El planeta misterioso (10 page)

Tarkin siempre se había dejado impresionar fácilmente por el tamaño y la fuerza bruta. Ésa era la razón por la que Sienar había mantenido su amistad. Tarkin era astuto tanto en lo político como en lo militar, pero en lo que respectaba al campo profesional de Sienar —las máquinas de guerra y los transportes— era decididamente inferior. Tarkin prácticamente lo había admitido durante la última conversación que mantuvieron.

Y aun así... Admitir una debilidad, la necesidad de un socio, no parecía nada propio de Tarkin.

¿Quién estaba jugando con quién?

—Muy interesante —dijo una voz detrás de él.

Sienar casi dio un salto. Volviéndose en redondo, miró por entre dos cubículos y vio la silueta alta y delgada de Tarkin, medio escondida entre las sombras con sus ojos azules reluciendo como dos pequeñas cuentas. Alzándose detrás de él había un ser de extremidades multiarticuladas, nariz increíblemente ancha y piel de un dorado iridiscente que observaba atentamente a Sienar.

—De pronto he descubierto que queda muy poco tiempo, y necesitamos algo de ti —dijo Tarkin—. O estás con nosotros en esta empresa, o seguiremos adelante sin ti. Pero da la casualidad de que necesito cierta información. Si decides que no quieres unirte a nosotros y nos proporcionas la información que necesito, entonces por respeto a nuestra amistad, y sabiendo que eres capaz de guardar unos cuantos secretos si eso puede beneficiarte en algo, mi joven amigo aquí presente no te matará.

Sienar comprendió que no podía perder ni un segundo en sorprenderse. Los tiempos estaban cambiando, y eso quería decir que también se podían esperar cambios en las amistades. Preguntar a Tarkin cómo se las habían ingeniado él y su acompañante para acceder a su santuario privado sería infructuoso y, dadas las circunstancias, quizá incluso fuera tomado por una falta de cortesía.

—Quieres algo de mí —tradujo Sienar con una sonrisa sarcástica—. Algo que no crees que esté dispuesto a darte de buena gana, ¿verdad? Pero lo único que tenías que hacer era pedírmelo, Tarkin.

Tarkin fingió no oírle. El humor y la tolerancia de antes se habían esfumado sin dejar rastro. Su rostro parecía sorprendentemente viejo y malévolo, incluso diabólico.

Sienar percibió desesperación.

—Hace algún tiempo fuiste uno de los subcontratistas principales en la remodelación de la clase ligera de cargueros YT.

—Todo eso figura en los archivos. La mayoría de ellos ya habían dejado de ser utilizados por sus propietarios originales. Los nuevos modelos son mucho más eficientes.

Tarkin agitó la mano en un gesto lleno de impaciencia.

—Instalaste una unidad localizadora en el tegumento interior de cada una de las naves que remodelaste, un componente que podías activar mediante un código privado —dijo—. Y no revelaste ese hecho a los propietarios o, si a eso vamos, a ninguna autoridad.

La expresión de Sienar no se alteró. «Necesita los códigos de activación de una de esas unidades localizadoras.»

—Deprisa —dijo el tallador de sangre, su voz tenue pero firme y segura de sí misma.

Sienar vio que el delgado alienígena dorado se estaba recuperando de varias heridas, algunas superficiales, pero por lo menos dos de ellas serias.

—Dame el número de serie de la nave y te daré el código —dijo Sienar—. Como un gesto de amistad. Hablo en serio, Tarkin.

Tarkin le hizo una rápida seña al tallador de sangre. Después le mostró a Sienar un pequeño cuaderno de datos en el que apareció el número, parpadeando rápidamente en rojo. Debajo de él también parpadeaba un número de registro orbital, indicando la plaza de atraque que no tardaría en quedar a disposición de otra nave patrocinada por el Senado.

Sienar apenas necesitó unos segundos para reconstruir la secuencia de código de aquella nave. Había creado el código basándose en una ecuación que utilizaba el número de serie del vehículo. Les dijo el código, y el tallador de sangre lo introdujo en su comunicador y lo transmitió.

Después intentó removerse dentro de sus ropas, esperando poder localizar al pequeño androide espía que obviamente había sido situado encima de él durante la última visita de Tarkin.

—El localizador no servirá de nada en el hiperespacio —le dijo a Tarkin—. No tiene mucha potencia, y a distancias extremas no resulta excesivamente fiable. Desde entonces he aprendido a construirlos mejor.

—Antes de que la nave abandone la órbita sintonizaremos un modelo más reciente con el tuyo. Necesitamos el código para que las dos unidades puedan comunicarse entre sí. Juntas, servirán a nuestro propósito.

— ¿Una nave del Senado? —preguntó Sienar.

Tarkin meneó la cabeza.

—El dueño es un auxiliar de los Jedi. Deja de tirarte de los pantalones, Raith: es indecente.

