Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
El rugir del río se fue debilitando con el ensanchamiento del desfiladero, y el viento también amainó. La barquilla oscilaba suavemente.
Los compañeros-semilla de Anakin empezaron a ponerse más y más nerviosos conforme la aeronave sobrevolaba algunas de las congregaciones de criaturas sekotanas más espectaculares que habían visto hasta el momento. Con más asideros disponibles en las paredes del precipicio, los boras y otros organismos habían esculpido terrazas similares a las que sostenían las casas de Distancia Media. En su estado natural, las terrazas acogían densas junglas. Moviéndose como acróbatas, enormes trepadores de largos miembros fueron izándose lentamente por encima del dosel mediante delgadas garras que usaban para agarrarse a las lianas. Aves provistas de caparazones traslúcidos revoloteaban sobre enormes flores que desplegaban sus corolas al sol. Unos minutos después, las flores recogieron sus espectaculares pétalos, se desprendieron de los boras y treparon lentamente por los zarcillos colgantes para dirigirse hacia terrazas superiores más brillantemente iluminadas.
Anakin fue calmando a sus compañeros-semilla con susurros tranquilizadores mientras absorbía la variedad de Sekot.
Una joven salió de la pequeña cabina de la barquilla y pasó junto a Obi-Wan con una cortés sonrisa. Su atención estaba centrada en Anakin, y se detuvo junto a él. Obi-Wan la observó con interés, entre otras cosas porque era el vivo retrato de las ilusorias hijas gemelas del magister.
Aquella muchacha, sin embargo, era sólida y real.
Una semilla se deslizó por el brazo de Anakin en una serie de pequeños saltos y hundió dolorosamente sus palpos en su carne. Anakin hizo una mueca, se volvió para depositar nuevamente a la semilla encima de su hombro y vio a la muchacha. Sus ojos se abrieron como platos.
— ¿Nos conocemos? —preguntó ella, interrogando al muchacho con un delicioso fruncimiento de ceño.
—Me resultas familiar —dijo Anakin.
—Oh, en ese caso quizá fuera alguna de las cosas de padre —dijo ella, asintiendo como si aquello lo explicara todo—. De vez en cuando proyecta hologramas míos en distintos sitios. Como si pusiera matas con flores para hacer bonito, ¿entiendes? No lo soporto.
— ¿Y cómo hace eso? —preguntó Anakin, pero la joven optó por no contestar a su pregunta.
—Sheekla me ha pedido que te explique algunas cosas sobre las distintas clases de boras que hay por aquí.
— ¡Por fin! Todo es tan misterioso...
—Secretos profesionales, ya sabes —dijo la muchacha—. A veces es un rollo. ¿Cómo te llamas? Padre siempre se olvida de que cuando no estoy allí en carne y hueso no puedo conocer a la gente.
Anakin no supo qué decir y miró más allá de ella, pidiendo ayuda a Obi-Wan. La joven también miró por encima de su hombro. — ¿Es tu padre?
—No —dijo Anakin—. Es mi maestro. ¿Tu padre no te lo ha contado?
—Hay muchas cosas que mi padre no me cuenta, y muchas cosas que no sabéis sobre mi padre. De hecho no lo he visto desde hace meses, desde que...
Sus ojos parecieron velarse por un instante, y después volvieron a brillar.
—Me llamo Anakin Skywalker, y éste es Obi-Wan Kenobi.
—Vivo en Distancia Media con mi madre y mi hermano pequeño, pero en realidad él todavía es un bebé. Padre nos envía mensajes de vez en cuando. Y de todas maneras, no puedo explicártelo todo ahora. Tal vez más tarde. Se supone que he de hablarte de los boras, y de dónde proceden y de lo que hacen una vez que han sido forjados y templados. Tú también puedes escuchar —añadió, mirando a Obi-Wan
—Gracias —dijo Obi-Wan.
—Por cierto, me llamo...
—Viento —dijo Anakin.
La joven se echó a reír.
¡Te equivocas! Ésa es una de las bromas de mi padre. Mi verdadero nombre es Jabitha. Padre lo sabe todo sobre el adiestramiento Jedi —dijo Jabitha solemnemente—. Hace un año me contó que cuesta muchísimo llegar a ser un Caballero Jedi, y eso quiere decir que debéis de ser especiales. —Acarició una semilla—. Ellas así parecen pensarlo. Eres muy popular. —Respiró hondo—. La existencia de boras empieza con las semillas. Cada bora crea semillas a mediados de nuestro verano, que es cuando las tormentas llegan del sur y traen la lluvia. La mayoría de las semillas parten hacia la espesura, el tampasi, en el antiguo lenguaje ferroano. Boras quiere decir «árboles» y tampasi quiere decir «bosque», pero en realidad no son ni árboles ni bosques.
—Comprendo —dijo Anakin.
Las semillas que no paraban de vibrar se habían convertido en una auténtica distracción, y su incesante agitación estaba empezando a hacer que le doliera la cabeza.
Jabitha repartió palmaditas entre algunas de sus inquietas semillas que produjeron una especie de suave tamborileo. Las caricias de la joven parecieron calmarlas por el momento.
