El planeta misterioso (9 page)

—Excelente, Charza —dijo.

Anakin entró en el compartimiento y se limpió los pies en la esterilla absorbente que había justo debajo de la escotilla.

Charza, visiblemente a disgusto en aquel entorno tan seco, no los siguió. El pequeño pero bien equipado camarote era cálido y luminoso, y disponía de dos literas de aceleración que también podían utilizarse como camas. Cuando miró hacia arriba, Anakin vio que podían contemplar el espacio a través de una gran ventanilla circular surcada por una serie de radios que le daban mayor solidez.

—Partiremos dentro de un décimo de marea..., una hora estándar —anunció Charza—. Hay calzado impermeable, botas, que se adaptará a vuestros pies en el caso de que decidáis hacerme compañía más adelante en la timonera. Eso supondría un inmenso deleite para mí.

Después retrocedió y la escotilla se cerró.

Anakin se acomodó y metió su pequeña bolsa de viaje en un armario.

—Vergere tuvo que alojarse aquí —observó.

—A menos que prefiriese nadar —dijo Obi-Wan.

— ¿Qué crees que le ocurrió?

—No me atrevo a adelantar ninguna conjetura. Sus capacidades son excepcionales. Tiene tantos recursos como Thracia, y es casi tan aventurera como tú.

Eso hizo sonreír a Anakin.

—Pero ¿es más sensata?

Obi-Wan inclinó la cabeza.

—Tú puedes ser sensato —admitió.

—Pero en mi caso se trata de algo ocasional —dijo Anakin—. Y ahora, ¿puedes decirme adónde vamos?

Obi-Wan guardó su bolsa de viaje y se sentó en el extremo de una litera. Después entrelazó las manos y miró a Anakin.

—No conoceré todos los detalles hasta que no hayamos sintonizado nuestra tarjeta de datos con la de Charza. Te diré lo que sé: los Jedi han recibido ciertas informaciones sobre un mundo situado en la Fisura de Gardaji, dentro del Brazo de Tíngel, que se encuentra mucho más allá de la esfera de dominio de la República. Algunos comerciantes independientes hablan de una comunidad que construye naves espaciales excepcionales, pequeños aparatos personales, esbeltos y magníficamente fabricados, que podrían aspirar a un índice cero-coma-cuatro.

Anakin puso ojos como platos y se sentó enfrente de Obi-Wan, ardiendo en deseos de oír más.

—Los rumores estaban asociados a un planeta misterioso, al que algunos llaman Sekot mientras que otros lo llaman Zonama Sekot.

— ¿Secote?

—Zonama Sekot, nos dicen las fuentes, era el nombre del planeta, el cual órbita una estrella enana en el eje exterior y en el lado norte galáctico de la fisura. Pero los mapas de las expediciones que han explorado esa región durante los dos últimos siglos sólo muestran escombros rocosos y protoplanetas, nada que pueda tener interés salvo para futuros mineros. Nada vivo, ciertamente. Aun así, otras fuentes confirmaron que se había establecido una especie de difusa ruta comercial, y que los ricos aficionados al viaje espacial iban allí después de haber concertado citas secretas para encargar naves. Aunque las naves han sido observadas en ciertos sistemas, ningún agente de las fuerzas de seguridad de la República ha podido examinar una con detalle.

—Suena a leyenda —dijo Anakin—. Quizá sea un fraude.

—Quizá. No obstante, hace tres años se informó de una intrusión en la región de Gardaji llevada a cabo por una especie desconocida capaz de viajar por el espacio. Eso fue lo que le encargaron investigar a Vergere, y de paso, también tenía que tratar de localizar Zonama Sekot. Encontró el planeta..., y envió un breve mensaje a nuestra estación de avanzadilla más próxima. Pero desde entonces no se ha vuelto a saber nada de ella. La transmisión no estaba completa. Sólo disponemos de algunos fragmentos bastante interesantes.

— ¿Y qué descubrió?

—Un mundo cubierto por una densa jungla, de una clase nunca observada con anterioridad. Enormes formas de vida arbóreas y fábricas ocultas. Su informe se limitaba a confirmar que la leyenda es real.

Anakin meneó la cabeza poniendo cara de asombro.

—Qué salvaje —dijo con admiración—. ¡Absolutamente salvaje!

—Examinaremos los informes en cuanto hayamos partido —dijo Obi-Wan—. Ahora deberíamos ir con Charza.

—Él también es salvaje —dijo Anakin—. Me gustaría verlo enfrentarse a un hutt.

—Charza procede de una especie consagrada a la paz —dijo Obi-Wan—. Considera el conflicto como la falta más terrible que se puede llegar a cometer, y preferiría morir a tener que luchar. Aun así, es intensamente inteligente y extremadamente ambicioso.

—Lo cual lo convierte en un gran espía, ¿no?

—Es un magnífico espía. Y un piloto extraordinariamente lleno de recursos —dijo Obi-Wan.

