Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
La joven se levantó de la litera y se dirigió cautelosamente hacia ellos.
—No lo veo —dijo con voz temblorosa, y entonces abrió mucho los ojos—. Espera un momento... Eso es la Cueva del Dragón, llena de vapor justo al lado de un glaciar subterráneo... Hace años solíamos ir de excursión a ese sitio. Pero ¿qué es eso? Nunca lo había visto. —Señaló un largo talud detrítico, una especie de ladera formada por enormes trozos de roca inmóviles en un precario equilibrio temporal sobre uno de los lados de la montaña, allí donde los riscos descendían por debajo de las nubes—. Eso es nuevo.
—Antes dijiste que llevabas un año sin venir por aquí —dijo Anakin—. ¿No habías vuelto a la montaña después del ataque?
Jabitha enrojeció.
—Padre dijo que nunca debíamos hablar del ataque con los extranjeros.
Ke Daiv los observaba y escuchaba con cauteloso interés.
—Parece como si la montaña hubiera sido alcanzada por las ráfagas de un cañón láser, o por algo todavía más poderoso —observó Anakin, sabiendo que aquello probablemente no fuese lo que la muchacha quería oír.
— ¡Ridículo! Padre nos dijo que la montaña era... —Jabitha cerró la boca y sacudió la cabeza en una terca negativa—. No revelaré ningún secreto.
—Ahora ya es demasiado tarde para los secretos —dijo Ke Daiv—. Cuéntalo todo.
— ¡No sé qué decir!
—No sabe nada —dijo Anakin—. Yo estuve aquí hace poco, y vi un palacio.
—Todavía figura en los mapas que hay en Distancia Media —dijo Ke Daiv, a modo de asentimiento—. No sabemos qué ocurrió, pero fuese lo que fuese debemos encontrar combustible.
— ¡Tenemos que encontrar el palacio! —insistió Jabitha—. Está aquí. Mi padre está aquí. ¡Tienen que estar aquí!
Anakin viró para inspeccionar la zona desde mayor altura, y fue entonces cuando vio las flores de las minas celestes esparciéndose por encima de ellos. Ke Daiv las vio al mismo tiempo que él.
—Se diría que no les importa perderte —murmuró Anakin.
El tallador de sangre miraba por el ventanal con el rostro indescifrable, pero la punta de la lanza bajó ligeramente. Anakin comprendió que era el momento de posar la nave, dejar a Jabitha en la cima de la montaña y volver a despegar llevándose consigo a Ke Daiv.
Las minas celestes le proporcionarían la excusa perfecta. Habían sido diseñadas para impedir que las naves pudieran abandonar un planeta y muy rara vez estallaban en la superficie.
—Tenemos que descender en algún sitio —dijo Anakin.
—Hazlo —dijo Ke Daiv.
Jabitha, que se había pegado a Anakin para poder mirar por el ventanal, dejó escapar un sollozo ahogado.
— ¡Ahí! —chilló.
Estaban sobrevolando el centro de la cima de la montaña. Prácticamente enterradas por un colosal corrimiento de tierra llegado de las elevaciones superiores, podían distinguirse las ruinas de un enorme complejo de edificios. El área había sido alterada tan drásticamente, y el complejo estaba tan completamente cubierto, que las habían pasado por alto durante su primer recorrido de la cima.
Anakin vio el borde de la antigua pista de descenso con su superficie de lava negro rojiza.
—Bajaré allí—dijo.
— ¿Dónde está mi padre? —preguntó Jabitha con las mejillas humedecidas por el llanto.
L
as minas celestes iban de un lado a otro en busca de presas, sus estelas reflejando los fulgores del crepúsculo por encima de las nubes como letras de fuego que ardieran en el cielo. Había centenares de miles de ellas, diminutos esferoides aplanados altamente explosivos equipados con una tremenda capacidad de seguimiento y una maniobrabilidad que se medía en fracciones de segundo. Su presencia estaba obligando a Shappa a descender cada vez más.
