asombrosa...»
Vergere se volvió, y el mensaje finalizó bruscamente.
No había nada más.
— ¿Qué estás mirando? —preguntó Ke Daiv, golpeando con la lanza el mamparo por encima del asiento de Jabitha.
La punta de la lanza dejó una señal que se cerró rápidamente, curándose en cuestión de segundos.
Anakin se sobresaltó.
—Déjame pilotar—dijo frunciendo el ceño.
De pronto la nave sekotana, su entusiasmo infantil por las máquinas y su disgusto ante el rumbo que había tomado su vida, todo lo que anteriormente había definido a Anakin Skywalker, le parecieron vagos y carentes de importancia.
Vergere quizá hubiera sacrificado su vida para transmitir aquella información a otro Jedi.
Anakin por fin podía ver con más claridad la forma de su prueba. Sabía por qué era importante, y por qué debía derrotar a Ke Daiv y a cualquier otro enemigo que pudiera tratar de aniquilarlo.
La supervivencia de los mismos Jedi podía estar en juego.
S
happa subió hasta la mesosfera, en el límite del espacio, y una vez allí aceleró su nave hasta que la fricción hizo brillar la piel de ésta. Estaban alcanzando a la nave de Anakin, que se encontraba a unos cuarenta kilómetros delante de ellos y unos treinta más abajo. Allí el aire era de un color púrpura oscuro, y la curva de Zonama Sekot se había vuelto claramente visible. Los ventanales delanteros se habían estrechado para contener la transmisión de calor de la piel de la nave, pero Obi-Wan aún podía distinguir la interminable capa de nubes que se extendía por debajo de ellos y la cima de la montaña del magíster en el horizonte.
Charza Kwinn se encontraba aproximadamente a mil kilómetros por detrás de ellos, y los problemas perseguían rápidamente al
Flor
del Mar Estelar.
—Mi gente no tardará en abrir fuego —dijo Shappa—. Me pregunto si saben en qué se meterán al atacarnos.
—Está claro que no lo saben —dijo Obi-Wan.
No se le ocurría ninguna razón para atacar Zonama Sekot. Algo había ido mal durante la transición, la asimilación de las naves de la Federación de Comercio a las fuerzas de la República. Quizá algunos elementos marginales de la Federación de Comercio habían decidido independizarse y habían empezado a actuar por su cuenta. Eso explicaría la presencia de cazas estelares androides, pero no así sus acciones.
—Esas lecturas de ahí son naves de la República —dijo Shappa, mirando a Obi-Wan—. Sembradores de minas, creo.
Obi-Wan estudió las imágenes de los sensores de Shappa. Eran sembradores de minas celestes, desde luego, y encima de ellos, a diez mil kilómetros de distancia, había vanos de aquellos cruceros ligeros corellianos que sólo era posible encontrar entre las fuerzas de la República.
—Perdóname, pero si representas a la República... —dijo Shappa.
—No sé nada de esto —dijo Obi-Wan con expresión sombría.
—Da igual —dijo Shappa—. Siempre hemos considerado que no estábamos sometidos a la jurisdicción de la República, la Federación de Comercio o cualquier otro gobierno. Nuestro magíster previó nuestras necesidades ya hace mucho tiempo, al igual que lo hizo el magister que lo precedió. Sabíamos que tarde o temprano tendríamos que encontrar un escondite todavía más recóndito en el cual refugiarnos. Tal es la voluntad del Potencio.
Aquella palabra de nuevo, un concepto desacreditado del pasado.
— ¿El primer magíster recibió adiestramiento Jedi? —preguntó Obi-Wan.
—Sí
—dijo
Shappa con una extraña reluctancia.
— ¿Cómo se llamaba?
—Ese nombre es sagrado para los zonamanos y no debe ser pronunciado —dijo Shappa.
Obi-Wan intentó recordar los pasajes más oscuros de la historia de los Jedi que le habían enseñado en el Templo. El Potencio había causado serios problemas a los Jedi de hacía cien años. Los defensores del concepto creían que la Fuerza no podía llevar a nadie al mal, que el universo se hallaba permeado por un campo benévolo de energía vital cuyas instrucciones eran inevitablemente buenas. El Potencio, como ellos lo llamaban, era el principio y el fin de todas las cosas, y la conexión con él no debía ser analizada ni enturbiada por ninguna clase de adiestramiento o disciplina. Los seguidores del Potencio insistían en que los Maestros Jedi y la jerarquía del Templo no podían aceptar el bien universal del Potencio porque el hacerlo habría significado que ya no serían necesarios.
Pero finalmente, aquellos aprendices Jedi que se habían involucrado en el movimiento abandonaron el Templo, o fueron expulsados de él, para dispersarse por la galaxia. Por lo que podía recordar Obi-Wan, ninguno de los creyentes había sucumbido al lado oscuro de la Fuerza, algo que todos los historiadores Jedi consideraban como un auténtico prodigio. De vez en cuando, un joven Jedi absorto en su primera experiencia de la Fuerza se tropezaba con la filosofía del Potencio y tenía que ser pacientemente reinstruido en la historia de la Fuerza, en las muchas y variadas razones por las que los Jedi entendían que había divisiones y tropiezos en el reino que la vida había creado dentro del espacio y el tiempo.