7

R
aith Sienar era un hombre muy rico. Su escrupulosa atención a los mercados, su extraordinaria capacidad a la hora de dirigir a sus trabajadores —tanto humanos como de otras especies— y su estrategia de mantener sus operaciones relativamente pequeñas y localizadas le habían proporcionado más beneficios de los que jamás hubiera soñado de joven.

Aquella nueva perspectiva —la de unirse a Tarkin en una empresa tan nebulosa como arriesgada— le inquietaba, pero algo le impulsaba a seguir adelante a pesar de ello.

El instinto lo había llevado hasta su posición actual, y el instinto le decía que aquél era el pulso del futuro. A decir verdad, Sienar quizá supiera algunas cosas más que Tarkin acerca de aquel futuro.

Aun así, en un momento de cambio nunca estaba de más ser cauteloso y tomar precauciones.

Otro factor decisivo de su éxito había sido su costumbre de ocultar los excesos. Y no cabía duda de que Sienar tendía a los excesos: ésa era la palabra que usaba, ya que la prefería a términos como flaquezas o excentricidades.

Ni siquiera Tarkin conocía la existencia de su colección de experimentos fracasados.

Sienar anduvo lentamente por el largo pasillo que ocupaba más de un kilómetro del subsuelo debajo de la sección central de la fábrica principal de Sistemas Sienar en Coruscant. Los hologramas fueron apareciendo delante de él a medida que los sensores automáticos de los holoproyectores eran activados por su paso, mostrando las imágenes de los productos para el Plan de Abastecimiento Defensivo de la República de hacía diez años, las felicitaciones enviadas por los senadores y gobernadores provinciales, y las entregas de los prototipos para los primeros contratos con las muchas ramas de la Federación de Comercio, que se había envuelto más y más en el secreto conforme reforzaba su autoridad central.

Sonrió ante el más hermoso —y hasta el momento, el más grande—de todos sus productos, un crucero ceremonial para mil pasajeros de la Clase Dos, que había sido diseñado para recepciones triunfales en los planetas que firmaban contratos exclusivos con la Federación de Comercio.

Y a continuación venía su diseño más rápido y avanzado, y también más poderosamente armado, fabricado para un cliente muy amante del secreto, alguien de quien Sienar sospechaba Tarkin no sabía absolutamente nada. «¡Tarkin no debería subestimar mis propios contactos, mi propia influencia política!», pensó.

Pero de hecho, Sienar nunca había llegado a saber con certeza quién era aquel cliente, y sólo sabía que él —o ella, o ello— tenía en gran aprecio sus diseños. Pero sospechaba que la nave había sido comprada por una persona de gran importancia. Y también sospechaba muchas más cosas. «Un comprador tan temido que el mero hecho de murmurar su nombre significa la muerte...»

Conque la República estaba cambiando, tal vez agonizando o siendo asesinada alrededor de ellos día tras día. Tarkin así lo había dado a entender, y Sienar estaba totalmente de acuerdo con él. Pero Sienar sobreviviría.

Sus naves probablemente habían llevado de un sistema estelar a otro a los mismos personajes de los que Tarkin sólo podía hablar con oscuras alusiones. Sienar se sentía orgulloso de ello, pero al mismo tiempo...

Raith Sienar sabía que las oportunidades extraordinarias también significaban peligros extraordinarios.

Tarkin era lo bastante inteligente y muy ambicioso, y no podía ser más venal. Eso divertía a Sienar, quien se consideraba por encima de la mayoría de los placeres materiales. Los placeres del intelecto, no obstante, ya eran otra cosa y Sienar estaba más que dispuesto a disfrutar de ellos.

Los lujosos juguetes intelectuales eran su gran debilidad, y los mejores de esos juguetes eran los fracasos de sus competidores, que Sienar siempre compraba baratos cuando se le presentaba la ocasión de hacerlo, salvándolos de los cubos de basura de la ignominia tecnológica. A veces había tenido que rescatar a aquellos infortunados productos de una especie de ejecución. Algunos eran demasiado peligrosos para que se los pudiera mantener en condiciones de operar, o incluso intactos.

Tecleó su código de acceso al museo subterráneo, aspiró una bocanada de aire frío y después se quedó inmóvil durante unos momentos en la oscuridad de la pequeña antecámara, saboreando la paz. Sienar iba allí con mucha frecuencia para pensar, para alejarse de todas las distracciones y tomar decisiones clave.

Reconociéndolo, la cámara encendió sus luces y Sienar tecleó otro código en la puerta de la larga nave subterránea del museo. Con un suspiro de expectación, Sienar entró en su templo de los fracasos, sonrió y alzó los brazos en un saludo dirigido a las hileras de piezas exhibidas en él.

Pasear por entre aquellos gloriosos ejemplos del exceso de ambiciones y la mala planificación le despejaba maravillosamente la mente. Tantos fracasos, tantos pasos en falso técnicos y políticos... ¡Sienar los encontraba tan tonificantes como la fría caricia astringente de una buena ducha!