—No podremos mantenernos en el aire mucho tiempo más —dijo—. Unos minutos como máximo, y después nos encontrarán.
Obi-Wan guardó silencio durante un momento interminable. Siguiendo a las minas celestes vendrían cazas estelares de la modalidad cazador-asesino, y el aire encima de las nubes se llenaría de veloz destrucción. La nave sekotana estaba desarmada. No tendrían ninguna posibilidad.
—Entonces baja —dijo.
—Han aterrizado en la montaña del magister. Al menos en el palacio dispondrán de alguna protección —dijo Shappa, mirándolo fijamente como si desafiara a Obi-Wan a contradecir sus creencias, sus esperanzas.
La nave sekotana descendió por debajo de la capa de nubes y se encontraron envueltos por una penumbra plateada. Los vientos los bambolearon antes de que Shappa posara su nave en una pradera abrasada que había quedado reducida a la desnudez ennegrecida de las rocas. A su alrededor, promontorios de piedra deformada indicaban que un frenesí de energías destructoras había fundido el paisaje para darle una nueva forma, acabando con toda la vida en el proceso. Shappa sacó las manos de los controles y fue a la parte posterior de la cabina, donde comprobó el equipo instalado allí. Cuando volvió encontró a Obi-Wan inmóvil en su asiento, sumido en profundas reflexiones.
—Contempla lo que hicieron —murmuró Shappa mirando por el ventanal de Obi-Wan—, ¿Qué hemos podido hacer para merecer semejante destrucción? ¿Cómo pudo el Potencio permitir semejante maldad?
Obi-Wan se levantó, sabiendo que tratar de discutir con Shappa no serviría de nada. El didactismo —una tendencia siempre presente en él— no iba a serle de ninguna utilidad allí. Shappa era un aliado, y tendría que ir dejando atrás poco a poco las creencias que le daban fuerzas.
— ¿A qué distancia de la montaña estamos ahora? —preguntó Obi-Wan.
—A unos cien kilómetros. — ¿Y dónde está Charza Kwinn? Shappa examinó sus lecturas.
—La otra nave también ha descendido por debajo de las nubes.
Por el momento no había nada que Obi-Wan pudiera hacer. Su sentido del futuro estaba tan nublado como el cielo. El destino de Anakin había sido empujado hacia un nudo, una fístula en los senderos que llevaban a los distintos futuros. Lo que más impresionaba a Obi-Wan eran las aterradoras conexiones entre tantos futuros que se reunían en las próximas horas. ¡Eran tantos los acontecimientos y las vidas interconectadas que giraban vertiginosamente alrededor de su padawan!
Deseó poder hablar con Mace Windu, Yoda, Qui-Gon. Aquello se encontraba más allá de los límites de su comprensión.
Y si él se sentía así después de más de una década y media de adiestramiento Jedi, no podía ni imaginar cómo se sentiría Anakin.
Obi-Wan cerró los ojos para consultar con la sabiduría que Qui-Gon había dejado tras de sí.
«La prueba del muchacho... Se enfrentará a ella solo. Debes confiar en tu padawan. Y debes confiar en la Fuerza. Después de la muerte de Qui-Gon, en cierta manera, perdiste esa confianza. Empezaste a depender del sentido del deber y de un régimen cotidiano de trabajo, estudio y adiestramiento para que sustituyeran a lo que antaño había sido un extraordinario sentimiento de asombro maravillado ante los designios de la Fuerza.
»La Fuerza te falló, ¿verdad, Obi-Wan?
«Permitió que tu maestro muriera.
»Podría permitir que Anakin muriera.
»Y si lo hace, eso matará cualquier posibilidad de que sigas siendo un Jedi.
El futuro no podía ser leído. La Fuerza guardaba silencio mientras se comprimía alrededor de todos ellos, como si un gigante estuviera conteniendo la respiración.
J
abitha atravesó el campo destruido, trepando penosamente por encima de cintas de roca fundida. La joven respiraba con rápidos jadeos entrecortados. El aire era demasiado tenue para ella. Jabitha estaba acostumbrada a la atmósfera perfumada y llena de vida de los valles del norte, no a la atmósfera muerta y desolada que había en la montaña de su padre.