—Las semillas echan raíces en un terreno de cría protegido por los boras más viejos. Después pasan por la forja. ¡Eso sí que es algo digno de verse! Los boras dejan caer ramas muertas y viejas hojas secas y esa especie de gránulos especiales que se esparcen por el terreno de cría, hasta que todo el área queda cubierta. Después las semillas cavan el suelo y comen y comen y comen durante horas, creciendo constantemente. Cuando han llegado a ser lo bastante grandes, los boras viejos llaman al rayo para que caiga del cielo: sí, les basta con alzar las ramas para llamarlo y hacer que venga. ¡Porque las ramas tiene las puntas de hierro! El rayo baja y prende fuego a lo que queda del terreno de cría, y es como si las semillas se cocieran dentro de él, aunque eso no las mata. Algo cambia y entonces se parten. Las semillas se expanden hacia fuera, casi como si estallaran, produciendo esas formas de burbujas hinchadas, con delgadas paredes de tejido parecidas a la lámina, sólo que están más vivas y son todavía más maleables.
Otros boras llamados templadores tienen unos largos brazos en forma de palas que usan para esculpir las semillas que han estallado y darles forma. El aire queda impregnado de ese olor perfumado, como pasteles en un horno... Es muy complicado, pero cuando han terminado, las semillas se convierten en distintas clases de boras y pueden salir del terreno de cría y ocupar sus puestos en el tampasi.
— ¿Cuándo aprendieron los colonizadores a controlar el moldeado? —preguntó Obi-Wan.
—Antes de que yo naciera —dijo Jabitha—. Mi abuelo fue el primer magister. Él y mi abuela estudiaron a los boras y se hicieron amigos de ellos (esa historia sí que es realmente larga), y se les permitió asistir a los cambios en un terreno de cría del tampasi. Pasado un tiempo, los boras los invitaron a colaborar con ellos como moldeadores, pero tardaron veinte años en aprender el oficio. Después se lo enseñaron a mi padre. Unos años después, el resto de los colonizadores llegó de Ferro.
—La imagen que vimos de ti en la casa del magister no era un holograma —dijo Obi-Wan—. Era una imagen mental proyectada por alguna voluntad realmente extraordinaria.
Jabitha pareció sentirse un poco incómoda.
—Entonces supongo que fue cosa de mi padre —dijo, y se volvió para echar un vistazo por encima de la barandilla de la barquilla—. Esos de ahí son boras del tipo salvaje —dijo—. Los llamamos rebeldes porque no mantienen ninguna clase de relación con los terrenos de cría. Viven de lo que pueden encontrar en los campos comunales.
Anakin volvió a ver formas triangulares que surcaban los aires, así como cilindros reptantes de muchas patas, más grandes que un humano, que entraban y salían de las cuevas de las paredes del valle. Pequeñas aves destellaban en la sombra del valle como los fuegos fatuos nocturnos de Tatooine. Oscuros tentáculos surgían bruscamente de las sombras acumuladas debajo de los promontorios para tratar de atraparlas.
Aquella parte del valle parecía haber abrazado un ciclo de vida planetaria mucho más familiar, aquel en el que todo se reducía a comer y ser comido.
— ¿Nunca se reúnen con los boras comunales? —preguntó Anakin.
—No. Los llaman los perdidos —dijo Jabitha—. Padre cree que algunos de ellos escaparon de los terrenos de cría incendiados y que después se les dio forma en otro sitio, quizá con la intervención de otros rebeldes. Pero son útiles. Creo que obligan a las comunas a mantenerse en guardia. A veces hacen incursiones y roban semillas, para comérselas o para criarlas como suyas. Incluso he visto nubes de tipos-salvajes más pequeños llegar de pronto durante el forjado, antes de que se llame al rayo, y llevarse las ramas, restos y gránulos que tenían que servir para las semillas. En realidad no hay muchos, pero esta parte del valle está llena de ellos.
— ¿Has dado forma alguna vez? —preguntó Anakin.
—Hace un par de años ayudé a mi madre a hacer nuestra casa. Teníamos tres compañeros-semilla con los que mi madre se había vinculado, y la ayude a usar los talladores y los estímulos... ¡Pero nos estamos adelantando a los acontecimientos!
Anakin sacudió la cabeza.
—Suena muy emocionante. Pero sigo sin entender cómo podéis convertir semillas en naves espaciales.
—Debes tener paciencia —dijo Jabitha petulantemente, y miró a Obi-Wan—. Mi padre hizo la primera nave espacial cuando era un muchacho. Usaron los motores de su nave-colonia original. Eso fue justo después de que mi abuelo partiera en busca de más colonizadores. Queríamos tener a gente de todas clases.
—Sólo hemos conocido ferroanos —dijo Obi-Wan.
—Hay otros, y ahora son bastante numerosos. Trabajan en el valle de las factorías.
— ¿Por qué tu padre decidió vender esas naves espaciales?
Jabitha pasó por alto la pregunta de Obi-Wan.
— ¡Mirad! Ya estamos llegando.