Un nombre llevaba días bailándole en la punta de la lengua, el de un joven aprendiz Jedi particularmente prominente que dejó el Templo voluntariamente y renunció a su adiestramiento.
— ¿Vuestro primer magister se llamaba Leor Hal? —le preguntó a Shappa.
Shappa clavó los ojos en el ventanal del lado del piloto y apretó las mandíbulas.
—Sabía que no tardarías en descubrirlo por ti mismo —dijo.
—Era un estudiante inmensamente capaz —dijo Obi-Wan—. Los Jedi siguieron respetándolo incluso después de que se hubiera ido.
—Fue considerado un incauto y un estúpido —dijo Shappa.
—Puede que fuese un idealista, pero no era ningún estúpido.
—Bueno, sus prejuicios contra cualquier sistema político u organización filosófica... determinaron una gran parte del carácter de la colonización zonamana.
— ¿Y Leor Hal reclutó colonos entre los ferroanos? —preguntó Obi-Wan.
—Sí. Mi pueblo siempre ha creído en la independencia y la bondad básica del universo, ¿comprendes? Somos gente alegre y optimista, y vinimos aquí para escapar y criar a nuestros hijos en un nuevo estado de felicidad.
—Y cuando llegaron los Extranjeros Lejanos...
—Fue como un desagradable despertar —dijo Shappa—. Pero el heredero del magister insistió en que los Extranjeros Lejanos vivían fuera del Potencio. No sabían nada de sus misterios, y debíamos enseñarles.
— ¿Cómo reaccionó a la presencia de Vergere?
—Se negó a verla, porque no quería faltar a la memoria de su padre —dijo Shappa—. No le prestó ninguna clase de ayuda.
—Pero construyó armas.
—Cierto. Sabía que muchos podían malinterpretar el Potencio, y que podían tratar de destruirnos debido a nuestras diferencias.
— ¿Y qué construyó exactamente el primer magister?
—Fue el que empezó a vender naves. Nos dijo que necesitábamos reunir el dinero suficiente para comprar enormes núcleos hiperimpulsores. Y para importar motores gigantescos, estudiarlos y usar a los jentaris para que los modificaran y los convirtieran en motores todavía más potentes, para nuestros propios propósitos.
— ¿Con que fin?
—Escapar —dijo Shappa, irguiéndose en el asiento—. Y ahora creo que ha llegado el momento.
—Pero el magister está muerto.
—Tonterías. Vosotros hablasteis con él.
—No. Ahora ya está claro.
— ¡El magister no ha muerto! —gritó Shappa, y agitó el puño delante del rostro de Obi-Wan—. ¡Nos envía instrucciones desde su palacio!
—Puede que ni siquiera el palacio exista ya —dijo Obi-Wan.
— ¡No consentiré que digas esas cosas! —gritó Shappa—. Te ayudaré a rescatar a tu muchacho, y después... ¡debéis iros! —Se volvió, visiblemente afectado, y estudió las lecturas de sus paneles de control—. Pensándolo bien, puede que los Jedi os hayan enviado aquí para que sembrarais las dudas entre nosotros. Y las naves de la República...
El cielo se llenó de minúsculos puntitos de luz delante de ellos. Las minas celestiales acababan de iniciar su vertiginoso descenso a través de los estratos superiores de la atmósfera, esparciéndose por ellos a lo largo de miles de kilómetros como difusas flores anaranjadas.
— ¡Intentan destruirnos a todos! —gimió Shappa, el rostro convertido en una máscara de miedo y desilusión.
A
nakin hizo que su nave sobrevolara la cima de la montaña en un arco tan hermoso como impecable, controlando a la perfección cada una de las maniobras.
Un silencio absoluto reinaba en la cabina. Jabitha se había hecho un ovillo en su litera y parecía estar tratando de dormir. Anakin sólo pensaba en cómo protegerla, pero por el momento no podía hacer nada. Cualquier conducta temeraria supondría su muerte inmediata, y no era el momento más adecuado para dejarse llevar por sus impetuosas tendencias juveniles.
—El palacio debería estar aquí mismo —dijo. Ke Daiv guardó silencio, con la punta de su lanza inmóvil junto al cuello del muchacho—. No veo nada... ¡Ninguna pista de descenso, nada!
— ¿Has estado aquí antes? —preguntó Ke Daiv.
—Hace unos días —dijo Anakin—. El palacio era enorme... Ocupaba toda la cima de la montaña.
—Y ésta es la única montaña —murmuró Ke Daiv con voz pensativa—. No estarás tratando de engañarme, ¿verdad, Jedi?
—No —dijo Anakin, lleno de frustración—. Ya lo intenté y... no dio resultado.
Ke Daiv emitió una especie de suave cacareo.
—Traza otro círculo.
— ¿Hemos llegado al palacio? —preguntó Jabitha de pronto, y Anakin no supo qué responder.
—Ven aquí y enséñanos adonde hemos de ir —ordenó Ke Daiv.