—El palacio debería de estar allí arriba —dijo con un hilo de voz.
Anakin sintió que se le nublaba la vista, y recurrió a una pequeña técnica Jedi que aplicó a su química corporal y su presión sanguínea para disponer de más fuerzas y mayor claridad de visión con menos oxígeno.
Ke Daiv esperaba a unos pasos por detrás de él, la hoja de la lanza lista para ser utilizada en cualquier momento. Anakin midió todas las distancias y calculó los tiempos. El tallador de sangre se encontraba bastante más cerca de Jabitha que él. Podría matarla sin dificultad antes de que Anakin llegara hasta ella, y de todas maneras, ¿qué iba a poder hacerle Anakin?
«Alimenta la ira. Alimenta la frustración. Conviértelas y almacena la energía.»
Anakin asintió de manera casi imperceptible. Jabitha se volvió hacia ellos.
—Apenas queda nada —dijo, y después repitió su pregunta de antes—: ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde están todos los demás que trabajaban aquí?
—Todos están muertos —sugirió Ke Daiv—. Lo único que debe preocuparnos es el combustible.
—Había reservas de combustible cerca del palacio —dijo Jabitha con un extraño tono de desafío—. ¡Si no conseguimos encontrar el palacio, no conseguiremos hallar el combustible!
Anakin vio una esquina de bloques de piedra que sobresalía de un montón de escombros a unos cien metros de distancia. Se volvió hacia Ke Daiv.
—Puede que esté ahí—dijo.
Jabitha estaba a punto de derrumbarse. El tallador de sangre no parecía tener ningún problema para respirar aquella tenue atmósfera. Anakin se preguntó por qué no habían notado la falta de aire cuando fueron llevados allí por primera vez, puesto que entonces el palacio ya tenía que hallarse en aquel estado. Algo había obrado un engaño todavía más asombroso sobre ellos.
La muchacha tropezó y después se volvió, medio aturdida, y fue hacia las ruinas andando tan deprisa como podía. Anakin y Ke Daiv la siguieron. Anakin se aseguró de ser quien estaba más cerca del tallador de sangre. Sus ojos siguieron los movimientos de la lanza, los destellos rojos y amarillos de la hoja que relucía bajo los últimos fulgores del crepúsculo. La cima de la montaña, negra y rojo ladrillo en otros momentos, se había vuelto de un naranja fantasmagórico detrás del que se agitaban los crípticos glifos de las minas celestes, concentradas en su incesante y ávida busca. Más allá del cielo violentamente caligrafiado se alzaba el torbellino de las lejanas estrellas compañeras, púrpura sobre el rojo, el naranja y el oro.
Anakin volvió la cabeza para lanzar una rápida mirada a su nave por encima del hombro. «Todavía no le hemos puesto nombre —pensó—. ¿Cómo la llamaría Obi-Wan?»
Los hombros de Jabitha temblaban violentamente. La joven estaba consumiendo las escasas energías que le quedaban en un acceso de sollozos.
—Los mensajes no eran más que mentiras. Nadie había venido aquí, él decía que todo iba bien... ¡Pero vosotros! —Se volvió hacia Anakin—. ¡Vosotros vinisteis aquí!
—Vimos el palacio —dijo Anakin—. O al menos creímos verlo...
—Combustible, y deprisa —insistió Ke Daiv imperiosamente—. Las minas celestes no tardarán en descender lo suficiente para descubrir dónde hemos aterrizado. Y quizá pronto vengan otros.
—Te sacrificarán, ¿verdad? —preguntó Anakin. El muro del edificio se elevaba sobre ellos. Una pequeña puerta, posiblemente una entrada de servicio, podía entreverse a la derecha, medio escondida por los escombros—. Les da igual lo que sea de ti.
Ke Daiv no se molestó en dignificar su conjetura, con una respuesta.