Tarkin alzó la mano con la palma vuelta hacia él y le mostró una pequeña unidad de control. La agitó despreocupadamente y algo se removió dentro de los pantalones de Sienar. Éste se estremeció cuando aquella cosa descendió por su pierna y se alejó rápidamente de su bota. Era un diminuto androide de un modelo que Sienar nunca había visto antes, plano, flexible y capaz de alterar su textura para adaptarla a la de la ropa. Incluso un experto podría haberlo pasado por alto.

Sienar se preguntó cuánto iba a costarle aquel conocimiento.

—Me disponía a aceptar tu propuesta, Tarkin —dijo con petulancia.

—Ya te he dicho que andamos muy escasos de tiempo.

— ¿No hay tiempo ni siquiera para que dos viejos amigos sean educados el uno con el otro?

—No —dijo Tarkin secamente—. Las viejas costumbres están muriendo. Tenemos que adaptarnos. Yo me he adaptado.

—Ya lo veo. ¿Qué más puedo ofrecer?

Tarkin por fin se dignó sonreír, pero eso no dulcificó su expresión. Tarkin siempre había revelado una parte demasiado grande de la calavera que había bajo su piel, incluso de joven.

—Mucho, Raith. Llevas algún tiempo sin usar tu adiestramiento militar, pero confío en que no lo habrás olvidado. Ahora que estoy seguro de que estás con nosotros...

—Ni en sueños se me ocurriría no estarlo —murmuró Sienar.

— ¿Te gustaría mandar una expedición?

— ¿A ese planeta exótico del que me hablaste antes?

—Sí.

— ¿Y por qué me hablaste de ese mundo antes de este momento? Si no podías confiar en mí lo suficiente para que te diera algo tan insignificante como el código de un localizador...

—Porque hace poco se me ha informado de que la existencia de ese mundo no era ningún secreto para ti.

Raith Sienar echó la cabeza hacia atrás como una serpiente disponiéndose a atacar y tragó aire.

—Estoy impresionado, Tarkin. ¿A cuántos de mis empleados de máxima confianza tendré que... despedir?

—Sabes que el planeta es real. Tienes en tu poder una de sus naves.

Por muy inocentes que pudieran ser, Sienar no soportaba que sus pequeñas maniobras secretas salieran a la luz.

—Un cascarón muerto —dijo, poniéndose a la defensiva—, adquirido a un teniente corrupto de la Federación de Comercio que había matado a su dueño. Las naves no sirven de nada a menos que sus propietarios estén vivos.

—Es bueno saberlo. ¿Cuántas de esas naves crees que se han llegado a fabricar?

—Puede que unas cien.

—Entre veinte millones de naves espaciales, registradas y sin registrar, en la galaxia conocida. ¿Y cuánto hay que pagar para ser dueño de una de esas naves?

—No estoy seguro. Millones, o miles de millones —dijo Sienar.

—Siempre te has considerado más listo que yo, y siempre has creído ir un paso por delante de mí —dijo Tarkin hoscamente—. Siempre estás en la cima, ¿eh? Pero esta vez, puedo salvar tu carrera y quizá tu vida. Podemos unir nuestras fuentes y nuestros recursos..., y salir inmensamente beneficiados de ello.

—Por supuesto, Tarkin —dijo Sienar sin inmutarse—. ¿Te parece buen momento y lugar para un caluroso apretón de manos?

8

O
bi-Wan y Anakin se pusieron las botas y se reunieron con Charza en la timonera de la barquilla de estribor. Por los grandes ventanales que rodeaban el puesto de mando del piloto, podían ver el lado nocturno de Coruscant debajo de ellos, con la metrópolis interminable destellando como un zoológico de las profundidades marinas gunganas. Anakin estaba de pie junto a una hilera de pequeñas criaturas de duro caparazón provistas de muchas garras que se removían nerviosamente en el charco de agua acumulado detrás del diván sin respaldo del piloto. Obi-Wan se agachó para sentarse en un asiento vacío no tan grande situado al otro lado del diván.

Charza Kwinn no necesitó volver el cuerpo para contemplarlos con uno de sus ojos púrpura oscuro ribeteados de plata.

—Me han dicho que posees una escama de un gusano de pozo —le dijo a Anakin—. Y que la ganaste durante una competición en un pozo.

—No era una competición legal —dijo Obi-Wan.

—No permitiste que se la entregara al Saludador y reclamara mi rango —dijo Anakin con cierto rencor.

—Me gusta ver las carreras de los pozos —dijo Charza Kwinn—. Mi especie practica tan pocas actividades competitivas... Es divertido ver cómo especies más agresivas se precipitan hacia sus destinos.

Después se arqueó bruscamente hacia atrás, deslizó su franja de espinas a lo largo de la hilera de criaturas con garras y cogió a dos de ellas. Las criaturas fueron guiadas hacia una hendidura que se abrió entre las gruesas cerdas de la parte inferior de su cuerpo, donde fueron rápidamente consumidas.

Los otros integrantes de la hilera mantuvieron su formación, pero todos hicieron entrechocar sus diminutas garras como si aplaudieran.

—De nada, de nada —les dijo Charza a los supervivientes.