Sheekla Farrs fue a la proa mientras la aeronave era dirigida hacia un espolón de atraque y amarrada a él. Jabitha saltó a la plataforma salvando ágilmente la barandilla y ayudó a Anakin a bajar de la barquilla, pero dejó que Obi-Wan se las arreglara por sí solo. Anakin parecía muy interesado en todo lo que la joven tenía que decirle.
Jabitha podía llegar a convertirse en una distracción para Anakin, pero Obi-Wan decidió que probablemente la distracción sería beneficiosa. Haría que dejara de pensar en las naves y le ayudaría a entender mejor las relaciones sociales. Con excepción de las horas que pasaba con los otros afiliados y auxiliares, la educación social de Anakin había sido fragmentaria en el mejor de los casos. Unos cuantos encuentros normales con gente de su edad podían serle de gran ayuda, y aquella muchacha parecía refrescantemente normal. «¡Cuando está físicamente presente, al menos!»
Pero todavía había muchas preguntas sin respuesta que continuaban preocupando a Obi-Wan. Seguían sin estar más cerca que antes de entender lo que le había ocurrido a Vergere.
La noche anterior, mientras Anakin dormía, Obi-Wan había visitado la biblioteca, donde intentó impedir que sus compañeros-semilla royeran los textos. La biblioteca no le había dicho nada de lo que necesitaba saber.
Obi-Wan Kenobi odiaba los enigmas, los acertijos y las complicaciones innecesarias. Como Anakin
—
y Qui-Gon— le había recordado con tanta frecuencia, era un hombre tirando a lineal. Pero una cosa sí que la entendía muy bien.
La Fuerza nunca era una niñera.
A
unque a veces era un hombre muy paciente, Raith Sienar ardía en deseos de seguir adelante con aquella misión. El instinto le decía que el tiempo era esencial, que un mundo tan expuesto, y con un secreto tan valioso, era como un despojo maduro bajo un cielo lleno de carroñeros alados.
Sienar nunca había tenido que enfrentarse con unos carroñeros alados, naturalmente. Prefería las comodidades de alta tecnología de un planeta desarrollado cuyo salvajismo hubiera sido domado hacía ya mucho tiempo. Pero era un hombre educado, y sabía reconocer a un carroñero, en cuanto lo veía.
En aquel momento, Sienar se sentía como un carroñero.
El primero de muchos.
Bajó la mirada hacia la pequeña imagen de Kett que acababa de surgir de la nada para cobrar una tenue vida azulada encima de su mesa de mando.
— ¿Sí, capitán?
Kett parecía un poco incómodo.
—He ejecutado sus órdenes y enviado al tallador de sangre a bordo de su nave, comandante.
— ¿Todo ha ido bien?
Sienar había presentado a Ke Daiv a su «piloto» patrocinador en el pequeño muelle de atraque para lanzaderas dentro del que habían cargado el vehículo privado. A Ke Daiv no parecía haberle gustado demasiado la perspectiva de tener que trabajar con un androide. Sienar no se había molestado en explicarle cómo había llegado a adquirir aquel androide, o cómo éste se había convertido en un patrocinador de clientes para Zonama Sekot. Ciertos secretos no estaban hechos para ser revelados.
—Sí, señor.
— ¿Y ahora ya se encuentra lejos, siguiendo un rumbo hacia Zonama Sekot?
—Sí, comandante.
— ¿Y nadie del planeta ha detectado nuestro escuadrón, a esta distancia dentro del sistema?
—No, comandante.
Sienar dejó escapar un suspiro de alivio.
—En ese caso, esperaremos a tener noticias de Ke Daiv antes de efectuar nuestro próximo movimiento. Parece un poco preocupado, capitán Kett
— ¿Puedo hablarle con franqueza, comandante?
—Desde luego. Hágalo, se lo ruego.
—Nada de todo esto está de acuerdo con nuestras órdenes originales tal como me fueron expuestas por Tarkin.
— ¿Y?
—Espero que mi sinceridad no le parezca ofensiva, comandante. Estamos pasando por un momento muy delicado. Antes mis naves formaban parte de una fuerza defensiva honorable y efectiva a la que se le había asignado la misión de proteger las naves pertenecientes a la Federación de Comercio. Tenemos un historial de siglos en el que no hay ni una sola mancha.
—Eso es algo de lo que pueden estar orgullosos, capitán.
—No sé cómo seremos tratados cuando pasemos a formar parte de las fuerzas defensivas de la República. Espero que la integración se llevará a cabo sin problemas, y que podré continuar mi honorable carrera.
«Y ese historial siempre hace demasiado hincapié en el honor —pensó Sienar—. Tomasteis parte en la peor transgresión de la Federación de Comercio. Tú mismo, capitán Kett, amenazaste a sistemas planetarios enteros con tus desintegradores, arrancaste concesiones, escoltaste cargamentos de máquinas y drogas de contrabando, y transportaste inmigrantes cuyos cuerpos estaban recubiertos de armas biológicas de acción retardada... Tendrás suerte si gente como Tarkin consigue desviar la atención del brazo senatorial de la justicia y salvarte de un juicio sumarísimo por crímenes de guerra.» Pero siguió contemplando al capitán con expresión afable y ojos llenos de simpatía.