— ¿Qué hiciste para convertirte en un ser tan despreciado? —preguntó Anakin.
Sin pensar en lo que hacía, el muchacho inclinó la cabeza hacia un lado, y tres dedos de su mano derecha se curvaron lentamente.
—Maté al hijo de mi benefactor —dijo Ke Daiv—. Habían profetizado que moriría de una terrible herida en la cabeza durante una batalla, y su padre suplicó al clan que su hijo nunca tuviera que luchar. El clan estuvo de acuerdo, pero le ordenó partir en una cacería ritual para terminar su adiestramiento. Yo era un huérfano que había sido admitido en su familia, y el jefe del clan me nombró protector del hijo de mi benefactor. Lo acompañé en la cacería. Nos enfrentamos a un feragriff salvaje en las reservas rituales de una de las lunas de Coruscant.
Los faldones nasales del tallador de sangre se habían desplegado, un movimiento que Anakin había aprendido a interpretar como una aguda vacilación e incertidumbre que buscaban sensaciones, información y confirmaciones. «Está cada vez más débil. Su pasado lo hace débil, igual que me ocurre a mí...»
Anakin vio que Jabitha acababa de entrar por la puerta. No vería nada.
—La profecía se cumplió. Tu disparo no dio en el blanco y mataste a tu protegido —dijo Anakin, concluyendo la historia.
—Fue un accidente —murmuró el tallador de sangre.
Después se irguió. Su rostro volvió a tensarse y extendió la lanza, empujando a Anakin con la punta de la hoja para que entrara por la puerta siguiendo a la muchacha.
—No —dijo Anakin.
Las minas celestes se agitaban locamente a unos cientos de metros por encima de ellos, con sus motores zumbando estridentemente en la tenue atmósfera. Anakin vio otra silueta a una distancia aún más grande: un caza estelar androide. Sólo uno. Los invasores estaban concentrando sus fuerzas en el norte, pero las minas celestes costaban poco dinero. Podían ser esparcidas por todas partes. Con el tiempo, incluso podían llegar a cubrir el planeta entero. Alguien podía estar planeando matar a todos los seres vivos de Zonama Sekot: Jabitha, Gann, Sheekla Farrs, Shappa, Fitch, Vagno, Obi-Wan. Y a todos los demás.
—Todavía tienes honor —dijo Anakin—. Aún puedes expiar lo que hiciste.
Pero algo más se estaba acumulando dentro de él, una sombra mucho más espesa que la noche que caía sobre ellos. Era tan enorme que no le costaría mucho llenar todo su ser.
El tallador de sangre había herido a Obi-Wan, amenazado a Jabitha y llamado esclavo a Anakin. No había redención posible para aquellas cosas. La ira amenazaba con derramarse, pura y todavía no reconvertida, tan abrasadora como el núcleo de un sol. Anakin tensó los dedos.
—Mi benefactor me maldijo —dijo Ke Daiv.
«Que se haga ahora.» Anakin había tomado su decisión, o la habían tomado por él. Daba igual.
Anakin permitió que los dedos de su mano se enderezaran.
Ke Daiv fue hacia el muchacho, balanceando su lanza.
—Deja de hacer eso —dijo Anakin sin inmutarse.
— ¿Que harás, pequeño esclavo?
Era la conexión que Anakin había estado buscando, el vínculo entre su ira y su poder. Como un interruptor que es accionado o un circuito que es conectado, volvió al pozo de las carreras, al aguijonazo que había sentido con el primer insulto del tallador de sangre, con aquella primera acción injusta y artera que había hecho que Anakin se precipitara al vacío desde la plataforma. Después, retrocediendo más y más, volvió a los sucios alojamientos de los esclavos en Tatooine, a la carrera de la Víspera de Boonta, la traición del dug y su última visión de Shmi, todavía esclava del repugnante Watto, a todos los insultos, injurias, ignominias, miedos nocturnos y humillación tras humillación que nunca había pedido ni merecido y que había soportado con una paciencia casi infinita.