Un grupo de sus favoritos ocupaba un cubo transparente cerca de la entrada del musco: un pelotón de cuatro enormes androides de combate universal equipados con tantas armas que apenas si podían levantarse del suelo. Habían sido fabricados en el complejo de factorías de Kol Huro, siete planetas que vivían única y exclusivamente para abastecer de naves estelares y sistemas defensivos a un cruel y mezquino tirano vencido por la República hacía quince años. Cada uno medía más de cuatro metros de altura y casi otros tantos de anchura, con unidades de inteligencia minúsculas, lentas y torpes, tan estúpidas en su concepción como el tirano que había ordenado que fueran diseñados. Sienar los había introducido de contrabando en Coruscant hacía diez años burlando la vigilancia del servicio de aduanas de la República, y los androides no habían sido desarmados y su armamento seguía siendo plenamente operacional. El núcleo de inteligencia había sido extraído, no obstante. Aunque en realidad eso no suponía una gran diferencia. Sienar los mantenía en un nivel de activación mínimo, y sus sensores fueron siguiéndolo lentamente mientras pasaba junto a ellos, sus diminutos ojos relucientes y sus módulos de armamento vibrando con un leve temblor de desilusión.

Los labios de Sienar se curvaron en una sonrisa que no iba dirigida a aquellas patéticas monstruosidades, sino a sus creadores.

El puesto siguiente en su hilera de trofeos lo ocupaba una insidiosa monstruosidad, una que revelaba tanto ingenio como cierto cuidado en la ejecución: un módulo de descenso diseñado para invadir los asteroides metalíferos de un sistema estelar no explotado que, una vez posado en ellos, empezaría a manufacturar pequeños androides de invasión a partir de las materias primas. El equipo minero había sido muy bien diseñado. Las factorías de androides de la unidad, sin embargo, no supieron estar a la altura de lo que se esperaba de ellas. Menos de un uno por ciento de los androides fabricados eran capaces de funcionar.

Sienar había pensado con frecuencia en aquella idea de crear una máquina para fabricar más máquinas, todas ellas programadas para poner en práctica estrategias ofensivas. Pero la República tenía demasiados escrúpulos para mostrar interés por semejantes armas, y los líderes neimoidianos de la Federación de Comercio las habían rechazado categóricamente por considerarlas poco prácticas. Allí tampoco había mucha imaginación, al menos durante los últimos años...

Tal vez fuera ésa la razón por la que sus líderes habían capitulado ante el canciller Palpatine.

Las luces se encendieron sobre la hilera principal de cubículos, que se prolongaba quinientos metros hasta llegar al final de la nave. Dos mil doce armas y diseños de naves que no habían tenido éxito, y otros tantos consejos admonitorios; «No eres infalible, Raith Sienar. Siempre debes pensártelo tres veces antes de actuar, y además, ten siempre preparadas tres alternativas».

Un pequeño cubículo situado entre dos piezas de mayores dimensiones contenía un androide asesino de aspecto bastante horrendo, con una larga cabeza cilíndrica y un tórax rudimentario. Aquellos asesinos habían fracasado por dos motivos: su aspecto era deprimentemente obvio, y además tendían a perder el control y matar a sus creadores. El verbocerebro de aquel había sido abrasado por unos androides de máxima seguridad. Sienar lo tenía allí porque una antigua compañera de clase de la Universidad Técnica Rigoviana había tomado parte en el proceso de diseño, y aquella unidad la había matado. El androide asesino era un buen recordatorio de que no debías rebasar los límites de tu competencia.

Proveyendo un cambio en la psicología política, últimamente Sienar había empezado a pensar en sus propias debilidades y estrecheces de miras. Siempre había preferido la elegancia, la delicadeza y la expresión más concentrada posible del poder. Y siempre había tratado con líderes que estaban más o menos de acuerdo con sus ideas: una gran clase gobernante acostumbrada a siglos de relativa calma, acostumbrada a enfrentarse a las guerras sistémicas aisladas mediante el embargo y la acción policial. ¿Quién podía sustituir a semejante clase gobernante?

¿Aquellos que sabían unir la elegancia a la delicadeza?

Sienar no lo creía. Cuando entraba en su museo de los fracasos, había empezado a verse a sí mismo exhibido en el centro de su colección de piezas, rígido, inflexible, anticuado, superado..., ¡y tan joven!

«Quienes sustituyen a las élites decadentes gobiernan a través de la brutalidad.» Era una ley de la historia de la galaxia. Una especie de equilibrio político, aterrador pero innegable.

Hacía unos meses, y después de haber tomado la decisión de abordar su profesión desde otra perspectiva —la fuerza brutal y centralizada—, Sienar empezó a trabajar en el Planetoide Expedicionario de Combate, cuyo diseño tanto había fascinado a Tarkin. La reacción de Tarkin sugería que la conjetura de Sienar —aunque quizá fuera más correcto llamarla «disparo a ciegas»— había dado en el blanco. Aquellos nuevos líderes tal vez encontrarían mucho más impresionante lo melodramático que la elegancia.

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