Anakin se estremeció. Obi-Wan se removió en su asiento y dijo:

—Quizá deberías explicarle tus relaciones a mi padawan, Charza.

—Todos estos son amigos, confidentes, compañeros de navío —le dijo Charza al muchacho—. Aspiran a ser consumidos por el Grande.

Anakin empezó a fruncir el rostro en una mueca de asco, y después se apresuró a reprimirla cuando cayó en la cuenta de que Charza aún podía verlo. Miró a Obi-Wan, no sabiendo que decir.

—Nunca des por sentado lo obvio —le advirtió Obi-Wan en voz baja.

—Todos somos socios —dijo Charza—. Nos ayudamos los unos a los otros en esta nave. Los pequeños proporcionan alimento, y después de que hayan sido consumidos llevo a su progenie dentro de mí. Doy a luz a sus bebés y cuido de ellos. Sus bebés se convierten en compañeros de navío y socios..., y en alimento.

— ¿Te comes a todos tus socios? —preguntó Anakin.

— ¡Estrellas, no! —exclamó Charza con una rasposa imitación de la risa humana—. Algunos sabrían a rayos, y además, simplemente no se hace. Mantenemos muchas relaciones distintas a bordo de esta nave. Algunas criaturas son alimento, otras no. Todas cooperan. Ya te darás cuenta.

Utilizando controles instalados en salientes metálicos que se curvaban a lo largo de sus costados, Charza separó la nave del muelle orbital y encendió los motores sublumínicos.

El YT-1150 aceleró con sorprendente facilidad a pesar de sus años, y unos minutos después ya habían salido de la órbita de Coruscant y ponían rumbo hacia el punto en el que saltarían al hiperespacio.

—Buena nave —dijo Charza, y sus pinchos
y
espinas acariciaron el mamparo más cercano—. Buena amiga.

9


L
levas años buscando esta clase de oportunidad, Raith —dijo Tarkin mientras le servía una copa de vino chimbak de Alderaan. El apartamento privado de Tarkin era pequeño, pero elegante, y se encontraba en el nivel residencial del Pináculo Principal del Senado, dos kilómetros más arriba que la mayor parte de la ciudad—. Tanto si lo sabías como si no, siempre has querido asistir al amanecer de un nuevo día en la forma de hacer negocios.

A Sienar no le gustaba beber, pero había decidido mostrarse lo más afable
y
dispuesto a cooperar posible. La presencia del tallador de sangre tampoco le gustaba nada. Aceptó la copa y fingió saborearla. El reconfortante y casi invisible destello de la piedra verde de su anillo le indicó que el espeso líquido rojo no contenía drogas ni venenos. De hecho, y para lo habitual en los vinos, aquél era tan suave como delicioso.

—Pero el que no tengas amigos en los que puedas confiar debería parecerte interesante —siguió diciendo Tarkin—. La amistad pertenece al pasado. Ahora todo son alianzas y ventajas. Confiar en la confianza es una gran debilidad.

Tarkin posiblemente hubiera perdido aquella inocencia mucho antes que Sienar.

—Todavía no me has presentado —dijo Sienar.

Tarkin se volvió hacia el tallador de sangre.

—Este es Ke Daiv, de una famosa familia política de Batorine. Ke Daiv formaba parte de un selecto cuerpo de asesinos que mantenía ciertas relaciones con la Federación de Comercio. Un último e inepto intento de vengarse de los Jedi, según creo.

Sienar frunció los labios como si se sintiera impresionado por tanta audacia.

— ¿De veras? —preguntó con un leve y falso temblor de asombro.

Sabía más sobre aquel asunto de lo que sospechaba Tarkin, y sabía que Tarkin había estado involucrado de alguna manera en él, pero sus fuentes no pudieron proporcionarle muchos detalles.

—Un intento realmente insensato en el mejor de los casos —murmuró Tarkin, mirando a Sienar.

—Todo el mundo dice que los talladores de sangre se mantienen alejados de la política exterior —observó Sienar.

—Soy un individuo —observó Ke Daiv a su vez—. Verse libre del pasado incrementa las oportunidades.

— ¡Muy bien dicho! —exclamó Tarkin—. De hecho, fui yo quien solicitó su presencia. Sus capacidades siguen siendo impresionantes, y fracasó contra un Caballero Jedi. Yo le perdonaría eso, Sienar. ¿Tú no se lo perdonarías?

—Volveré a intentarlo, y si se me da la oportunidad triunfare —dijo Ke Daiv.

—Los talladores de sangre son un pueblo de artistas —dijo Sienar—. Refréscame la memoria sí me equivoco, pero creo recordar que Batorine es famoso por sus esculturas talladas en la reluciente madera roja del árbol de sangre indígena.

—Eso tiene un doble significado —dijo Ke Daiv—. El asesinato también es una especie de escultura en la que es preciso eliminar aquello que no es necesario.

Sienar apuró la copa y felicitó a Tarkin por su exquisito gusto en cuestión de vinos. Tarkin dirigió una inclinación de cabeza a Ke Daiv, y el tallador de sangre los dejó solos.

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